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Cómo escribir una bitácora y no morir en el intento

Por Mario Flores |

Lo peor de la cuarentena y el contexto de pandemia en el año 2020 (y lo que más contribuyó al veloz hartazgo de ese ‘nuevo’ orden mundial), ha sido la alarmante (pero no interesante) cantidad de autores que decidieron refugiarse en la página en blanco para escribir sobre (¡oh sorpresa!) sí mismos. No importa cuál sea el escenario distópico, bélico, apocalíptico-político o crisis de hecatombe social que acontezca en nuestro planeta: junto a las muchas toneladas de papel y beats con noticias, información, news y fake news, también hay varias generaciones de escribientes que manotean la falta de producción con publicaciones diarias a modo de bitácora íntima sobre su -particular y supuestamente importantísima- visión autorreferencial. Y la única legitimación para estos textos (no tan glamorosos para Clarín ni lo suficientemente nerds como los de la era blogger) es, básicamente, que han ‘salido del corazón’. Solamente en Argentina, los diarios y revistas digitales (apuntadas específicamente o no a la literatura) se llenaron de diarios íntimos y bitácoras cotidianas de un montón de poetas y narradores que, además de sentir el padecimiento de la cuarentena, sentían la ¿responsabilidad? de dejarlo por escrito (aunque fuera como un ejercicio catártico para no subirse a las terrazas de los edificios con un rifle). El problema con estos escritos, es que son derivaciones de un fenómeno presente y en constante cambio-mutación. ¿Qué pasó con todas esas notas diarias en las que el autor solamente comentaba lo que sintió al leer la noticia del día y nada más, porque después de una semana la misión no llegaba ni a completar la media carilla? No se sostienen. Como tampoco se sostiene cualquier texto que establezca una perspectiva ulterior de un universo machacado en tiempo presente. Entonces, nos tuvimos que reventar a cada rato, leyendo (muchas veces, sólo por encima) los infinitos confesionarios multiplicados sobre las cuitas unipersonales de autores diurnos que sufrían el no poder decidir qué diseño iban a bordar en su tapabocas. “Día tres: extraño sacar a pasear al caniche”, “Día cinco: los vecinos cogen y yo no”, “Día ocho: ordenando la biblioteca me di cuenta de que mis libros son mis salvavidas” (?), etcétera. El mundo temblaba de miedo para no mostrar que bostezaba ante semejante cantidad de voces igualmente sufridas y necesitadas de atención en un periodo de aislamiento con wifi. Con el pasar de los meses, ese entusiasmo alarmista se fue apagando (probablemente cuando se dieron cuenta de que estaban haciendo el ridículo intentando ser los monjes copistas de la generación Insta, que dejan su intimidad inofensiva como constancia de una reproducción constante de la vivencia atravesada por lo ajeno: el exterior al que no se puede salir y los otros a los que no vemos hace mucho). Finalmente, lo que quedó fue un cúmulo de archivos fantasma cuya actualidad es discutible: no hablaban del virus ni de la historia sino de ellos mismos. Ahora que, afortunadamente, mermaron todos esos discursos de autocompasión y endiosamiento de la pandemia, podemos ver desde un ángulo diferente ese torbellino emocional que impregnaba de angustia -y odio, a veces- todo este chiste al que llamamos realidad.

El primer libro de Juan Vilariño (Salta, 1987), que se titula Aguarfuertes de una peste floja (Editorial Juana Manuela, 2020: siendo el libro que ganó el segundo premio en su convocatoria “La vida en tiempos de pandemia”, detrás de “Un tango interminable” de Lucila Lastero), podría haber corrido la misma suerte que todos esos textos que vagan en internet. Sin embargo, muy a tiempo (casi en el filo último del libro: su forma última), el compendio de crónicas y micronarraciones que componen el libro desafía esta versión del corresponsal puertas adentro que ya conocemos. Vilariño no gasta páginas dando rienda suelta a la conspiración paranoica ni a las ‘terribles’ vicisitudes que atraviesa un varón hetero cis en Europa, sino que elige concentrarse en lo mínimo, lo que casi se sale del cuadro. Lejos de dedicar hojas y hojas a la remembranza nostálgica del mundo del ayer (posta, de apenas ayer), culpando al futuro de nuestra propia inutilidad, Vilariño decide reírse de esas inutilidades y de todos los mambos controladores del mundo capital: los vuelos de repatriados, la dimensión y sobredimensión del virus, la vuelta a la calle y la vuelta a los demás. No basta con un panfleto: tiene que armar toda la secuencia cronológica, porque Aguafuertes de una peste floja es eso, un libro de crónicas de pandemia, claro. Pero es solamente la superficie: el encierro y el aislamiento no le robaron la voz al narrador para contar sobre lo triste y vacía que se ve la calle o la aventura extrema que representa ir a comprar pan. Por el contrario, el narrador usa esos espacios obligados de lo social y lo actual para ir hacia otros territorios, más personales y a la vez más sombríos. Primero, todavía en Madrid en las primeras páginas del libro, cuenta lo insólito del porcentaje de barbijos en la calle: solo 2 sobre 100, cuando todavía nada de esto era noticia de este lado del charco. Después, unas cuantas páginas más adelante, “en el centro los negocios abren a medias, lo justo para colgar un cartel que dice que las ventas se hacen online”.

La tapa del libro sí es mucho más europea que salteña: todos esos personajes en sus balcones llenos de plantitas, libros en mano, guitarras y tazas de café, parejas besándose. No sé quién hizo la ilustración, pero parece un domingo soleado en Italia con cada personaje en su apacible burguesía de planta alta. Cuando en realidad, los balcones estaban llenos de gente desesperada que pedía ayuda a los gritos, parlantes que hacían raves improvisadas y ventanas a oscuras que no dejaban ver si había vida del otro lado. Una portada bastante más positiva que lo convencional y, por supuesto, menos seria que el contenido escrito.

El término ‘aguafuerte’ está relacionado con aquella vieja disciplina de grabado con ácido en metal, pero también hay una acepción más literaria o periodística. “A un costado de la crónica, el ensayo, la investigación y de todo relato de los hechos, está el aguafuerte: un género breve pero potente, más denso que la viñeta y más ligero que la nota de opinión”, dice mother Wikipedia. Todos los textos del libro responden a este carácter (hablo más de carácter que de extensión o estructura porque es en el esqueleto fundamental de la obra donde todos esos pequeños relatos cobran sentido). Es claro (quizás obvio) que el estar encerrados nos lleva hacia adentro y hacia atrás (hacia adentro de nosotros mismos y hacia atrás en la memoria), y por ello es que los textos de pandemia suelen mirar hacia atrás para sentir la falta, para comparar el presente, para denunciar la era moderna, para legitimar el costumbrismo… En lugar de quejarse de la mancha de humedad que crece en el cuarto donde le toca estar recluido después de volver a Salta de Madrid, Vilariño elige dejar registro de ciertas anécdotas de lo místico familiar para desembarazar esa mirada tan solemne sobre la infancia. En uno de los aguafuertes, Vilariño cuenta la vez en que su padre le pegó un hachazo en la cabeza (literal):

“El hacha se deslizó por un penacho de la tipa (tipuana tipu) y con el cambio de trayectoria el guadañazo fue a parar justo a mi flequillo. Quedé tendido sobre la hierba fresca, inconsciente. // Según cuenta la epopeya familiar, a lo único que atinaron los demás fue a pasarse el supuesto cadáver de brazo en brazo, mientras corrían en círculos dando alaridos de dolor. Mi papá, apoyado en el arma, miraba al cielo pidiendo clemencia. // No vi la luz al final del túnel, pero sí tuve una suerte de déjà vu invertido de mí mismo contando esto ahora en el presente. Pienso que si la historia hubiera acabado de otra forma, quizás yo ahora sería una de esas almitas milagreras a las que la gente deja juguetes en los cementerios, y papá estaría celebrando sus bodas de ámbar con los compañeros del penal”.

La ironía suprema y el desapego de esa solemnidad de la querencia (qué vocablo tan fiero y folklórico), logra que el recorrido sea más complejo (porque no hay un ritmo fijo de reportero que hace vigilia afuera del hospital para contabilizar muertos por coronavirus) desde la imposibilidad a la transformación. ¿Qué hacemos con la imposibilidad de salir, de obrar, de besar, de andar? ¿Volver, oooootra vez, a los recuerdos fundacionales y las épicas repetidas? No: en vez de escribirle cartas de amor a la fatalidad, Juan Vilariño escribió los pasajes más delicados (infección, muerte, pobreza, hambre, donación de plasma, soledad e incertidumbre) con la mayor calma posible. Y así están contados: con calma, con dejos de humor teatral y guiños a objetos de culto de los 2000. Aparecen Martín Caparrós (no solo como referencia de esa manera de hacer crónica, casi desapareciendo del primer plano y describiendo la brutalidad del espacio, sino que también aparece en uno de los textos, con un breve pero memorable cameo) y Jesús Terrés. Aparecen Serrat, Hemingway e Idea Vilariño, incluso ésta última citada con un poema más que apropiado para estar entre las páginas de esta colección: “Qué puedo decir / ya / que no haya dicho / qué puedo escribir / ya / que no haya escrito / qué puede decir nadie / que no haya / sido dicho cantado escrito / antes / A callar / A callarse”.

Reconociendo esta premisa de lo minúsculo, lo mínimo e indispensable, Juanito (como le dicen) recorta las frases y se queda con lo único primordial: a pesar de ser crónicas en primera persona -que obviamente parten de la vida real del autor- no nos está apabullando con monólogos internos típicos de quien admira en demasía a Faulkner, sino que deja ver sólo lo importante para que la historia cobre sentido. Un sentido que, al final del libro (las fechas de los aguafuertes no son consecutivas, hay días y hasta semanas entre texto y texto: lo que justamente hace la diferencia con todos esos diarios íntimos cuya escasez de contenido configuraba su secuencia diurna) vuelve a emprender la marcha hacia el adelante. Volver al país es también volver al cuarto de la adolescencia, donde pasó “madrugadas enteras quemándose los ojos y las etapas”. En esa marcha, la escritura no es solamente el medio sino también el cuestionamiento base: publicar o no publicar, el escrutinio culposo eterno cuando estos textos se unen en una única forma. El cierre del libro, el cierre de todas esas viñetas que registran el caos gracioso de un mundo al que se le toma el pulso a cada rato, dice justamente: “Aún así, prefiero seguir esperando a ver qué pasa mañana”.

Aunque las fechas de los textos no son consecutivas ¿hubo algún ejercicio o consigna diaria para ponerte a escribir?

No sé si hubo algún ejercicio o consigna, pero era un poco de lo mismo que hice siempre en las redes: aprovechar ese espacio para hacer un poco de catarsis, atenuado que esta vez estaba sin trabajo (había quedado sin empleo recientemente) y con la incertidumbre de estar lejos y sin saber si iba a poder volver. Pero seguí haciendo lo mismo: soltando texto ahí para, de alguna forma, comprobar que había gente del otro lado y que no estaba tan solo como parecía. A veces para bien, otras en plan de no gustar de la reacción que provocaba (o de que la gente lee como quiere los textos). Era soltar botellas con mensajes al mar de las redes sociales (off the record: al mar de mierda, a veces, que son las redes sociales) y si llegaba una respuesta, genial. Creo, también, que soy alguien muy de las rutinas: por supuesto que no lo hice todos los días, pero levantarme y saber que iba a escribir mi paginita me acomodaba, porque soy muy de procrastinar. Me cuesta mucho sentarme a escribir, y este tipo de publicaciones -que, sin saberlo todavía, iban a quedar con un hilo-  me acomodaba las ideas casi cada día.

¿Qué podés contar acerca de la experiencia de concursar con este libro? Con respecto al armado antes de enviarlo y ser seleccionado después.

Fue muy breve o poca cosa me enteré, porque me avisaron unos días antes de que cierre la fecha para participar y tenía ganas de enviar algo. Lo que hice fue pillar las publicaciones de esta especie de bitácora que había llevado desde Madrid y las pulí un poco: fueron pocos días, dos o tres, los que tuve para darle una forma que sirviera para el concurso. Y ya sé que suena como Miss Venezuela, pero fue una sorpresa cuando me dijeron que les había copado al jurado. Igual es el segundo puesto…

¿Qué lugar ocupa la ficción entre todos esos recuerdos y crónicas de viaje reales? ¿Hay momentos donde se mezclan o es fiel a lo verídico?

La verdad es que en esta oportunidad -sólo en esta- hay muy poco de ficción. Se mezclan recuerdos, por ahí los acomodé un poco por simple gusto o pensando en esa gente invisible que lee en las redes. No había tanta ficción: eran cosas que me iban pasando en la cuarentena, en la que estuve recontra aislado en casa de mi hermano y lejos de la ciudad. Era un poco como un salvavidas. No hay tanta ficción, me parece, con los recuerdos: hay mucho de vocación casi turística de la que me quejo, pero después termino haciéndolo cuando hablo de la ciudad o del centro de Salta. Incluso lo de Martín Caparrós es real, cuando fui a la presentación de su libro y hablé con él. Siempre la estoy flipando y metiendo situaciones estrambóticas, cosas que no estaban ahí para provocar sorpresa o asco o lo que sea que quiera generar, pero esta vez no.

¿Cómo crees que continuará la situación en el mundo sobre este tema? ¿Crees que habrá otra cuarentena sobre la cual escribir?

Qué sé yo… si habrá otra cuarentena yo pienso que sí, por la misma condición masoca del humano que cuando se acostumbra al sufrimiento lo vuelve placer ¿no? Tanto porque es funcional (no quiero que suene conspiranoico pero sí creo que son funcionales las cuarentenas al poder o a algunos poderes) o porque la gente tiene un pequeño fetiche con las cosas que le afectan o con que le ordenen y le peguen. Así que creo que habrá más cuarentena, no es que la esté invocando; pero no será el tema para escribir: creo que se escribirá EN cuarentena pero no SOBRE ella, sería aburridísimo que durante cada una surja una serie de relatos que, supongo, ahora empezarán a brotar como hongos, si no es que ya hay miles de libros, ensayos y ficciones sobre la cuarentena. No sé cómo continuará la situación del mundo: acá es casi normal, salvo que la gente lleva pañal en la cara pero no hay mucho más.

¿Cómo conseguimos el libro?

El libro me lo pueden pedir directamente por Facebook o Instagram y yo se los envío por mail en cualquier formato (pdf,mobi, EPUB). Está la opción de invitar un cafecito: como me querían pagar por el libro y yo no quería venderlo, puse eso como en plan de retribución por el tiempo que llevo dándole al teclado. A cambio de eso, le envío el libro de regalo; y si la persona no quiere invitar un cafecito, me da igual y se lo mando. Efectivamente, no es una compra ni un timo ni un fraude: sólo está la opción. Simplemente hace falta el contacto y yo lo envío a gusto y piacere.

Una respuesta a “Cómo escribir una bitácora y no morir en el intento”

  1. Vero Pérez Díaz dice:

    Muy bueno! Felicitaciones a los dos!!! Es un gran placer leerlos

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