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La vida interesante

Por Priscilla Hill |

Máximo Chehin nació en la provincia de Tucumán, en una ciudad al sur que se llama Aguilares, en 1972. Es ingeniero, cuentista y novelista y vive actualmente en Buenos Aires. Su novela llegó a mí de una forma que menciono en estas líneas porque hay en ella una secuencia de sentidos que nos resultan fundamentales a quienes nos gusta pensar en las literaturas y sus circuitos de legitimidad. Un tío mío nacido en Tucumán y establecido hace veinte años en Buenos Aires, me dijo que tenía repetido un libro “de un chango del interior que dicen que escribe bien. Lo conocí de chico, somos de la misma edad”. No importaban los años que ambos- escritor y lector- llevaran viviendo en Buenos Aires: algo los anclaba a esa experiencia común del exilio, de la pertenencia dual y conflictiva, del ser, del estar y del pertenecer. Mucho de eso se ha dicho en el texto “Tres refutaciones”, de Verónica Juliano, al cual pueden acceder en esta misma página y desde el cual pueden leerse algunas claves para comprender la problemática de la literatura y el origen.

     La vida interesante es una novela corta, de ciento cincuenta y pico de páginas, en las que un narrador en primera persona va tejiendo un entramado donde la vida, con mayúscula, referida por nosotrxs como un conjunto de hechos, experiencias, títulos y resultados finales, está interrumpida por la emergencia de lo verdaderamente importante: la ausencia de sentidos que, en el mejor de los casos, produce una buena obra de literatura y en el peor, un montón de otros conflictos, tan comunes y compartidos por lectores neuróticxs del S XXI. La imagen inaugural de la novela es el llamado de un amigo para comentarle al personaje protagonista la muerte de su padre. Después, dos zonas de la vida que no se presentan, según el propio narrador, de manera casual, sino que se actualizan la una en la otra cuando la sensibilidad humana lo requiere: el velorio y el muerto, ajeno completamente a sus circunstancias, y el amor o el desamor, en su frontera maleable y maldita. Si acaso hay una inquietud transversal en la novela, es la pregunta por la crisis del hecho de vivir, donde los vínculos humanos –por su materialidad o su recuerdo fantasma- nos ubican en sitios en los que a menudo nos desconocemos. A partir del recuerdo adrede idealizado de la relación con Laura – llenaríamos balnearios con las lágrimas derramadas por gente dejada por Lauras en la literatura y el POP musical- el personaje piensa en todo eso que sobre el amor se dice, se oculta, se fosiliza y cuaja en nuestras formas de vincularnos. Lo curioso es que el discurso amoroso está siempre asediado por el recuerdo vivo del padre muerto con el que el protagonista tiene una relación nostálgica, culposa y tendiente a la comparación, en favor del padre, claro está. Hay, entonces, dos niveles semióticos en la construcción de la vida: el del mundo exterior, aburrido y lineal, y definido siempre por otrxs, y el de los restos, improductivos y tortuosos, que nos identifican con las miserias, los miedos y las frustraciones comunes al personaje: 

      Una relación normal (que algunos llamarían armoniosa) es aburridísima, anodina hasta el cansancio. El interés nace del conflicto, de los celos, de lo irracional, es decir, de las fuerzas que conspiran contra la relación. De esto se desprende que el matrimonio, la amistad, el noviazgo no son, por naturaleza, relaciones interesantes y que en consecuencia quien busque la felicidad a través de estas relaciones se condena – de modo inconsciente- a una vida de rutina y tristeza. El vínculo entre padre e hijo es en esencia distinto porque es indisoluble. Esposos y amigos imaginan que tienen una relación más o menos feliz porque saben, en el fondo, que lo suyo es algo efímero; justamente la certeza de tener esa puerta de salida disponible es el material con el que construyen la ilusión de felicidad. Entre padre e hijo, en cambio, hay una tensión constante que jamás se liberará, como un resorte que se comprime indefinidamente. {…} La relación padre- hijo es, en consecuencia, naturalmente interesante (p.94). En este pasaje, el narrador ácido, polémico y renegado, muestra una imagen del mundo vincular que nos interpela desde muchos lugares. El tono en esta novela de Chehin oscila entre la angustia existencial, la nostalgia y la crítica social chocante y, a veces, hilarante. La pregunta por lo interesante o – mejor aún- por el sentido de lo interesante es siempre poliédrica, por ende, fascinante. 

   En términos argumentales, la novela se centra en un hombre joven, cinéfilo y oficinista que trabaja en un lugar con computadoras, un jefe fantasma, una secretaria indiscreta y un montón de archivos en carpetas que nadie lee. El tiempo en esas paredes es tiempo muerto y existe solo como excusa para pensar en el afuera, una ciudad abarrotada de gente indolente y monstruosa. Es, en este punto, evidente la trayectoria periodística de Máximo Chehin que, con una prosa dinámica e ingeniosa, aborda escenarios urbanos que nos recuerdan a las aguafuertes porteñas arltianas, donde la mirada propia y la del padre, y con ella la de una generación que ya no entiende este mundo hostil contemporáneo, nos va trazando en pinceladas la vida en la ciudad que nunca duerme. Ante masas poblacionales en situación de calle, en subtes y paradas de colectivos, mendigando monedas y comida, el narrador recuerda a su padre recetando “trabajo”, como solución a todo: Entiendo que para mi padre el mundo de los despidos masivos y la desocupación debe haber sido sencillamente incomprensible. Frente a esa voz, la suya propia, señalando en realidad lo tramposo de la mirada paterna: el trabajo en empresa es no solo repetitivo sino también anónimo. Entonces si lo rutinario no es interesante, tampoco lo es el trabajo. El empleo es el absoluto de lo no interesante (p.107). Así, las instantáneas de los mapas de Buenos Aires en tensión, del mundo íntimo y caótico y su proyección ficticiamente ordenada para el afuera, el amor y sus retóricas, el deseo, la familia y las genealogías familiares que nos golpean y acarician a la vez, todo, con un estilo cuidado pero irreverente, recorre las páginas de La vida interesante.

    Como cierre, dos autores desde los cuales, quizás, quisiera ser leído Máximo Chehin: Roberto Arlt, el gran periodista del Buenos Aires que se inventó en la prosa y tuvo por fin un lugar en el mundo, allá a principios del S XX y Witold Gombrowicz, que abre la novela con un epígrafe del prefacio a su obra Pornografía y que dice: Creada por la forma, es creada desde el exterior, lo cual vale decir que es inauténtica, deformada. Ser una persona equivale a no ser nunca uno mismo. El ser y el parecer – en sus lógicas de espejo- gravitan, a partir de estas intrigantes palabras del escritor polaco-argentino, en toda La vida interesante. ¿Qué hay de Arlt, además del registro vivaz y voraz de la ciudad y sus vértigos? Un proyecto con un equipo de trabajadores de la India que el protagonista de la historia integra sin haber leído y sin entender bien de qué se trata, pero pensando en él febrilmente, como el maldito Erdosain de Los siete locos. En un intento fallido de registro sobre sus pormenores, el narrador reflexiona sobre el absurdo y escribe- a la manera de diarios de la obsesión y la percepción- disquisiciones como las que ustedes podrían estar teniendo un domingo a las 23.30 hs, cuando la angustia y las ganas de ser otrxs ceden paso a la rutina del lunes prolijito y sus rituales de preparación.

Imagen: La vida interesante de Máximo Chehin, Bajo La Luna Ediciones, 2014.

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