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Sombras del fuego

Sobre Cristal entre las yungas, de Facundo Iñiguez

Por Guillermo Siles |

Pablo Donzelli me encomienda una reseña de Cristal entre las Yungas, segundo libro de Facundo Iñiguez, esta vez editado por La Papa. Por un instante dudo porque no tengo un ejemplar a mano, pero acepto pensando en que dar la bienvenida a un libro de poemas es también un modo de agregar belleza al mundo. Una mañana de sábado el autor me alcanza un ejemplar que me dejará ver el trabajo de  edición. Cuando el libro está por fin entre mis manos me detengo en la imagen de tapa: un conjunto de plantas selváticas en primer plano; atrás unas montañas de colores firmes –marrón, terracota, ocres– y una luna diminuta resplandece en un ángulo de fondo. Facundo observa mis gestos mientras le ofrezco café o agua. Seguimos con los barbijos puestos mientras conversamos sobre literatura y vida: el duelo, los miedos y el trauma que a él le interesa como concepto y tema de su labor profesional. Mientras leo «Obsesiones», el breve poema de Hugo Foguet que dialoga con El hombre de las ratas de Freud, Facundo se quita apenas el barbijo para beber pequeños sorbos de agua. Así discurrimos sobre otras lecturas hasta que se cumple el horario pactado. Cuando él se va pienso: si no me hubiese resistido a leer el pdf, antes del encuentro, podría haberle preguntado acerca de sus poemas y concluyo que, en ocasiones, debería ser más flexible.

Al otro día vuelvo a los poemas, busco indicios hasta capturar ideas del conjunto. A unas vagas impresiones del comienzo le sucedieron el interés creciente y el deseo de escribir la lectura. Cristal entre las yungas, contiene una apertura de prosa, una breve narración sobre el fuego, que es razón y fundamento de este libro. Alguien poseído por una energía arrasadora derriba un bosque, lo convierte en leña encendida y contempla su impetuosa crepitación. A esa fuerza destructora le sigue la regeneración del caos en la palabra, en la percepción de un jinete en sombras que, impulsado por el hastío, comprende que la vida es un velero en el centro /de un océano rabioso y que el tiempo es humo de aquel fuego disipado. La contemplación de la naturaleza se transfigura en paisajes entrañables, sin resabios de regionalismo; así en los refinados versos de «Soplidos de cañaveral» un atardecer de perlas grises parafrasea belleza en la ceniza diseminada de las quemazones.

La poesía de Iñiguez se sustenta en un delicado equilibrio al inscribir el paisaje en la escritura sin negar la tradición, sin atarse al deslumbramiento del verbo, soltando las amarras constantes del deseo situado en el umbral indecidible entre decir y callar. Una permanente contradicción rige las cosas para el sujeto poético dispuesto a no ceder al silencio, a indagar sobre la materia que da origen a los seres y las cosas que habitan el mundo: árboles, piedras, ríos, todo aquello que perdura o se transforma.

Escribir para el poeta –aún en la serie “Cadencias”, de tono más objetivo, con la que finaliza el libro– supone atestiguar vadeando un campo minado sin coordenadas fijas, extasiándose en la introspección, espoleado por la perplejidad o la duda. Toda vez que intenta ir en pos del deseo arriba al punto en donde el verbo se calla y el movimiento se suspende en la pura delectación del presente. Esta oscilación entre decir y no decir conlleva el temor de caer al abismo; sin embargo, aún en esa tensión persiste la percepción serena de la yunga, pero también la del paisaje urbano. Un edificio se figura en un pucará desde donde avistar otras construcciones y seres condenados a sus rutinas diarias hasta que se encienden las luces por la noche como luciérnagas estáticas/ del hormigón. En esta imagen solitaria de ciudad el poeta permanece atento, poniendo en duda la unidad de sí frente al acecho de su propia ajenidad: ese infierno invisible y callado que no cesa. 


Ilustración de tapa: Atardecer en Anta Yacu, de @maximiliano-torres (@maxi.tores88)

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