Por Juan Ángel Cabaleiro |
Abel Novillo lleva escritas, dicen, más de veinte novelas (vayan por delante mis respetos), todas de carácter histórico y regional, que conforman una lírica sinopsis de estos pagos. No sé si todas, pero sí la gran mayoría. Son novelas extrañas, difíciles de calificar. Podríamos decir que son buenas o que son malas por partes iguales, o según el estado de ánimo en el que nos encontremos, según el grado de paternalismo o conmiseración que nos embargue. Es lo que me ha pasado en la elaboración de esta crítica, que he ido redactando en días azarosos, bajo el influjo imprevisible de una cuarentena entre cuyos efectos colaterales se encuentra, precisamente, la idea de leer a Abel Novillo, cosa impensable en circunstancias normales. Hablo de novelas en plural, pero solo he leído una de ellas. Aun así, tengo la firme sensación de que las restantes son casi iguales; no sé por qué se me puso esa idea.
Nada más arrancar la lectura, la primera impresión es la siguiente: Novillo es una fiera del estilo literario, va siempre al galope y a veces se pasa un par de pueblos, pero siempre regresa al suyo a tomarse una caña en la taberna y contemplar por la ventana el tierral que han levantado sus epítetos. Es de esos escritores que escriben demasiado bien, no sé si me explico. Tiene la soltura de cuerpo y el coraje como para usar el vocablo «horrísono», tan autorreferencial, y escribir frases geniales como esta, con la que inicia su obra:
El cielo enfurecido, azabachado, encendía en el firmamento filosas agujetas azules, refulgentes, que por instantes, precedidas de horrísonos bramidos, se multiplicaban miles de veces al rebotar en las quebradas cercanas…
Solo un hombre que ha vendido su alma al Maligno puede escribir así, porque esos dones no los tiene cualquiera ni pueden ser gratuitos. La primera impresión es que estamos ante una prosa que desprende diamantes a su paso, aunque alguno pueda darle en el ojo al lector con cierta violencia. Pero no son más que embelecos, porque al poco trecho el texto pierde fuelle y deriva en un encadenamiento lánguido de topicazos que rememoran el guardapolvo blanco y los sabios consejos que Jacinta Pichimahuida les daba a sus pollitos para que hagan muy bien la redacción en la clase de Lengua. Todo eso para decir, cuarentena mediante, que el estilo es un tanto escolar.
Pero vamos al grano. La novela que comento se titula: La Juana Azurduy. Recrea el personaje en clave de melodrama en el que la vida de una niña huérfana, hija de padres luchadores contra la opresión realista española que acabó por ajusticiarlos, transcurre entre pesadumbres y entregas. El personaje de Juana tiene todas las cualidades morales y espirituales que le pudiéramos atribuir al héroe novelesco más exigente y más vanidoso, y ninguno de sus defectos: es buena, pura, valiente, honesta, abnegada, agradecida y solidaria, todo lo entrega a los demás.
La novela, que se atribuye una tal editorial ALEN, está organizada en dieciocho capítulos breves; los dos primeros se titulan de la siguiente guisa:
- Tras la Tormenta… ¿La calma?
- Corregidores Españoles… ¿Verdugos?
Como muestra basta un botón. Estos dos capítulos iniciales, los que más fervientemente recomiendo, dejarán en el lector la sensación inexplicable de que los restantes van a ser muy parecidos. Sin embargo, la historia avanza, la niña crece y se convierte en mujer, más a fuerza de injusticia y padecimientos que de otra cosa. Quien espere ver a una hembra luchadora, guerrera, peleando al frente de sus tropas y derrotando sable en mano al enemigo, grandes decepciones se llevará. No digo más.
Pero aun así, esta novela, que es excelente y de autor muy meritorio, debería ser leída a fondo por esos escritores tucumanos que se bandean con tanta frecuencia al esnobismo diletante, al rarismo, a la esquizoide lectura de revistas y suplementos literarios porteños, y a la influencia de horrísonas modas lingüísticas. Abel Novillo sería el contrapeso ideal que los pondría en vereda, porque hay en este autor tal concentración de sensatez y medianía, que podría diluirse en un Cadillal de extravagancias y adecentarlas sin problema. Por eso estoy convencido de que la literatura tucumana es tan buena, pero tomada en conjunto, prevista una mezcla que equilibre los sabores.
Pero vayamos a sus páginas y aprendamos a escribir con el maestro. He seleccionado un pasaje, el final del capítulo V. La situación es la siguiente: cuando Juana, novicia rebelde, decide abandonar el convento y se lo comunica a la madre superiora, se produce, en perfecta sintonía con el resto de la novela, una escena a lo Migré, de furibundos volantazos emocionales, que mucho recuerdan a los casos que Freud inventaba para justificar sus teorías sobre la histeria. El capítulo termina, como es lógico, con una referencia a la fotosíntesis:
―Reverenda Madre, le suplico, tranquilícese Ud. Le tengo una buena noticia, no le preocuparé ni le abochornaré más. He decidido dejar el noviciado, volveré a las actividades del campo; creo que desde allí, a mi manera, podré servir al Señor tan bien como lo hace Ud. desde acá.
―¿Pero qué dices? ¡Magdalena incorregible! ¿Quién te crees que eres para determinar lo que crees o no? Ponte inmediatamente la toca, pecadora, vil, y extiende tus manos, necesito ver sangre en ellas, mucha, mucha sangre, que alcance para enjugar tus faltas gravísimas.
―No Madre ud. no me castigará más. He resignado mi carácter ante ud. porque mi fe así me lo exigía; ahora, mi fe en Dios es seguramente mayor, pero le serviré desde afuera, como mujer; deseo tener hijos, marido, quiero todo cuanto desea una mujer, un espejo incluso, para mirar mi rostro, mi cuerpo; el mismo cuerpo que el Señor me diera y que no debe avergonzarme. Adiós, Reverenda Madre, tengo ya todas mis modestas cosas preparadas. Quede ud. con la Santísima Trinidad.
―Pero… pero… ¡Novicia Juana!, tú no puedes irte así, evadiendo el castigo. ¡No te lo permitiré…!
―No Madre, ud. no puede retenerme contra mi voluntad, adiós, y que el Señor se apiade de nosotras dos.
La Reverenda Madre quedó sola en la celda. De pronto, toda la enorme furia que contuviera hasta poco antes, se disipó, trocándose en un sentimiento de profunda ternura, hasta de comprensión.
Mientras veía alejarse por la galería a la humilde Juana, comprendió que al fin, esa muchacha, por cierto llena de valores que ella, por principio de autoridad, no le había podido destacar jamás, en realidad no había nacido para hermana; en efecto, confirmaba lo que en su larga experiencia de monja advirtiera, desde el mismo momento en que Juana ingresara un año atrás. La niña poseía una fuerte vocación de mujer, de madre, de esposa. Sí, ―se dijo a sí misma―, esta muchacha jamás hubiera llegado a profesar.
Cuando Juana lentamente traspuso al fin el enorme portón que separaba el absoluto retiro del convento de la mundanidad exterior, la casi anciana monja se sintió invadida de una sensación de alivio, o quizá, de un gran descargo en su conciencia.
El sol brillante del mediodía refulgía en infinitos colores entre las madreselvas, los geranios, las begonias y las tupidas hortensias, que poblaban los cuidados canteros del patio central del convento de Santa Teresa que, aprovechando la torridez de enero y sus largas luces, practicaban el misterio insondable de sus fotosíntesis.
Todo un asunto es, en la novela, la cuestión del habla popular y su representación literaria, tan enjundioso desafío para los escritores, en especial los de estos pagos, que pocos modelos tienen a donde aferrarse. Hay algunos textos en los que Borges hace hablar cautelosamente a un compadrito, pero un norteño no es lo mismo, y se corre el riesgo de que el diálogo suene a joda, a tomadura de pelo, a discriminación, incluso. Abel Novillo arremete a lo macho con el asunto y opta por la escuela soviética del literalismo transcriptivo, con tantos adeptos vernáculos. El que sigue es un ejemplo de cuando Juana regresa a la casa después de la huida del convento, y la reciben los peones:
―¡Niñita, cómo si ha venío di’ a pie!. ¡Tanta lejanía, Dios santo!.
―Ma ve, alcancenmelé una hamaquita más cómoda que esos pellones viejos, ¡qué jorobar!.
―Mi niña, yo le vua prepará ya mesmo, unos tamalecito con carnecita de cabro tierno.
Crítica
Una de las peculiaridades más notables del trabajo de don Abel es que, en una novela histórica bien documentada, que trata, como es natural, de hechos y personajes reales, logra que la narración resulte inverosímil, lo que constituye, si no un mérito al uso, al menos todo un hallazgo literario y un tratamiento originalísimo del género. Otro tanto puede decirse del manejo intenso y continuado de la intriga en la obra, ya que el lector sensato, que no puede creer nunca que la vida de Juana Azurduy fuera realmente así, como se nos cuenta, se pregunta por la verdadera biografía interior de la mujer, por sus motivaciones y deleites, por el soplo íntimo de su inteligencia y coraje; y ese interrogante lo carcome hasta el final, donde no hallará respuesta. Se establece así un auténtico juego de espejos con el paradigma literario, con las odiadas convenciones sobre lo bueno y lo bello que tiranizan desde siempre el gusto, y que el autor dinamita en cada página.
A semejanza de Carlos Argentino Daneri, el personaje de Borges que pretendía registrar en un poema toda la inmensa geografía del mundo, Abel Novillo intenta documentar en sus novelas toda nuestra historia, bajo el tamiz edulcorado y pirrónico de su pluma. Plan ambicioso y loable que debería entusiasmar a sus comprovincianos, tan amantes de antihéroes y causas perdidas.
Pero don Abel, como cisne negro de la literatura tucumana, no se deja ver por el mundillo literario, y ni falta que le hace. Tiene su público, me han dicho. Y un público vale más que un corrillo de literatos.
En síntesis: vale la pena acercarse a sus libros ―aunque con precaución― y conocer su obra.

Buenos Aires, 1969. Es Licenciado en Filosofía por la UNT. Como escritor, ha obtenido numerosos premios nacionales e internacionales, entre ellos el Premio Adolfo Bioy Casares a su libro Cuentos de las dos orillas, el Premio Internacional de novela corta «Giralda» por su obra La vida bochornosa del Negro Carrizo, y el Premio Francisco García Pavón de Narrativa Policíaca por El secreto de la Quebradita. Obtuvo el Premio Municipal de Literatura de San Miguel de Tucumán y el Premio Nacional de Cuentos del Bicentenario. Es autor, además, de las novelas El caso Dorindo (2016), El viaje a Walden (2017), La verdad sobre el caso de R. C. (2017), Masacre en Lastenia (2019), y del libro de relatos Cómo me hice un asesino y otros cuentos (2017).
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