Por Guadalupe Valdez Fenik |
I.
Cuando era chica, subíamos con la familia seguido a la montaña. Yo me mareaba en cada viaje. Ahora, mientras el colectivo zigzaguea por el camino montañoso, siento exactamente el mismo malestar que sentía entonces, como si algo del lugar me rechazara profundamente.
Claudia me pregunta si quiero un mate, intento distraerme con su conversación.
-¿A qué vas a Tafí nena, paseo?
¿A qué voy? Ya es marzo. Debería haber vuelto a Buenos Aires, pero no tenía ganas. Aproveché la invitación de Sofía para postergar la vuelta. Le pregunto a qué sube ella.
-La verdad, a disfrutar de la montaña.
Me sorprende mucho su respuesta, no me imaginaba que era el tipo de persona que podría decir algo tan profundo.
-Voy sola porque nadie quiso acompañarme, y traigo para leer, qué se yo, me alcanza.
Pienso que cuando sea vieja me gustaría ser como ella, perderme en las montañas con libros, en vez de maternar nietos y marido. Mi vieja no soporta a Claudia, por eso, no la vemos nunca en las reuniones familiares. Mi vieja no subiría sola a la montaña.
Cuando llegamos a la terminal nos despedimos. Entro al kiosco a comprar cigarros, pero no venden. Pregunto a la mina que atiende, dónde tomar el colectivo para ir al Palenque, y si hay otro kiosco cerca para comprar puchos. Sonríe quizás burlándose de mi ingenuidad.
Camino hacia la parada, solo llevo una mochila con poca ropa, y un par de libros. Tengo un jean suelto y un top y hace frío. Quiero prender un cigarro para la espera, tanto quiero que hasta hago el gesto de buscar en los bolsillos.
II.
Sofía me espera en la parada, tiene el pelo suelto y mojado, a su lado un perro petiso. Me cuenta que desde que vino, la sigue a todos lados. La imagen de los dos delante de la piedra es hermosa. Es temprano, pero ya hay sol. Subimos por un camino angosto, la luz tibia sobre las montañas. La casa de Sofía está al fondo de un pasillo de varias casas, frente a un campo amplio. El padre se la regaló, no tiene ni treinta y ya tiene una casa la infeliz.
Nos sentamos en el pasto, pone un mantel y trae una bandeja con mate, pan y salame. El perro se sienta con nosotras, pero no roba, tiene la sabiduría del silencio de ahí, o la sumisión. La casa de Sofía está lejos de la villa.
Creo que tenemos la misma idea del tiempo: no existe perderlo. Hablamos de nuestros proyectos, le cuento de la novela que estoy escribiendo sobre Tucumán, del taller, de la maestría. Me escucha con atención de diosa diaguita mientras ceba mate. Ella me cuenta de las reuniones del foro de filosofía latinoamericana que coordina, de los textos de Mariátegui que está leyendo. Es como si habláramos de nuestros hijxs, nos entendemos. El mantel se llena de libros y cuadernos, el sol comienza a sentirse más fuerte.
-Ya tendríamos que abrir un vino -dice.
-Birra ni por casualidad ya, ¿cómo cambiamos no?
-Y sí, ni hablamos tanto de vagos -dice y me río.
Saco de la mochila un vino, sabía que en el almacén sólo conseguiríamos Dama Juana o vino en caja.
-¿Y Juan? ¿No va a subir? -le pregunto.
-No, está en la ciudad laburando.
Sé lo que significa ese silencio, Sofía prende un cigarro, la conozco hace demasiado, cambia de tema: – ¿Y cuándo vas a volver a Buenos Aires?
Le digo que no sé. Prendo un cigarro yo también.
-¿Vamos a cocinar?
III.
-Che Manuel dice si queremos que traiga algo.
-Un vino y unos puchos ¿no?-dice mientras pone reggaetón (el eclecticismo la caracteriza) se mueve lento y con una tranquilidad que le envidio.
Corto las verduras en rodajas, y prendo otro cigarro, un poco frenética, con un apuro que no coincide con el ambiente. Por la ventana de la cocina la inmensidad verde. El perro se fue, porque aquí, son del valle, no de las casas.
-Qué buena vida que tenés aquí, yo tampoco querría volver…
-La verdad que sí- dice mientras tira las verduras en una olla -vos sabés cómo me cuesta vivir en el tiempo de los demás.
Camino hasta la ruta para buscar a Manuel que está perdido. Tal vez no fue buena idea invitarlo. Me arrepiento. No nos conocemos mucho, desde que estoy en Tucumán sólo nos vimos un par de veces. Lo conocí por unos amigos en común, como se conoce a la gente aquí.
Me da gracia que se haya bajado de la camioneta a esperarme, es un gesto antiguo, como su camisa a rayas, pero tierno. Atravesamos el camino de tierra. Le pregunto cómo le fue en el laburo, me agradece por haberlo invitado y termina nuestra conversación. Pone cara de concentrado mientras estaciona,y yo me bajo de la camioneta rápido.
Sofía pone la mesa en la galería, los presento y me meto en la cocina buscando refugio, no sé para qué lo invité, me siento incómoda y no sé de qué hablar. Vuelvo con las copas y el vino en una bandeja. Están conversando lo más bien. Manuel le cuenta que es ingeniero agrónomo y trabaja en Tafí la mitad de la semana. Me dijo que se sentía solo, creo que por eso lo invité. Hablan de gente del pueblo que no conozco, por suerte, está Sofía, para mediar. La conversación mundana me cuesta. Los ojos verdes de Manuel son impresionantes. Habla poco. Más habla Sofía, y cada tanto, digo algo yo.
Voy hasta la cocina a sacar del horno unas empanadas que trajo, comienzo a relajarme por el efecto del vino. Está fresco en la sombra y el cielo muy limpio. No hay más ruidos que los de nuestras voces y algunos pájaros.
Sofía también está un poco machada, me doy cuenta porque se ríe mucho cuando digo algo y se toca el pelo negro todo el tiempo. El saco caído de un lado deja al descubierto el hombro con tatuajes de plumas de lechuza. Manuel la mira muy sutilmente, y me mira a mí. Se incomoda cuando lo miro, busca la copa.
-¿Han visto que hay un puma suelto en la villa? -dice- Está defensa civil, los bomberos, la policía, todos.
-¿En serio? Ni nos enteramos- dice Sofía.
De repente, me da tristeza la imagen del puma perdido. Dando vueltas sin encontrar su lugar.
-Y sí, ellos son de la montaña y hay que hacerlo volver. No sé en qué habrá quedado la cosa, yo justo me he venido para aquí… seguían buscándolo…
Se queda callado de nuevo, siento que él también está afectado.
IV.
Cuando terminamos de comer, pongo un tema de Bandalos chinos.
-Esa es música de porteños -dice Sofía riéndose.
-¿Te parece?
-Sí, de porteños que viven solos en departamentos- dice y prende un porro. Me convida, le ofrezco a Manuel, pero no fuma.
Él nos mira atento, y se ríe de las boludeces que hablamos, parece entretenido, pero no dice nada.
Le sirvo más vino a Sofía y nos ponemos a bailar en la galería. Bailamos bien cerca y nos miramos. Cada tanto lo miro a él, que está sentado en la silla, con la copa en la mano, sin intenciones de levantarse. Dejo a Sofía bailando sola, y me siento encima de Manuel. Parece incomodarse, pero no me importa, quiero ver qué hace. No dice nada, sólo pone su brazo rodeando mi cintura, y me pide un pucho. Agarro uno y se lo pongo en la boca. Lo miro, tiene una belleza increíble de la que no parece ser consciente. Gira la cabeza para soltar el humo. Le saco el pucho de las manos, hago una seca y se lo devuelvo. Cuando lo apaga me da un beso.
Después de un rato, Sofía pone un tema de Shakira que rompe el ambiente. Manuel se va al baño, yo me acerco a ella. Ciega sordomuda, una gran canción, casi icónica de nuestra amistad. Le sirvo más vino. Me acerco un poco más a ella, cantamos a los gritos y saltamos hasta que nos quedamos sin aire. Le brillan la piel y los ojos. Manuel nos mira desde afuera, se acerca para pedirnos una seca de porro, casi me había olvidado de que estaba ahí. Él no baila, y menos Shakira, pero no quiere quedarse afuera, se para contra el pilar de la galería que es el punto medio entre estar y no estar. Un gato gris sale de la nada, Sofía intenta tocarlo, pero sale corriendo.
Me acerco a él, aunque lo que quisiera en realidad es darle un beso a Sofía. Ahora suena un tema de Rodrigo. Le doy la mano como para hacerlo dar una vuelta, no sé de dónde me sale tanta iniciativa. Él se incomoda creo, porque me suelta el brazo, y después me hace dar una vuelta a mí, como para compensar su masculinidad amenazada.
Sofía baila eufórica y se acerca a nosotros. Pero hay demasiada luz… Manuel la mira, creo que también le gusta. Perreamos un reggaetón viejo y decadente. Él prende un cigarro y se sienta en una silla, de nuevo distante. Volvemos a la mesa, como al principio, pero ahora acercamos las sillas a él. Me sirvo agua. No hablamos. Miro a Sofía, me acerco a ella y le acaricio el brazo. Ella también se acerca. Manuel se levanta de golpe.
-Me voy.
Lo acompaño hasta la camioneta. Quisiera decirle que se quede, en cambio, digo:
-Ojalá puedan ayudar a volver al puma.
-Ojalá- dice. Me da un beso y se va.
Vuelvo a la galería, volvió el perro petiso, ahora echado sobre un trapo en la puerta de entrada de la casa. Sofía está sentada en el borde de la galería con las piernas colgando. Me siento al lado, me abraza. Prende un pucho y fuma, la mirada perdida en las montañas.
Imagen: Henri Rousseau, El sueño
Nació en Tucumán en 1992. Es licenciada en Filosofía y becaria doctoral del CONICET. Investiga la obra de la escritora Elvira Orphée. Cursa la maestría en Estudios literarios de la UBA y el doctorado en Ciencias Sociales de IDES-UNGS. Drogas y un libro de poesía a la moda es su primer libro.
Bello relato, Guada
Muy bueno,me encantan los cuentos…!!!