Sobre El infierno perfecto, de Víctor Hugo Cortés (La Papa Editorial, 2024)
Por Pablo Campos |
¿Puede un infierno -o bien la representación de esa milenaria y atemporal residencia del mal (el infierno)- ser perfecto? El sí o el no que responda la pregunta contendrá, seguramente, algún rodeo suspicaz en torno a la idea de perfección. Divertimento crítico que dejo en manos de los lectores y lectoras, tal contraste en el título funciona como efectiva incitación a la lectura. Recomiendo no pasar por alto la provocación de ese ingenioso par de palabras: Infierno perfecto, y sin más entrar en la novela debut de Víctor Hugo Cortés.
Nombres y apellidos
No es poca la cantidad de personajes que puebla la extensión de esta novela. Avanza, ágil, la lectura y antes de que sus ramificaciones crezcan, tendremos claridad acerca de quiénes son los y las protagonistas, quiénes son -por decirlo así- las voces solistas y cuál es su incidencia en el concierto total. Martín Olmos, legislador y candidato a gobernador, su esposa Lucrecia Anchorena y su hermana Victoria. Esos nombres bastarán para sostener una historia que contendrá otras que, también, contendrán otras. Un crimen menor -el robo de una cartera- derivará en un asesinato. Pero no la ridícula muerte sino ese robo y sus impredecibles consecuencias, serán lo que encienda la acción o, mejor decir, las acciones interminablemente viles que se encadenarán de capítulo en capítulo. Las turbias peripecias de un hampa que atraviesa clases sociales, no darán tregua, y abundará la violencia física y verbal. Pero en medio de esa abundancia atroz Cortés introduce, como atenuándolo todo, o acentuándolo (elija cada quién) dos elementos clave.
El primero de estos factores podría denominarse la materia Tucumán, ficción construida a partir de elementos espaciales (geográficos) o temporales (históricos) extraídos de la cantera de la realidad. Hechos acontecidos a lo largo del siglo pasado, frescos aun en la memoria social, más otros que se remontan a un borroso siglo XIX, son revisitados por una voz que los escribe, es decir, los ficcionaliza.
“Esta mañana el sol del otoño se asoma tibio por entre los edificios del microcentro tucumano”: una imagen basta para hacernos saber, desde el principio, que Tucumán estará presente en las páginas de El infierno perfecto. Pero hay diversas maneras de ubicar geográficamente un relato. Cortés conoce estas variables espaciales y las despliega en el plano de su San Miguel de Tucumán. Algunas de estas coordenadas son explícitas, remiten a lugares exactos, y se escriben con letra inicial mayúscula (nombres de calles, parques, edificios emblemáticos, etc.). Estas menciones directas nos sitúan en una ciudad que los lectores podemos identificar con facilidad, lugares por donde vamos y venimos en el ajetreo cotidiano. En ese sentido el realismo escénico lo enmarca todo: contenido en ese mapa, es tejido con minucia cada vericueto de la ficción. Pero también en ese denodado realismo asoma y luego se impone el reflejo (subrayo: el reflejo) de una fisonomía terrible y a la vez hermosa llamada Tucumán.
Otras marcas identificatorias, más sutiles, no tienen que ver con lo urbano/concreto sino con lo invisible: con el lenguaje, o más exactamente, con el habla. Un preciso ejemplo de esto último (entre muchos otros) es el uso del sustantivo gacetero. El autor no opta por el nombre canillita ni diariero (a saber, palabra casi impronunciable). Elige decir gacetero, tal como suele ser nombrado en Tucumán el que ejerce el oficio de vendedor de diarios. Esa temprana seña (aparece en el primer capítulo de la novela) sugiere (repito: sugiere) la localía de un narrador que va a contar una historia desde un lugar al que lingüísticamente parece pertenecer.
El segundo elemento que balancea la abyección de los acontecimientos es la entrada de personajes que ostentan una historia de por sí interesante, rostros dignos de un cuento dedicado sólo a ellos. Sin embargo, sabemos que esas fichas están ahí por algún motivo, momentáneamente en espera, y que en cualquier momento serán movidas en el tablero del narrador. Por caso, la funcionalidad cotidiana, vivida a repetición por Gervasio y su madre Ofelia nos impresiona como un sello indeleble, nos enternece y nos ahoga por momentos. Gervasio, sea o no sea luego fundamental en el relato, no será fácil de olvidar aunque las páginas corran y parezca que su silueta se ha esfumado:
“Gervasio baja las escaleras de dos en dos peldaños, en un juego que repite todos los días. Tiene indescifrables cincuenta y tres años y padece retraso madurativo (…). Saluda a un par de vecinos que, condescendientes, le devuelven la cortesía y minutos después empuja la puerta de madera y vidrio de la panadería clásica y barrial de Rómulo Artigas. (…). Así todos los días desde que tiene memoria”.
Francisco Desantis, pura invención, es un personaje a destacar. Este jubilado de 75 años presenta dos características: sufre alucinaciones y es víctima de la burocracia cotidiana de la administración pública. La continuidad es plena entre las imágenes que aparecen en la cabeza de ese hombre exasperado y los hechos que le toca vivir. En ese contraste especular el hilo del relato, lejos de complicarse, avanza sin obstáculos. Notable maniobra narrativa del autor.
Varios personajes de existencia real son traídos, de una manera u otra, a la novela: la escultora Lola Mora, Julio Argentino Roca, Benjamín Matienzo, el santo popular Andrés Bazán Frías, el bandolero/benefactor Segundo David Peralta (alias Mate Cosido), Eduardo Perrone, el escritor/leyenda urbana que en las décadas de 1970 y 1980 fue best-seller a nivel nacional, la cantante Glaldys, la Bomba Tucumana, el bizarro payaso Tapalín.
¡Acción!
Considero dificultoso narrar secuencias de acción que retengan la atención lectora. Cortés para nada tiene tal problema. A través de una sucesión de imágenes visuales y auditivas, el autor compone cuadros de corte hollywoodense en los que no faltan disparos de armas de fuego de un automóvil a otro en medio de una larga persecución en el microcentro tucumano. Las dosis de adrenalina en este largo pasaje no dan respiro, combo de velocidad y suspenso que será resuelto con ingenio en los últimos párrafos de ese sub-capítulo.
Inocencia
Es imposible omitir la potencia descriptiva (dolorosa, realista, de registro “documental” casi) que contienen las páginas tituladas Los chicos de la droga. Suele ocurrir que ciertos personajes “de reparto -o secundarios”, aparecen ya capturados por una dimensión trágica que burla los moldes de lo socialmente correcto. Es el caso de Tincho, Campanita y Surubí: vidas tomadas desde temprano por la tragedia, como si en sus historias la desgracia fuera una especie de a priori. Conmueve cómo tanto desamparo cotidiano es conjurado por la vitalidad de esos niños que sueñan en grande (qué es la inocencia, tendremos que preguntarnos) mientras sobreviven -como pueden, como han aprendido- en las calles.
Vuelta
Al comienzo de esta reseña hice referencia a las ideas de infierno y de perfección, y supuse que este cruce de imágenes no podría dejar indiferente al lector atento. El autor mantiene silencio al respecto hasta el Epílogo, donde ofrece algunas claves sobre el raro carácter infernal de ese lugar llamado Tucumán. Aquí se refiere a Mariano Augier (periodista de Buenos Aires) y a sus observaciones:
“Desde su primer viaje a la provincia ha podido vislumbrar lo sulfuroso de las relaciones humanas, del infamante trato de la calle, de la oprobiosa conducta de los guardianes del orden. Ha sido coimeado, maltratado, vilipendiado, censurado y amenazado por conocidos y desconocidos».
“No entiende cómo en esa comarca tan diminuta puede convivir tanto talento con tanta pobreza; tanta belleza con tanta violencia; tanta historia con tanta desidia; tanta generosidad con tanta maldad. Tanto de lo bueno con tanto de lo malo”.
Des-entrañar
Ante la contundencia de una frase del tipo: “Decapitar es un modo de apropiarse del enemigo derrotado sin tener que cargar con todo el cuerpo”, podríamos pensar que estamos frente a la apoteosis del crimen. Sin embargo, la mayor brutalidad llega con la resolución de los momentos previos a la masacre. Es allí, en la exhibición de esa nefasta trama donde el mal brilla en su más negra oscuridad. En los tres últimos capítulos, Cortés termina de dar forma a un rompecabezas que fue pacientemente diseñado, página tras página, y en ese acto final nos desconcierta, para nuestra felicidad lectora.
El infierno perfecto está escrito con admirable agilidad. Finalizada su lectura no quedan hilos sueltos o preguntas sin resolver. A no ser que éstas se refieran a la indeseable condición del criminal, o en última instancia, a la complejidad de las imponderables conductas humanas.
Estudiante moroso de la carrera de filosofía en la UNT. Integra el Dpto. de Artes Visuales y Literatura de la Dirección de Cultura de la Municipalidad de S. M. de Tucumán.