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ISSN 2684-0626

 

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«está comprobado que una comunidad que apoya su literatura tira menos papeles en el piso»

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Bar Iluminado (1993-1999)

Por Eduardo Robino|

Mi relación con la escritura en Tucumán comenzó una mañana de febrero de 1993, cuando entré al pasillo de la, entonces, Escuela Superior de Psicología.El edificio –con marcas aún de lo que era: un viejo hospital- comienza al finalizar el Parque 9 de Julio, y su frente puede mirarse desde la Facultad de Educación Física. Entré al pasillo ancho, de baldosas desgastadas por el uso, aún con casi todas las luces apagadas. Eran las 7 de la mañana y debía llegar al curso de introducción a la vida universitaria.

A las 7 y 10 aún estaba sólo, con la excepción del Bar de la Facultad que estaba abriendo y que, luego supe, era el centro exacto de un hervidero de conexiones entre saberes, misticismos, intrigas políticas y palaciegas, humoradas y que, al día de hoy, no tuvo su Discépolo que le haga un homenaje. Cuando entraba al Bar, ya que era lo único vivo en ese espacio que parecía  desierto, escuché unos pasos apurados, muy apurados, y giré hacia ellos: una chica  rubia, con las mejillas coloradas, se dirigía hacia donde yo estaba.

:-Hola. ¿Sos de Psicología? ¿Sabés donde son las clases? –

:-Hola. No.

:-Eran a las 7.

:-Sí, pero no hay nadie.

:- Me fijo si está en los papeles. – Busca en un bolso. Encuentra una hoja –la misma que tenía yo-, la lee, y de repente su cara entera enrojece.

:-Era a las 9.

:- Creo que no, a las 7.

Me alcanza el papel y sí, efectivamente decía: “9 hs”.

:- Nos equivocamos .- Me dice, subrayando lo obvio.

:- Nos equivocamos- subrayé otra vez. Y luego de un par de segundos compartiendo un gesto de perplejidad, se me ocurrió decir:  –¿Vamos a tomar un café?

Y así comenzó una amistad, que aún continúa, con Sylvina Bach.En esos tiempos yo sabía que quería escribir. Ella escribía, escribía mucho y, por lejos, mucho más que yo. Pero aún no sabía, no sentía, que la poesía la había atrapado.En esos tiempos hacía poemas breves y frescos, luminosos, vitales –tan distintos a la oscuridad que yo cultivaba en mi huerto con un espantapájaros de Poe-, que tenían la cualidad de un viaje a lo profundo de un mar en el que entraban los rayos solares. Sigo encontrando lo mismo en la poesía de Sylvina, creo que es constitutivo a quien ella es.

Durante los años de Facultad, en ese Bar iluminado, que compartíamos con Filosofía, con Letras, con Historia, conocí a muchos escritores y poetas a quienes admiro y estimo profundamente.

Fue en el ´95 dónde sentí que lo que escribía valía –aunque nunca había dejado de hacerlo-. Gané el primer premio de la Sociedad Sarmiento y el primer premio en los Juegos Florales de Tafí Viejo. Esa nueva seguridad, creo, posibilitó mucho de lo que vendría después.

En mi departamento de General Paz al 800, en el que había elegido no tener televisión, ni teléfono –no quería controles familiares-, sí tenía un hermoso equipo de música encendido todo el día. Vivía solo, y la radio es buena compañera. Había un programa que escuchaba mucho, que me encantaba. Lo pasaban en Radio Universidad, y se llamaba “La Rumba del Doctor No”. Hablaban muchísimo sobre comics, sobre ciencia ficción, sobre películas. Los comics no eran historietas, sino una posible visión del mundo que podía traer, en los comentarios sobre superhéroes, una reflexión a lo Ciorán, a lo Foucault, a lo Freud, todos ellos enharinados e hilarantes.

Fue de nuevo en el Bar, mientras esperaba un capuchino, que escuché detrás de mí la voz que escuchaba en la radio. Inmediatamente pregunté a quien estaba, como yo, esperando, si él era el del programa. Sí era. No descansé hasta ser parte de ese equipo: me ocupé de comentar y reseñar comic erótico (Manara, Altuna, O´Keef, Maitena, etc, etc). Y la generosidad de Pedro Arturo Gómez, su inteligencia profunda e irónica, su humor exquisito y contagioso, son y seguirán siendo una usina de felicidad en esos años. Pedro hoy es uno de los críticos de cine y de cultura popular más agudos e ingeniosos que tiene este país.

En el programa, como comentarista polémico, algo amargo y brillante, estaba también Ricardo Gandolfo, quien era mi profesor en la Facultad y, además,  poeta. En esos años había leído un poema de él sobre Mafalda, el personaje de Quino, que me había parecido extraordinario. Durante muchos años fue lo único que leí de él. Aún no me lo explico: quizás fue para evitar neuróticamente ubicarlo en un podio, acrecentar una distancia basada en el respeto por su conocimiento y su saber, sentirlo inalcanzable, y que eso no me permitiese tener con él la cierta comodidad que había alcanzado a lograr. Ahí me di cuenta que la admiración por alguien puede cohibir, desacelerar la mente, incomodar un buen momento. Con los años, por supuesto lo leí, y reencontré encantado un poeta que puedo posicionar en lo que Santiago Sylvester, y otros, ubican en la “Poesía de Pensamiento”. Una poesía no lírica, no elegíaca, poco emocional, ligada a entender el mundo y al hombre entre las cosas, relacionada siempre con una nueva perspectiva, con aquello que Roberto Juarroz ubica como propio de la poesía: una “explosión de sentido dentro del lenguaje”.

En el bar, ya no recuerdo cómo, conocí a Alfredo Intersimone, Fredy, con quien nos hicimos muy amigos. Era un escritor de cuentos nato. En ese tiempo, hacía algunos artículos para la Gaceta –creo-, y que no transaba con absolutamente nada que no le gustara, al punto de malograr una entrevista con Eduardo Galeano, por no investigar algo sobre la vida de alguien cuya escritura no le interesaba para nada. Era absolutamente intransigente,  con una ética posicionada en una estética particular y subjetiva, completa y totalmente alejada de las modas—tanto intelectuales como de las otras-. Ahora, como profesor de Español en una universidad de Texas, me lo imagino igual, aunque hace mucho no nos vemos. 

Cuando Pedro Arturo Gómez obtuvo una beca de doctorado en México, con dos chicos sostuvimos un año más el programa, con una impronta más geek, que no terminó de funcionar. Al año siguiente, ya en el 97, propuse, junto a Fredy, ocupar ese espacio con un programa sobre libros y literatura. La idea nació en el fértil Bar,como no podía ser de otro modo, y al programa se sumaron Carolina Sánchez, de Letras, y Fernando Álvarez, quien estudiaba filosofía y era periodista. A veces se sumó al programa Gabriela Palazzo, quien daba, en ese entonces, un toque académico y datos más contundentes y precisos. Posteriormente, se sumó Leila Gómez, también de Letras, y que hoy en Colorado se dedica a enseñar e investigar la literatura de viajeros en América. Fue por ella que abruptamente “El Golem” terminó, aunque sin culpa de su parte: provocó al aire un ataque de risa en Fredy y en mí, que no pudimos controlar, y el hecho de meternos bajo la mesa del estudio de grabación para intentar ahogar el sonido no ayudó para nada: fue nafta premium para el descontrol. Era un programa sobre la poesía afroamericana en América, y Leila había llevado un poema de Nicolás Guillén, que todos pensábamos era “Balada para los dos abuelos”, pero no. Llevó “Digo que no soy un hombre puro”, un poema excelente, pero para el que no estábamos preparados y que,  leído por su voz femenina y dulce, provocó combustión instantánea:

“…la pureza del virgo nonagenario.

La pureza de los novios que se masturban

en vez de acostarse juntos en una posada.

La pureza de los colegios de internado, donde

abre sus flores de semen provisional

la fauna pederasta…”

No sabíamos que el director de la radio era fan de nuestro programa, y que el tema de ese día le parecía interesante. Interesante y serio. Y nuestras risas atacadas no cayeron del todo bien: David Lagmánovich nos sugirió enfática y definitivamente no regresar la semana siguiente. Fueron dos años extraordinarios entre la Generación Beat, Bukowski, la poesía y la novela del exilio latinoamericano, Piglia, Borges, Fontanarrosa; y entre literatura, mates y vino ordinario, la edad más divertida e impune de la vida.

Otra vez Fredy cayó con un profe de la Facultad, con quien luego algunas veces nos juntamos. Un tipo inteligente, rapidísimo para encontrar el humor en todo, que sabía mucho de psicoanálisis y letras. Lo conocía ya que era uno de los profesores de Deontología Profesional –Ética- en la ya Facultad de Psicología: Manuel Martínez Novillo. En todas las veces que nos juntamos para cenar o para salir nunca me dijo que escribía poesía, nunca lo dije yo. Años después lo descubrí como un gran poeta. Su poesía me pareció buenísima: oscura, con clima de policial negro y pintura de Edward Hopper. Uno de los imprescindibles de Tucumán.

En oleadas, el Bar fue dejando en la playa a muchos otros escritores a quienes conocí, sin llegar a convertirme en amigo: Sebastián Nofal, a quien recuerdo siempre Rimbaud joven, sobretodo largo, fumando. En mis primeros años en Tucumán, ya supe que escribía poesía. Su libro “Líneas de Huída” lo leí entre los pasillos. Luego, publicó “TeluzFeulá”, junto a Horacio Ligoule, y lo recuerdo como un evento de esos años. También con Pablo Donzelli compartimos el espacio y la iluminación entre dharmática y nac&pop del bar. Un infaltable en esos años, talentosísimo, era Bruno Ternavasio. Bruno era y es un fotógrafo tremendo, y un hombre que disfruta tanto de la literatura como de fabricar comentarios irónicos, tanto de los ácidos como de los otros. Podía ser tanto un dandy como un EgonSchiele, tanto un Bacon como un Diógenes de la imagen.

En marzo del 99, con el anuncio de final de siglo, egresé, y volví a Salta. Nunca he dejado de volver a Tucumán, ya desde otro lado. Conocí a nuevas personas, frecuenté las letras de otro modo: no tanto como un curioso, sino con interés de estar y de saber. Algunos de quienes estuvieron en esos años continúan en mi vida cotidiana, otros aparecen como viejos amigos –nunca como fantasmas-.Cuando llego a Tucumán me gusta imaginar que me encontraré con alguien al dar vuelta la esquina de la 25 o en la Plaza san Martín; al pasar por El Empuje o en El Griego y, a veces, sucede. Hay cosas que forman parte del Siglo XX, y no me daré el lujo de perder: hay pocas cosas tan felices como un café sin preaviso.

Me dijeron algunos colegas más jóvenes que el Bar iluminado ya no es lo que era, que todo es distinto. Menos mal. Lo que no cambia muere.

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