Por Javier Nadal Testa
No todas las personas existen más allá de sí mismos. No cualquiera es retratado en una canción. Solo algunos, quienes lo dicen todo solamente con su paso por el mundo. Esta es la historia de una de esas personas.
En el 2016 visité por primera Chile. Había ido con mi amigo Maximiliano en una hazaña precisa y exclusiva a un solo lugar, la Misión de San Juan de la Costa, 30 kilómetros al noroeste de la ciudad de Osorno, a la altura del cruce por Bariloche.
Ahí se encontraba la casa materna de uno de los amigos más importantes que hice en mi vida, tan importante como la extensión de su nombre completo: Dalmiro Osvaldo Guarda Bañares. Compañero de la Facultad de Bellas Artes en La Plata desde los inicios del cursado allá por el 2010, también vecino, consejero, comensal de los domingos de familias no consanguíneas y el más contundente compañero de un desarraigo compartido. Es que a veces nos sentíamos igual de extranjeros en el Río de La Plata. Tucumano y Osornino, los locales no nos entendían la totalidad de nuestras palabras, no conocían nuestras comidas y les parecían a veces igual de extraños algunos aspectos de nuestras realidades, enormemente distintas entre sí de todos modos. Hasta llegamos alguna vez a divertirnos con eso, e inventar palabras aplicándoles significados inexistentes solamente para reírnos del enorme asombro que tenían a veces los porteños por lo “exótico” y de la rapidez con la que incorporan algunas palabras a su vocabulario, como cansados o aburridos de sus propios modos de nombrar al mundo.
El motor de la visita era poder conocer al menos un poco más. Ya no eran suficientes las historias de las cabalgatas familiares a algún paraje lejano, las expediciones por el camino macheteado hasta la escuela, las fotos de una casa levantada a callo y pulmón o el trabajo de su padre en el surco, a lomo de buey en pleno siglo XXI. Ni el aroma diferido de las comidas hechas con sus animales muertos por sus manos y las verduras de una huerta por hectárea, que viajaba escondida en la valija de su madre en alguna esperada visita.
Y llegué en el día y hora indicadas, precisamente a la apertura del 48° Festival de Folclor Campensino, la festividad musical más grande y convocante de la Región de los Lagos y de todo el sur chileno. Ese día mi amigo cantaba en el escenario mayor, participando en la competencia de composición de canciones. Ahí estábamos todos: la familia cercana, nosotros los amigos y su compañera Mary, que era la joven zapatera más acudida de todo Osorno, era un ejemplo claro de cómo las ansias de andar y la incansable búsqueda del siguiente paso te define la vocación a veces de la la manera más literal.
La canción elegida para la contienda artística se llama “Viejo costeño”, un homenaje y celebración de la vida de su padre, “El Nono” Guarda, conocido por todos en la región de Los Lagos. Una persona que tiene en las grietas de sus manos la tierra, en sus espaldas la musculatura de sus animales, en sus pasos la parsimonia de quien ya lo ha pisado todo, y cuyos rasgos pertenecen a un hombre que ha vivido muchas más vidas que las que nos cuenta el calendario. Persona que elegía con mucha precisión los momentos para expresarse en palabras, y cuya manera de verbalizar era prácticamente inentendible, en la cual el dialecto sureño y la cerradez y profundidad del campo dejaban algunos pocos sustantivos a la luz, los cuales intentaba unir por contexto o con el socorro de algún subtítulo que ni sus propios hijos eran capaces de elaborar siempre. Solo su esposa, Betty Bañares, quien llevaba más de treinta años caminando a su lado, podía descifrar con fluidez sus palabras.
“Tu corazón, ay sí, recompensado / tú serás por las vidas que has regalado / semilla y grano, / es mi tremendo orgullo ser hijo tuyo”. Es el cierre de la cueca chilena que no habla solamente de su padre, sino que habla de todo trabajador del surco que da la vida por su tierra; y al que ésta, a su vez, se la devuelve. Homenajeado por la sensibilidad de un hijo que conoce, sabe y obra también el oficio, pero que decidió que su vida debía volcarse principalmente al arte.
Dalmiro finalmente perdió ese concurso. Y en el festival, quienes estábamos a su vuelta intentaríamos acompañar a la manera que cada uno tenía a mano, un brindis por la derrota, o tal vez por la victoria de haber puesto el cuerpo y la voz en un homenaje tan sensible ante la masividad, de una manera tan profunda y digna del orgullo más grande de cualquiera.
Entre todas las personas reunidas alrededor del cantor, yo miraba al homenajeado, su padre, intentando en silencio pedir prestado un segundo, una mano, una mirada o un espacio del tiempo para actuar. Yo leía en su gesto una congoja que tal vez era como me la imaginaba, o solamente se me confundía con una mirada de cejas contraídas, reunidas al medio y subiendo hacia arriba de su frente.
Recién hacia el final del día, cuando todos nos íbamos hacia la camioneta para volver al campo, ví a Dalmiro adelantarse de la procesión, apropiarse de sus pasos para estar solo un momento. Unos segundos más tarde su papá aceleraba el paso y lograría finalmente acercarse. Luego de compartir el silencio en unos metros, logró inclinarse muy levemente sobre él tras dejar en su hombro un mínimo instante de palabras, una palmada y siguió camino. Yo, que había estado pendiente de toda la situación a la espera de ese intercambio y enormemente movilizado por la idea que me había hecho acerca de los sentimientos que podían expresarse, quedé completamente sorprendido por la insoportable brevedad del intercambio.
Ya de vuelta en el campo, de noche, nos reunimos en el asador. Allá los asadores son una casilla entera de madera con un pozo en el medio para la leña y donde se atraviesa un palo de lado a lado con carne, y la gente se turna para ir girando la cocción. Cuando al fin podemos encontrarnos solos logro preguntar lo que me había estado martillando el cerebro durante toda la tarde:
—Por favor contame qué te dijo tu viejo.
—Caballo canchero me dijo —responde Dalmiro mientras ordenaba por tercera vez unos troncos.
La verdad para mi eso era exactamente lo mismo que nada.
—Bueno, pero, a ver culiao, contame qué significa —le insistí.
—El caballo canchero es el caballo de la cancha, de las carreras. No importa si gana o si pierde, el vive de eso, su trabajo es correr todos los días.
Y ahí fue que de repente reviví una enorme secuencia de momentos que encajaban como piezas de un rompecabezas que había estado yo acumulando todos esos años. El kilómetro y medio de sendero macheteado por la mano de un niño para llegar a la escuela en mejor tiempo; la propia parada de bus que construyó en su adolescencia para esperar la micro y así no mojarse en los domingos lluviosos, cuando se iba toda la semana al liceo donde vivía y estudiaba; su búsqueda desesperada en internet de algún lugar en donde estudiar nuestra música latinoamericana, la noche en la cual terminó de dimensionar que la deuda de su familia con el nefasto y excluyente sistema educativo chileno estaba hundiéndose más allá del fondo.
Al volver de ese viaje empecé a escribir la canción. Una cueca con aire argentino y propio, en la cual entre tantísimos juegos de palabras y melodías, intenté sintetizar el orgullo de conocer y poder haber aprendido tanto de mi amigo. Tardé casi dos años en terminarla, fue publicada en mi segundo disco, Equipaje, el cual fue motivo de una gira por muchos lugares de Argentina, México y mismo Chile, y esta es una historia que cuento siempre. Finalmente se la regalé en el día en el que emprendía su vuelta a casa, llevándose bajo el brazo, entre tantísimas otras cosas, un título universitario de Profesor en Música Popular, de la Universidad Nacional de La Plata, el cual lo habilitó para dar sus primeras clases en la escuela pública, muy cerca de su casa, en Bahía Mansa, un pueblo Mapuche lafkenche.
Nada menos que un prócer para mí. Y si algo aprendí en la escuela es que los próceres, por sus hazañas incansables de lucha en la vida y perseverancia en el camino, merecen un himno.
Caballo canchero
(https://www.youtube.com/watch?v=6DIOD3TX-9s)
Yo conozco tu arraigo, hermano,
yo que he visto el sendero
que has hecho de niño, hermano,
puedo ver el paso primero.
Yo conozco al caballo canchero,
yo que entiendo tu verso
al galope del tiempo, hermano,
puedo ver la rienda en el viento.
Yo conozco tu arraigo, hermano,
yo que he visto el sendero
que has hecho de niño, hermano,
puedo ver el paso primero.
Yo conozco al caballo canchero,
yo que entiendo tu verso
al galope del tiempo, hermano,
puedo ver la rienda en el viento.
Aire darás
al aire sembrarás
tu cielo verás
al suelo cantar.
Yo conozco tu exilio, hermano,
yo que entiendo los vientos
que en serio te mueven, hermano,
puedo ver el cruce primero.
Yo conozco al caballo canchero,
yo que sé que no hay cerco
que frene tu aliento, hermano,
puedo ser tu voz en el viento.
Aire darás al aire
sembrarás tu cielo
verás al suelo cantar.
Links
Spotify: https://open.spotify.com/artist/7k0KCp502DAIwvmnZFX1eU
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Músico argentino, de San Miguel de Tucumán. Productor, compositor, arreglador, guitarrista y cantante. Se graduó como Licenciado en Música Popular en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Plata, donde vivió diez años formándose y volvió a Tucumán en 2019 para trabajar como productor musical.Cuenta con dos discos editados, «Mirada primera” (2017) y «Equipaje» (2018), los cuales ha presentados en México, Chile y varias ciudades de la Argentina. Actualmente se encuentra próximo a lanzar su nuevo disco «Amaneciente», grabado en México en 2018 con músicos oriundos.
Que hermoso y muy linda istoria de mi primo Nono y mi sobrino dalmiro felicidades