Por Santiago Garmendia |
El verano tucumano es casi imposible de justificar. No es inexplicable, está muy clara la forma en que los conocimientos coherentes y contundentes de la meteorología nos explican cómo es que se cruzan variables para dar con nuestro clima. Es un tema de porqué, no de cómo. Intenté dar la latitud y altitud de nuestra provincia, apelar a isobaras e isotérmicas, a un pobre comprovinciano que tiene que atravesar una larga peatonal en la siesta estival, esquivando carteles de “Estamos cada vez mejor. Intendencia Dr. Pallana. Sale el sol”.
Leibniz intentó una teodicea que salve la bondad absoluta del creador, dar una respuesta al mal en el mundo, entre los que se encuentra sin dudas la sensación térmica tucumana. Su respuesta fue muy ingeniosa: este mundo es mejor que uno sin mal, porque los alivios son posibles por los padecimientos. Jorge Luis Borges lo formula con belleza e inteligencia en su canto a Montevideo: «Mi corazón resbala por tu tarde / como el cansancio por la piedad de un declive».
Un tucumano enamorado podría decir, perdón mi torpe verso: «Descanso en tu mirada / Ana querida / como perro callejero a la siesta / en la galería Rose Marie».
Quizá la galería Rose Marie no alcanza para justificar moralmente nuestro suplicio térmico ni el declive paga la agonía de la subida, pero necesitamos creer que hay una lira que sube y baja.
El verano tucumano tiene en su noche tardía algún intento de recompensa. Habrá sido el primer sábado de febrero cuando hizo uno de los esfuerzos más lindos, porque una luna naranja, un enorme zapallo calabaza se prendió en el sureste. A la piedad del descenso térmico se sumaba esa vista anticipada por Van Gogh. Se sabe que no duran mucho esos globos. No pude evitar decirme que tenía que mostrar ese espectáculo a mis hijos. A los minutos estaba en casa, pero se me pasó, hablé con los chicos, alcé a la bebé, jugamos. La luna se me pasó, y cuando la recordé me agarré la cabeza. Seguro que estaba ya chiquita con luz de heladera. Me preguntaron que me pasaba y a riesgo de quedar como un imbécil les hablé de la experiencia lunar, y ya que estaba la agrandé, le puse más color rojo al satélite y más azul al contexto, sin asco le agregué enormes cráteres, alisé los mares que para entonces eran de pimentón de tanto colorado.
Me escucharon en silencio, y Francisco, como buen sotreta, condensó el escepticismo familiar en la frase genial que compensaba todo: “!Che, pá, entonces lo que va a ser el sol mañana!”.
Fotografía: Diego Aráoz
Es doctor en Filosofía, docente e investigador de Filosofía del Lenguaje en la Universidad Nacional de Tucumán y la Universidad Nacional de Salta. Integra el colectivo “Dudas Razonables”, desde el cual se producen contenidos de radio, teatro y talleres de Filosofía. Su primera obra de ficción fue la novela La religión de los dioses (Culiquitaca, 2015). Publicó Mal de muchos (y otros cuentos de libros) (Lago Editora, 2016). Nació en 1976 en San Miguel Tucumán, ciudad en la que reside.