Por Martín Aguierrez |
¿Cómo aproximarnos al abismo y no sentir su hueco atravesándonos? ¿Cómo asirlo con las palabras cuando ellas también son una forma del vértigo? Al momento de releer los doce relatos que integran Comer en familia estas dos preguntas punzaron amenazantes frente a las páginas del libro. Efectivamente, la escritura de Daniel pone al lector en una zona de inestabilidad en la que el gesto recurrente y despiadado es el de perseguir una sombra. “Una sola sombra larga” como la que persigue el poeta colombiano José Asunción Silva, “esbelta y ágil / fina y lánguida”. Una estela de mujeres, sombras femeninas que arrastran en su deambular el horror al vacío, el miedo a no poder apresar lo que se desvanece, liviano y esbelto. Los cuentos de Comer en familia ponen el dedo en la llaga porque sus múltiples narradores se enfrentan a mujeres-espectros con prontuarios de fuga y con pasados terribles de abandono. Y allí ellos, en ese desierto, juegan al amor, al erotismo, a la posesión, al recuerdo, a la estabilidad familiar, a la costumbre, juegos crueles que se parecen al acto absurdo de ponerle nombre a una sombra.
El abismo late en los textos y adopta diversas formas una y otra vez en las tramas. Alicia, Julieta, Natalya, Agustina, Laura, Emma Bovary son las metáforas del todo insondable, no importa cómo se llaman. El primer precipicio es el del nombre: “Alicia es todas las Alicias, y todas las familias de Alicia”; a las sombras que construye Daniel en los cuentos les aterra atarse a las palabras y precisamente -he aquí la paradoja- los textos son redes de palabras gastadas que intentan aproximarse a esas vidas en fuga constante. El abismo se ensancha. Palabras con agujeros como las que concibe la literatura no permiten subsanar la presencia del vacío. Dice el narrador de “Intersticios donde se encuentran los desconocidos y los conocidos también”:
«vos te das vuelta y me das la espalda, porque te gusta que te abracen de espalda y te digan que el tiempo es esto y que esto no va a pasar nunca y que los dos somos parte de una novela, de esas europeas que terminan de una forma u otra y dejarnos de hacer tanto problema por el futuro y esas cosas inútiles, porque es mejor vivir una novela que la vida misma que se rebalsa en la cocina cuando hierve el café y le tengo que poner un poco de agua fría para que no te haga mal».
Entonces la literatura se convierte también en un modo de escribir el vértigo. La ficción colabora en esa imposibilidad de que el amor se concrete en algo fijo, estable; de que el recuerdo se cristalice en un paisaje nostálgico o de que la muerte se concrete en cementerio y cajón cerrado. Los textos de Daniel hacen estallar cualquier tipo de seguridad sobre el amor, la muerte, los recuerdos, la intimidad, la sexualidad, la rutina. Al diablo con todo eso. Lo que se nos muestra es el reverso de los espejos; amores en tránsito, saliendo, quedándose, entrando, volviendo a salir; rutinas asesinas como consecuencia del estancamiento de vidas grises; hombres viudos o arrepentidos convocando amores mediante el recuerdo; situaciones en la que se afronta la muerte insoportable acudiendo a fragmentos del pasado para armar una guarida ante el dolor; personajes que quedan hechizados por el tiempo; dejan de usar reloj y -así y todo- el tiempo les pesa una eternidad: “Te repetís, al compás del péndulo que te escarba la cabeza, ella podía ser feliz, y vos no la dejaste, ella podía ser feliz” exclama uno de los personajes perturbados del cuento “Circunstancias”.
En esa maraña de relatos, se gesta la incomodidad como efecto de lectura. No hay nada más incómodo que la creación literaria: abre huecos, crea grietas insalvables, cuestiona e interpela la realidad de los lectores. Daniel hace uso de esa incomodidad e intercambia historias que son sólo boletos de ida; nada de completar el cospel con lo que falta y cerrar el círculo de la costumbre. No. Acostumbrarse es una forma de opresión, es un modo de no hacerse cargo de la libertad plena. Se come en familia para perpetuar el rito y repetirlo hasta el hartazgo. El cuento homónimo al título del libro convierte la comida familiar (tradición impuesta si las hay) en rito de sacrificio. La costumbre fagocita a todos los miembros de la familia, incluso a quienes viene de visita. No hay escapatoria; todos están condenados a la seguridad de la mesa familiar. El cuento, los cuentos de Daniel, se mueven en esas zonas del vértigo, puentes sin red en la que los trapecistas juegan a la muerte.
Repito. Creo que la apuesta de Comer en familia es por la inestabilidad, una inestabilidad que se traduce en abismos y que amontona bombas en las vigas de los edificios más sólidos que conocemos. Dice uno de los narradores de Daniel: “es un abismo que va creciendo como un fuego, que repele, que contamina. Yo lo hago, contamino las cosas, las que toco, las que digo, a vos mismo ahora te contamino, ¿no te das cuenta?”. Entonces, siguiendo esta lógica contagiosa del abismo, creo que no es casual que la colección de Falta Envido se inaugure con este libro de cuentos. Incluso creo que aventurarse con una editorial en el contexto político y económico actual es una forma del abismo y la incomodidad. El hecho de sumar nuevas voces desde la literatura para que circule la palabra literaria dice de un posicionamiento claro frente a un modelo político actual que desfinancia, coloniza, fija y menosprecia la creación artística.
Los cuentos de Comer en familia se aventuran a seguir enredando el ovillo. Necesitan de lectores que acompañen colectivamente este libro de pasajes, transiciones y recambios. Celebro la magia de la literatura y celebro que nuevos lectores se encuentren con los textos de Daniel. Incompletas, abiertas, las tramas de Comer en familia exigen lectores que abran, cierren y vuelvan a abrir el círculo del amor, la muerte, el tiempo, la rutina. Sólo me queda invitarlos a encontrarse y desencontrarse con sus páginas. Perderse es muy posible, ahí creo que reside el desafío.
Martín Aguierrez (San Salvador de Jujuy, 1987) es Licenciado de Letras por la Universidad Nacional de Tucumán y Becario Doctoral del CONICET. Forma parte del colectivo Chubascos, grupo creativo que coordina encuentros y talleres de lectura. Publicó Palimpsesto profano: la escritura de Washington Cucurto (IIELA-Facultad de Filosofía y Letras de la UNT) en el año 2016 y artículos académicos en revistas de especialidad tanto del país como del exterior. Asimismo, ha prologado libros de poesía y narrativa de autores tucumanos.