Por Maira Rivainera |
Aby Warburg inventó una manera de medir el tiempo más allá de la genealogía iconológica, abriendo una posibilidad de hacerse alguna noción de cómo este transcurría en las sociedades observando de las imágenes el uso de gestos. Nos es familiar la costumbre de caracterizar a alguien conocido según un rasgo que lo definiría, también como sociedades producimos signos a partir de las prácticas a que nos dedicamos, formas de pensar transparentadas en hábitos poco revisados, a partir del momento en que les tomamos por naturales. Medir el paso del tiempo en el modelo de la fórmula del pathos implica un movimiento de 180° que invierte del signo su valencia. Se trata en ese pathos de elementos en decantación tomados por la actividad de personas que se dedican a producir bienes culturales u objetos útiles para alguien diferente de sí mismo.
Si dijera rápidamente una fotógrafa es siempre un artista, no quedaría más para discutir, se pasaría por alto lo fundamental: las decisiones que ella haya tomado al momento de disparar. En la muestra a la que me referiré, gente ha estado en un momento no planificado, en el lugar preciso sin azar, deliberadamente a la espera de lo inevitable. Fotografías que descubren el juicio de quien ha decidido participar del instante, una lente atenta al objetivo que cristalice el móvil personal que le ha convencido de estar en un evento abierto. No digo que al momento de disparar la cámara se hubiera estado reflexionando la utilidad de apropiarse de una escena, se llama práctica política justamente, a un hacer devenido pulso vital del cuerpo. Fotografías dando cuenta de un presente pero también de quién mira. Pañuelos blancos, verdes, corporalidades de pie en la calle y agentes del orden armado. Escenas que retratan una fuerza vuelta contra sí misma, si fuera cierto como se supone, quienes en la sociedad portan armas han sido preparados para la seguridad de civiles; tienen menos que ver con una voluntad de composición renacentista que con un conocido proceder de quienes detentan la autoridad, de reducir a un potencial insumiso.
En el tercer panel del tríptico de Paolo Uccello, La batalla de San Romano, se halla pintado un Bernardino della Ciarda (sienés) arrojado de la silla de su caballo rodeado de tres jinetes en pie, a la derecha abajo otro caído también. Me interesa poner de relieve la desproporción de fuerzas en esa pintura de 1400, en relación con una escena análoga seiscientos años después, donde uniformados con chaleco, casco, escudo y armas, rodean a uno en campera, gorra y zapatillas de espaldas y cabeza contra el suelo, en alto las piernas; exactamente cuando impacta el cuerpo en el asfalto, en posición de balanceo para preservar algo de control en una situación donde está entre tres yendo a su encuentro, dos en retirada y un civil de pie que se acerca, de espaldas este en el cuadro de la fotografía hacia la derecha. No tendremos la secuencia de la segunda en su siendo pero, si sometiera esta homologación al modelo warburguiano, quedaría demostrado que hay rasgos de las sociedades abstraídos del idilio de progreso; en ambas imágenes se encuentra fuerzas en oposición, la desproporción de una sobre otra y el dato de la traición en el seno de una de ellas en favor del avasallamiento de la propia organización de defensa.
Al momento de confrontar con la imagen, contra la evidencia de que sea posible leer la reedición de prácticas antiquísimas en vestiduras contemporáneas, la mirada pareciera algo que se construye. El problema es que nadie debería estar obligado a saber cómo funciona una pathosformel para tornar los estratos de una imagen legibles.
En conversación con la curaduría de Derechos humanos: una cuestión permanente, las fotografías fueron seleccionadas según un criterio que hace de la imagen en relación a la cuestión derechos humanos, un pequeño artefacto que nos expulsa de la secuencia temporal del fotograma a la realidad del presente. Por lo general, aunque una fotografía muestre un cuadro, si permaneciera una observando no demoraría en presentarse el movimiento bajo la modalidad de imaginería del antes y después del pestañeo de la lente; lo que es diferente de ese movimiento es cuando el punto de fuga resulta ser quien mira, el punto de fuga como el lugar desde donde se presenciará innúmeras veces el cuadro. En una primera capa de legibilidad, se puede contar los ojos que sostienen la lente al ser enfocados pero pasado el momento de verdad de haber sido, ese lente representa todos los demás que transitaremos por ahí a configurar el vaivén entre el retrato como lo anterior y ese fuera-del-pasado o ulterior llamado ahora.
En un escaleno, la niña de sequía y polvo, sus pies sobre la cima de la sombra de un árbol, a sus espaldas hecha de perfecta simetría una equis de senderos marcados por huellas que dejan pasos y ruedas. Un día soleado, a la distancia casas, entre las manos partido un cítrico, fruta exótica para la aridez de ese suelo. La niña mira hacia el interior de la lente, esta pestañea y tenemos la suspensión en el pelo llevado en dirección del viento. Mechón ingrávido en contraste al peso de la mirada sosteniendo al cañón que dispara en afán de tomar la imagen, azabache destellante imperturbable, enraizado en la tierra como cimiento, plano que no se deja atravesar. La composición explica, la niña ocupa el lugar de lo que hace figura, el triángulo de fondo tiene en el lado más lejano desde donde lo vemos: los senderos, su base. El cuerpo de la infancia estaría en el vértice orientado hacia arriba, es posible corroborarlo también, si se atiende el árbol indica en su sombra que estira las ramas hacia ella. El rostro terso y sin mueca mas no inexpresivo, espejado continente de un par de islas, al descubierto ellas pese a la inundación, testimonio allí de que antes el territorio hubo sido distinto. Es el instante en que la fotografía nos atraviesa, mirada que exhala una pregunta sorda, silencio vertido por los detalles de una genética arcaica, el paisaje inhóspito y ningún rastro en su espontaneidad de esa azúcar con que nos figuramos toda niñez.
Otra sensación de atemporalidad de ser mirada hay en el retrato de la reina drag, con un gesto de las manos dirige la atención a su presencia. Virgen de bronce y flamas, una corona de flores e irradiación divina en una provincia donde la vocación de fe se usa para segregar de la circulación diurna lo que no sea anatomía revestida de genitalidad. Hay aquí una delicada ironía, una portación de símbolos reservados a quienes forman parte de una mayoría de las apariencias, aquí el montaje de una identidad como revestimiento del cuerpo toma la práctica de las máscaras para cambiar la valencia de su uso, el montaje de este retrato en lugar de ocultar: descubre. Cuando ella mira la lente, diferente a la niña, nos deja pasar. Invita a explorar las capas de la escena, a la izquierda una mujer trajeada de joyería indicando esas zonas que desabrigadas, harían desnudez de aquellos atributos secundarios portados por unas mientras otras, convocando a la ilusión del ojo, pintan.
De ninguna fotografía es posible cuestionar la destreza en su realización pero vale aclarar, para abarcar la técnica desde un lugar diferente a la producción masiva de datos, el virtuosismo en ítems formales resulta aunque notorio, insuficiente. Los objetos para esta muestra fueron seleccionados pensando en fragmentos cercanos en tiempo y cotidianidad, que dieran cuenta de una política ciudadana orientada en derechos humanos. No incurriría en excesos si dijera que no todo lo que de la realidad se transforma en dato digital visual constituye una imagen. El criterio fundamental es la composición, no de la escena o experticia en el uso de la herramienta sino de un vórtice que haga girar los elementos de un tiempo tal que el producto derive en una afectación al momento de estar ante ella, la imagen. Por ejemplo la fotografía de pañuelos verdes en los puños; vemos ese símbolo que es lo verde siendo agitado, no hay rostros aunque sí cuerpos separados unos de otros y congregados recortados en un fondo celeste; el celeste evoca uno de los términos en la lucha por la legalización de derechos para anatomías gestantes, hay un uso del color que da cuenta de las condiciones en que existió esa discusión, juegos de contraste entre arriba y abajo, lo inalcanzable y lo terreno, instrumentalización de la estética en pos de habilitar diferentes niveles de lectura consonantes, redundando en aclarar el blanco al que apunta de este modo la imagen.
El criterio curatorial ha sido la composición entendida, no como constelación de aspectos formales y contenido narrativo sino, ellos mismos reflejándose con un resultado que hace de la imagen algo refractario, en tanto lo que ella es habrá de buscarse en una aprehensión de las relaciones en que han sido dispuestos tales elementos, bien diferenciados pero no pertenecientes a esferas dislocadas una de otra. Al punto que podría decirse, el criterio parece haber sido una homologación entre composición e imagen, en cuyo horizonte se vislumbra el espejismo del concepto. Espejismo porque se encontrará ahí en la distancia en un desierto solamente cuando el que confronta su existencia a la fotografía se halle sediento, es decir cuando cifre en esa concreción visual una historia del presente; decir el concepto de esta manera no remite a aprendizaje alguno, un concepto de este tipo implica el efecto de la idea sobre los cuerpos cuando las acciones que estos ejecutan resultan en posibilidad única de comunicar aquella.
Cuando Didi-Huberman toma el paradigma de sublevación en el Sonderkommando de los campos del exterminio nazi, encuentra el gesto en ese intervalo entre el horror de sí ante los otros y la propia muerte donde la mirada es sostenida por algo que se configura como dignidad humana. Piénsese en la situación de esta vida, un Caronte condenado también él a muerte, asume la potencia de un deseo indestructible de reinventar las esperanzas políticas para los tiempos que vendrán. Podemos decir que se trata de un testimonio sobre el mal pero, una imagen que no se agota en documentar, su intencionalidad ha de buscarse en el anhelo de un mundo otro, la convicción que lleva a un sin futuro a poner en entredicho, entre paréntesis, la realidad que le circunda, la que le da muerte. ¿Qué hay de este lugar en la fotografía a un yaciente en su cofre de madera, rodeado de máscaras vivas de la tragedia en el teatro griego?
No es descabellado deducir que se trate de un evento de disparos que las más de las veces se perpetúan impunes por tratarse de un ejecutor cuyo privilegio es hacer de juez y parte en la superestructura de la justicia. He llegado a preguntarme cuándo la despedida última toma las dimensiones de lo público, cuándo la muerte pasa al dominio de lo que no puede ser mantenido en la esfera de lo privado. Una imagen estremecedora, cómo puede alguien atreverse a contemplar tal escena. Podría imputársele a Javier Corbalán un vicio necrófilo, excepto porque la imagen es presentada en una escala de grises; el aglutinamiento de las personas alrededor de un paño blanco transmite la opresión del ambiente, la asfixia en un cubículo estrecho, más allá un techo de chapa, el sofoque de los cuerpos aquí, el cuerpo tendido en descanso en tensión simétrica con los otros, en posición vertical estos inclinados en levedad hacia adelante bosquejando un ángulo tendiente a cerrar lo abierto que hace ese paño cuando no del todo envuelve lo intemporal. Si, en cambio, atendemos a los brazos tendidos sobre quien ha sido perdido, se contornea una espiral concéntrica, él está en el interior del torbellino que cohesiona, a la vez es quien delimita la punta de una daga por herir esa superficie sombreada y de reflejos. Al fondo en la habitación contigua una lámpara de pared, es el punto por donde la imagen respira. Esa bombilla será un pequeño orificio de aire y de vuelta a la escena, recorriendo ahora los destellos en el pelo de las mujeres, el blanco en la cabeza de un hombre, al que también le brillan las venas en un par de manos aferradas al raso que arropará la eternidad al resguardo de metal, madera y estaño. Hernán Ulm dixit, más allá de lo que el contenido sea, muestra a través del juego de claroscuros una cierta ontología ética; el contraste aplicado a la escena propone al experimentador de la imagen la posibilidad de acceder al área de lo tolerable y lo inaceptable, no porque retrate el bien y el mal sino por cuanto la técnica deviene ética en esa decisión de vaciar de distracciones como el color a la imagen para dejar aparecer el dolor. Es el momento en que se convierte la fotografía en una afirmación ética.
Podría ir al lugar edulcorado de la retórica y decir que se trata de fotografías-escena donde la realidad supera al genio creador y dispone los elementos del mundo tal, que hay un lindo cuadro a cada paso para quien se detenga a mirar; lo que no haré por una razón simple, la misma razón por la que no llamo a estas fotógrafas y fotógrafos artistas sino escultores. Las fotografías son de una calidad indiscutible, en lo que se le puede pedir de técnica, parámetros generalizados como uso de la luz, encuadre, etcétera. Entiendo que si algo debe elogiarse, lo primero es la actualización que realizan entre una lucha de al menos 45 años en nuestro país por los derechos humanos, en el magma de los refinados procedimientos que la organización del poder tiene de corroerlos. Escultores porque resta el problema de la mirada, qué sucede cuando ese oasis del concepto que sostiene la imagen como un lenguaje más allá del discurso proferido, en un diálogo de hechos contemporáneos en relación a una secuencia de hechos pretéritos y futuros deseados, no se cristaliza. Dígase así: cuando la imagen no mira, cuando no nos interpela. Encuentro que esta muestra tiene que ver con la construcción de esa mirada, lo encuentro en la palabra permanente, no como presente continuo, más bien cual púlsar. Una estrella lejana que arrojando su luz intermitente reeditaría en cada destello una memoria de lo vivido a partir, no de levantar la vista a lo inaccesible en su busca sino, de emitir señales cual faro hacia las corporalidades en disputa contra la noche cada vez cuando subrepticiamente esta amenaza multiforme con avanzar sobre los límites de la dignidad.
Las imágenes están montadas unas en otras, recorrer los pasillos entre ellas confiere de espesor al tiempo y a la práctica hoy exportada a cualquier libertad, de fulgurar las calles. Connota una aspiración a tallar presente en la hipótesis de contar con quienes se animen a recorrerlas cual ángel benjaminiano, alas extendidas arrastrado de las ruinas por esa fuerza de arrancar pisos que también tiene el huracán del progreso, clavada la mirada en el pasado. El montaje de la muestra pareciera estar pensado para tomar por estructuras del conocimiento el uso de la técnica. Ejemplo. Paisajes en transparencia, superposición de planos, la geografía de la situación es el Apagón de Ledesma, de fondo un cañaveral y en transparencia pañuelos blancos. Lo común del símbolo es que estén en la plaza, la curaduría explica que a partir de la extrañeza ante un fondo que no sería el típico al que vinculamos la lucha de Madres y Abuelas, se retrata el gesto de territorializar la tradición del no a los sometimientos a que obliga el poder. La imagen vehiculizaría esa desterritorialización del símbolo a partir de la cual se vincula la práctica de los pañuelos blancos a lo próximo, lo cercano.
Una sensación de la que no sabría decir si el color hace sangre, lo blanco sucio fantasma o hueso, contornos difusos y formas ajenas, viene puesta entre las otras a figurar aquello para lo que no contamos con representación si no hemos sido en la propia carne bocado de torturas y vejaciones del valor de la propia vida, testigos de la inteligencia mal intencionada, que también es humana.
Resulta cuanto menos reconfortante, en esta ciudad mejor conocida por sus personajes nefastos y caracterizada por conservadurismos, se modelen lugares de legitimación para lo que no es parte de aquella identidad turística con la que se lucra. De las instituciones preferentemente se duda que cumplan la función de sostener una sociedad para la mayoría, mas en un mundo improbable de ideal, al menos será alentador el pasivo en los haberes empiece por distribuirse. Sospéchese, estemos quizá en el suceder de un matiz del ritmo entre el caído a la derecha en La Batalla de San Romano y el civil de pie aproximándose al reducido en el interior del cerco de uniformados.
Salta nunca ha sido solamente de gauchos a caballo. Inaugura esta muestra un retrato de Teresa Leonardi Herrán, su persona condensa lo que es hacer de una vida trinchera contra los que renacen para matar del todo al que no muere/ al que morir no puede.
Fotografía: Florencia Arias.
El presente texto escrito por Maira Rivainera es a propósito de la muestra “Derechos humanos: una cuestión permanente”, organizada por el Instituto de Investigaciones en Cultura y Arte – IICA, la Maestría en DDHH del Dpto. de Posgrado Facultad de Humanidades (Universidad Nacional de Salta), expuesta en el Museo Histórico de la UNSa. Curada por Hernán Ulm en diálogo con Hernán Sosa. Fotografías de: Marcelo Abud, Florencia Arias, Javier Corbalán, Beatriz Juárez, Víctor Notarfrancesco, Isidoro Zang. Abril 2021.
Maira Rivainera ha publicado Cielo, verde, agua (Gerania Editora, 2019) La realidad es más intangible (poemario formato digital, Edición de autor, 2020. Disponible en Tiendita de lapapa.online) y Hacer nada (letradecarta, 2022). Hace letradecarta.blogspot.com (blog de poemas).