Selección a cargo de Marcelo Martino |
El cañaveral es un paisaje atravesado, atropellado, avasallado por la Historia. Los juegos de la política y los de la muerte han sabido decidir sobre esas vidas atadas a los tallos de las cañas, mezclada su sangre con el jugo dulce y meloso. La riqueza del cañaveral, y la de sus dueños, se mide en hectáreas y toneladas de azúcar, pero también en leyendas sobre seres del más allá, leyendas que, sembradas en tierra fértil, brotan de entre los surcos y entre ellos permanecen. El cañaveral está atravesado por historia y por sombras. Que sirva como testimonio este cuento de María Gabriela De Boeck, incluido en su libro Cuentos del cañaveral (Ediciones del Parque, 2015), que será reeditado próximamente con el título de Cuentos del cañaveral misterioso.
La ofrenda
-Ha llegado la hora de que veás qué podemos hacer por el campo. Los animales no son un problema, mientras no nos falten las fuerzas para encauzarles el agua del pozo, pero las cañas no van a brotar si no llueve urgente. Los camiones de riego, ni ofreciéndoles todo el oro del mundo, quieren venir por culpa de estos caminos malditos. ¡Es cuestión de días para perderlo todo!
Después de anunciar la inminente sentencia que pendía sobre su campos, Don Eugenio Luna hizo sonar el mate que le servía Lastenia, su mujer desde hacía treinta años, y se quedó callado y alerta, como quien espera el retorno de un boomerang, con la vista fija en las tierras que parecían una alfombra interminable de polvo suelto, no tanto por la oscura fascinación del paisaje sino para evitar esa mirada con que ella era capaz de condenar implacablemente o de permitir husmear por segundos en el paraíso. Nunca se lo había mostrado pero le temía, quizá porque Lastenia era la curandera del pueblo.
-¿Querés en serio que nos arriesguemos? Sabés bien que si hago algo por nosotros nos va a costar. Esto es así y no hay vueltas. Yo también lo había pensado pero tengo miedo de perder – Lastenia calculaba el peso de cada una de sus palabras. No estaba acostumbrada a equivocarse.
El diálogo entró entonces en una nebulosa de silencio, donde el recuerdo se abrió paso a manotadas para traerle a ella la imagen remota del día que cumplió los quince años, cuando su abuelo le dijo que había llegado la hora de que tomara su lugar y sus poderes para ayudar a la gente y ella, joven y enamorada, estrenara con egoísmo su don pidiendo tener su casa, sus tierras, su hombre. A los pocos días el fuego del cañaveral se llevó al abuelo, dormido para siempre entre los surcos por una borrachera que lo confundió de lecho. El novio, en cambio, se vio casado, rico y dichoso de un día para otro; la muerte del viejo se engarzó, para su cómoda tranquilidad, a esa cadena de vertiginosos acontecimientos como un hecho más de la vida, lleno de lógica y de aceptación. Sin embargo nunca contrarió la culpa que había perseguido a su mujer como una sombra, no entendía de eso y sólo trató de ser buen padre y mejor marido, multiplicando con trabajo arduo lo que el destino les había concedido. Lastenia, en cambio, desde entonces había jurado al cielo que sólo haría “cosas” para el bien de otros y sin esperar nada a cambio. Quizá así espantaría el fantasma del remordimiento que la acosaba por las noches. Además, ya lo tenía todo.
-Tengo que pensarlo- dijo ella y cerró con determinación el incómodo desenlace de la conversación empezando a levantar la mesa instalada en el jardín. “Perderlo todo” había dicho él. Y el placer de las ceremonias del mate sentados en ese pequeño Edén que habían construido juntos se le agrió. La cosecha, la prosperidad acrecentada de zafra a zafra, los hijos estudiando en la ciudad, los vehículos, el dulce sabor del mando, las casas… Pronto se vio otra vez niña, con el corazón expectante entre las paredes de adobe. Eugenio no había hecho más que decir lo que ella venía pensando: tantos años juntos seguramente le habían enseñado a leerle la mente. Y a veces el corazón. Por eso fue que el hombre se levantó sin replicar y se despidió:
-Me voy a la comuna, en una de ésas hay novedades de riego.
Pero Lastenia era decidida. Una mala noche, en que buscó inútilmente con el cuerpo acomodar los sueños que se le desvanecían en el alma, bastó para que a las primeras horas de la mañana sorprendiera al marido, mientras desayunaban:
-Nos han hecho un daño. Es la envidia que nos tienen. He visto una sombra negra en el cañaveral. Es un espíritu perdido, de vuelo bajo: con alcohol y cigarros se va a amigar. Hay que dárselos en una encrucijada de surcos, mientras los reciba. Cuando esté satisfecho, seguro que nos deja.
Eugenio no hizo comentarios. Su mujer era infalible y se alegró de encontrar una solución tan simple y barata. Como ni una cosa ni otra se contaban entre sus vicios, el día se le fue tratando de conseguir litros de vino, cigarrillos al por mayor y una armadura de coraje que no tenía para tratar con esas cosas raras. En su espíritu simple y sin maldad no había habilidades de extorsión sino una ingenuidad respaldada por la buena suerte para obtener lo que quería.
Así dispuesto, hizo un paquete, esperó la medianoche y tomó en dirección a las tierras. La noche era la misma de tantas primaveras, pero a la vez distinta. Por miedo o por casualidad, tenía el oído aguzado y pudo escuchar con más nitidez que nunca todos los ruidos y las voces del campo. Los grillos, los aullidos de los perros, el chiflido de las lechuzas, los cantos confundidos de los pájaros del monte, algún gallo desubicado le espeluznaron la piel. Un viento fresco se enredó en las sombras de los árboles y sintió frío. Quizá era viento del sur, lluvia segura. Miró el cielo: preñado de estrellas, nada de agua. La piel se le erizó como una capa de púas. ¿Estaría asustado? No estaba acostumbrado a eso. Si no fuera que confiaba en Lastenia, se hubiese sentido tan ridículo que habría dado la media vuelta.
Ya lejos de la casa, en el corazón del sembrado, detuvo la marcha. Se arrodilló y en una encrucijada dejó una botella y un atado de cigarros. Esperó. Sólo el silencio de los ruidos conocidos. Aguzó el oído pero… nada. De pronto, un perfume de mujer robó al aire el olor del guano de los caballos y de las flores tardías de los lapachos. Supo que era de mujer porque le alegró el alma y se sintió inexplicablemente seducido.
En el camino de regreso a la casa volvió a mirar el cielo. Un tul naranja grisáceo había cubierto las constelaciones; era raro, minutos antes le había parecido que nunca la noche se hubiese engalanado con más brillo. Se alegró: así era el cielo cuando iba a llover o a cambiar el tiempo. Lo conocía como hombre acostumbrado a leer las señales de la naturaleza. Después de todo, eran aliados.
Al regresar le comentó a la mujer lo sucedido. Ella, más retraída y huraña que nunca, como se mudaba en su ánimo cada vez que hacía algo contra su voluntad, le devolvió unas parcas palabras:
-Le gustó. Llevále más mañana.
Prevenido, hizo más tranquilo el camino de confusas sensaciones recorrido el día anterior. “Siempre la segunda vez es más fácil”- se dijo y los recuerdos se le volaron a tantos aprendizajes difíciles de la vida que casi ni se dio cuenta cuando llegó al cruce. Se había preguntado toda la jornada qué encontraría de la ofrenda y ante cualquier respuesta la inquietud se le había plantado como un soldado en posición de ataque frente a una víctima desarmada. Había espantado el temor para no retroceder en su línea de coraje. Cualquier cosa que viera- la botella rota, vacía o llena, los puchos ya fumados o intactos- serían señal de que alguien o algo, de este mundo o de otro, los había visto o aceptado.
Para su asombro, no encontró ningún resto y, otra vez en cuclillas, depositó la ofrenda. No bien lo hizo, una voz de mujer lo puso en inesperada alerta:
-Te espero mañana. A la misma hora. No te des vuelta por nada.
Eugenio Luna obedeció. Era manso ante la voz de mando de una mujer. Estaba acostumbrado a asentir ante Lastenia y no le costó apurarse y emprender el rápido camino de regreso al hogar. Otra vez el cielo se había trasmutado ahora en rojo y un viento de lluvia inminente lo acompañó. ¿No hubiese sido mejor esperar la lluvia? La tormenta de Santa Rosa atrasaba a veces hasta dos meses pero llegaba algún día. ¿En qué se había metido? ¿Qué mujer del pueblo tenía esa voz tan…? No encontró la palabra para describirla. Simplemente era algo nuevo, nunca había escuchado un tono tan dulce, una cadencia así de sensual, como una provocación.
Lastenia fue más terminante incluso que la noche anterior:
– La complaciste. Seguí endulzándola.
La tercera noche. Otra vez el cielo estrellado, las mismas voces de la tierra, el perfume de la mujer… Pero él, esta vez más preparado con un espejito que pensaba tener oculto en la mano sólo para ver de quién se trataba y que manejó con habilidad mientras depositaba su ofrenda. La luna era una pelota de plata fulgurante pero no lograba alumbrar la voz que lo sorprendió por la espalda:
-¿No sabés acaso que las que somos realmente lindas nos enemistamos con los espejos? Si querés conocerme de otra manera, no faltés mañana.
El hombre recorrió el camino de regreso despabilándose una sensación dormida en el alma, algo parecido al entusiasmo que no sentía hacía ya treinta años, cuando Lastenia era la promesa de la felicidad, que el amarre de la rutina se había encargado de desgastar. Si no había entendido mal, tenía una cita al otro día. ¿Pero con quién? ¿Qué clase de cita? Tal vez se trataba de una trampa, una broma, una venganza. ¿Sería linda la mujer? ¡Con esa voz! No podía el cuerpo no acompañar la belleza con esa forma de decir las palabras. Además, ella misma le había dicho que era linda.
Llegó tan concentrado a la casa que se olvidó de contarle a Lastenia lo sucedido, como si el corazón hubiese empezado una corta cuenta regresiva, ya dispuesto a volar hacia la traición. Fue la curandera la que esta vez tuvo que indagar el comportamiento del espíritu:
-¿Y? ¿Cómo te fue?
-Igual que anoche – Eugenio Luna hizo un esfuerzo terrible para que el recuerdo de la mujer no se le salieran del pecho, no fuera que Lastenia le oliera las ganas de otro olor y de otra piel- ¿Vos qué creés?
– Está encantada con los regalos esa maldita. Mirá, ya está chispeando.
Ambos salieron al patio y se dejaron estar por un largo rato: ya casi habían olvidado lo que era la frescura caída del cielo, la bendición de Dios. El agua amansó el atormentado espíritu de Lastenia: después de todo llovía, pero no sólo para ellos. Estaba haciendo el bien a otros, a toda la tierra muerta, a tantos hombres que podrían volver al cañaveral para la zafra, a tantas mujeres y niños que serían felices porque el padre les proveería todo el año con sólo batirse mano a mano con los machetes durante cuatro meses, a tantos cañeros que gracias al agua bendita podrían seguir alimentando sueños de más surcos… La dominó un sentimiento de tanta paz con el universo que se acercó a Eugenio y lo rodeó con los brazos por la cintura, apoyando su cabeza en el pecho del corpachón del hombre.
Esa noche, el agua que era mansa y débil pero incansable, les despertó el instinto. Hicieron un amor furioso y desconocido en que la energía de la tierra reanimada los aunó con la fuerza de todo lo que estaba vivo otra vez. Lastenia sintió que amaba a su marido con la misma sangre de los quince años. Eugenio la amó pensando en el cuerpo que tenía esa voz entre los surcos.
El cuarto día desgranó lento las horas hasta la noche. Más que nunca el hombre estuvo pendiente del reloj del comedor y se movió con la ansiedad del que no cabe entre las celdas de las paredes. Apenas dieron las doce, ya la luna, que había borrado todo el recuerdo del agua de la noche anterior, lo vio apresurarse enfilando para el lugar de la ofrenda. No llevó el espejo esta vez pero sí estrenó una camisa que alguna vez Lastenia le regalara y que guardaba para alguna ocasión especial. La voz entre los retoños de caña fue más nítida que nunca:
-Si te sacás esa camisa, olvido lo que pasó anoche.
Manso y apresurado, captó el reproche y se quedó rápido con el torso desnudo, dispuesto a obedecer cualquier orden.
-Así me gusta. Cerrá los ojos ahora y nunca, nunca, cuando estés conmigo los abrás.
Eugenio se dejó conducir y bebió una y otra vez de la botella que ella le ofreciera, mientras lo tenía aferrado de la otra mano, hablándole cosas que unieron el alma del hombre a esa desconocida, cosas que, sin embargo, nunca podría recordar con la luz del día.
Transcurrido algún tiempo que sería eterno para un ser humano pero imposible de medir en la dimensión del ensueño, ella le dijo:
-Ya nos conocemos más ahora. Mi cuerpo es tuyo, pero jamás intentés besarme en los labios.
Por sobre todo Eugenio Luna era hombre y como tal, tomó de ese cuerpo generoso lo que nunca soñó que le daría una piel ajena. Lo amó de un modo en que ni siquiera lo había hecho en tres décadas de compartir, día tras día, la cama con la propia mujer. En esa lucha de los cuerpos por poseerse, se sintió consumido pero a la vez, libre y poderoso, como capaz de mandar y de crear con sus manos el universo entero.
Ya sin energías, un viento frío y con tierra lo despertó en algún momento de la noche. Estaba solo y la lucidez pronto lo apresuró al regreso. Buscó la camisa, se la puso mientras apuró el paso casi hasta correr, con el espíritu confuso y el cuerpo satisfecho. Quizá había soñado todo, quedándose dormido. Olió sus manos y la mezcla del perfume de mujer y de hembra le despejó las dudas. Ya cerca de la casa se acomodó el pelo, se limpió el rostro y las manos con un pañuelo prolijamente planchado y masticó unas hojas de naranjo agrio que encontró en el camino.
La esperanza de encontrar a Lastenia durmiendo en la casa oscura lo tranquilizó, pero no bien abrió la puerta, sintió el enojo en la voz que lo detenía desde la mesa:
-¿Dónde has estado?
Con la ancestral habilidad del infiel aprendida a ritmo vertiginoso, su lengua y su mente se acompasaron para no delatarlo. No sabía falsear, por eso tal vez la piadosa mentira sonó como una verdad indubitable:
-Me vino como un desvanecimiento, sabés y parece que me quedé dormido en el suelo. Ese espíritu me doblegó, a lo mejor quería probar quién es más fuerte – y el recuerdo de su piel estremecida ante la de la extraña, le dio mayor convicción a esas últimas palabras.
-No es un juego. Mañana te vas con un amuleto que te voy a hacer, tenés que protegerte. Lo que pasa es que le gusta mucho la ofrenda pero es orgullosa y te quiso hacer ver que sabe dominar. Mirá, hay rayos y truenos. Va a ser tormenta.
A los pocos minutos la lluvia se desató con una necesidad contenida por mil años. Llovió a mares, llovió con todos los ritmos, llovió al compás de todos los sonidos de un concierto infernal en las bóvedas del cielo, llovió sobre todo ser vivo y muerto, llovió calando cada poro, cada hendidura de la tierra agrietada por una sed despiadada. Pero al amanecer no hubo rastros del agua, excepto por la tierra aplacada y dócil. Y pronto, el sol ardió hasta casi quemar.
-Quizás no tengas ya que ir hoy. Llovió lindo anoche- le advirtió la curandera a Eugenio mientras tomaban el mate de la mañana.
– No, tengo que ir. Sabe que hay más alcohol y más tabaco. Lo quiere todo o si no se va a enojar- replicó el hombre que se alarmaba ante la idea de no volver a amar a la mujer.
-Bueno, ahora vos la conocés mejor. Será así- concedió Lastenia que entendía que era mejor no contrariar a los espíritus.
Y a partir de esa noche, una y otra vez Eugenio entregó la ofrenda que no era nada a cambio del regalo de la gloria que podía tocar con sus manos en el paraíso de las carnes fiemes y calientes de la mujer. Día a día, la lluvia desatada de la noche y el sol implacable de la mañana y de la tarde, hicieron que el cañaveral se agigantara como un prodigio de color verde, mientras el hombre adelgazaba hasta volverse una sombra clara, un fantasma lleno de desbordante energía. Lastenia comenzó a alarmarse:
-Mirá Eugenio. Te veo por demás flaco. Todos me preguntan qué te pasa. A lo mejor tenés que consultar un médico.
-Pero estoy bien, me siento más joven y con más fuerzas que nunca. Será el trabajo. Tantos meses parado y ahora que hemos recuperado el cañaveral, hay tareas atrasadas. Eso es. No te preocupés – y su mente se guardó el recuerdo de las muchas noches en que sentía que una savia nueva y joven le recorría las venas, como un lobo rindiéndose ante la luna, llevado por una fuerza ancestral a alimentar su instinto en la tibieza de otra sangre.
Hacía tiempo que la primera provisión de alcohol y tabaco se había terminado pero él se había encargado de reponerla, a escondidas de Lastenia. El campo, el cañaveral, los animales, la riqueza medraban. Hasta el paisaje se había transformado: de ser antes un páramo, parecía ahora un lujurioso manto verde de selva tropical. Todo crecía desmesuradamente, todo menos el hombre y el amor a la esposa. Cada vez más demorado por las noches, cada vez más ingenioso en sus excusas y más distante en el lecho compartido, se convirtió en un cuerpo con el alma ausente en la casa. Lastenia era curandera pero, más que nada, mujer:
-Te noto raro, no sólo en el cuerpo- le dijo ella una mañana.
-¿Qué decís? Ya hablamos del trabajo, que es para los dos, para la familia. A lo mejor tengo que comer más y así me ves como antes- se defendió el hombre.
-No. Hay más que eso. Algo no está bien. Quiero que las ofrendas se acaben. O tus salidas de noche- lo acorraló ella, mirándolo firme y esforzándose por ahogar las lágrimas y las sospechas de los cien desvelos en que la duda le sembraba el corazón de espinas.
Eugenio conocía esa mirada terminante de la esposa. Era el fin que había visto galopar en la llanura de sus miedos:
-Bueno, si lo querés así. No me esperés esta noche. Voy a arreglar todo- la tranquilizó él mientras se levantó de la mesa.
Más serena, durmió con esperanza esa noche. Se había prometido alguna vez que si sospechaba de Eugenio, nunca lo seguiría para enfrentarse al desamor. Se repetía a sí misma las palabras de la traicionada heroína de la única película de amor que habían visto en el cine: “Te soltaré las amarras para que tu nave decida el puerto donde encallar”. De eso se trataba el amor, después de todo. Pero su hombre tampoco regresó a la mañana. Ni a la noche. Ni al segundo día. Al amanecer del tercer día, salió a buscarlo al cañaveral y a lo lejos encontró pronto la encrucijada porque cientos de botellas vacías habían formado una visible pila de vergonzosos excesos. Al acercarse, vio el cuerpo flaco y verdoso del marido, ya sin vida, a medio vestir. Y junto a él, como reposando en su pecho, los huesos de un nítido esqueleto, íntegro en todo, aunque sin cabeza.
Nota biográfico-literaria
María Gabriela De Boeck nació en Tucumán en 1970. Ya de niña, se manifestó en ella la pasión por la literatura, heredada de su familia paterna -en la que se cuentan algunos escritores y más lectores-, cuando iba a diario, como una imperiosa necesidad, a la biblioteca de su ciudad natal Banda del Río Salí.
Egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán como Profesora (1996) y Licenciada en Letras (2001), encontró en la docencia, secundaria y rural sobre todo, pero también superior de Formación docente, la perfecta síntesis de sus elecciones vocacionales: las Letras, la docencia y la adolescencia. Su fe en la enorme potencialidad de la Palabra la ha llevado a explorar e incursionar en diferentes ámbitos, actividades y roles pero siempre en torno a estos tres ejes.
Actualmente se desempeña como directora de la Escuela Media de Mariño, institución secundaria pública de Departamento Burruyacú, por lo que sigue alimentando su relación con la ruralidad y el mundo juvenil.
La autora cuenta en su producción literaria con obras dirigidas al público en general pero también al adolescente, constituyendo éste su mayor interés, el cual complementa con su trabajo como directora de una escuela secundaria pública. Entre las primeras citamos los volúmenes de cuentos y relatos: Cuentos del cañaveral (que recrea desde una matriz ficcional el universo mítico y popular del interior cañero de su provincia, donde se desempeñó como docente), Necros y otros cuentos mortales (en el cual tematiza ficcionalmente sus obsesiones y cuestionamientos en torno a la muerte) y Mujeres con historia (un original volumen de ficciones entramadas en variadas tipologías textuales, en torno a la recreación de mujeres históricas). Destinados al público juvenil destacamos: Argumento para un tango llorón, Sagradas Escrituras, El libro de mis amores y torbellinos: Blog de Ludovica X, Los niños de los dioses, La casa junto a la aurora boreal y Casa de muñecas / casa de juegos. La búsqueda de la identidad, la relación del adolescente con el mundo adulto y con sus pares en el desafío de crecer, la necesidad de comunicación, el descubrimiento del amor, los medios digitales de comunicación y los nuevos modos vinculares a partir de ellos son algunas temáticas que recorren su obra.
María Gabriela De Boeck ha recibido premios y menciones como escritora y docente, el último de los cuales fue la Beca Fulbright en USA como directiva. Sin embargo, suele decir que si algo de su labor pudo impactar en una joven vida y para bien, éste es el mayor galardón.
Detrás de escena
Nacer, vivir y morir en el cañaveral … Quien transcurre sus días entrelazándolos con esas verdes varas, ha aprendido a conivir con lo natural. Y con lo sobrenatural también. Hay cosas que pueden explicarse y otras que no, pero existen y merecen respeto. Fuerzas, seres, entidades poderosas que pueden trabajar para el Bien o el Mal, enfrentados en la eterna lucha.
“La ofrenda” es un relato que se gestó durante 13 años de viajes semanales a Lotes de agua Dulce y Viclos, para desempeñarme como profesora de Lengua y Literatura en sus escuelas secundarias. Ver ese paisaje y conocer a su gente me impactaron y asombraron calladamente. Esas vidas admirables y dignas de ser reelaboradas desde la ficción fueron la fuerza que engendró Cuentos del cañaveral (volumen al que pertenece dicho relato), a modo de testimonio, memoria y tributo.
Marcelo Martino es docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán e investigador del CONICET. Publicó el poemario Remota cercanía, en coautoría con Ariel Martino (Ediciones del Dock, 2018).