Selección a cargo de Marcelo Martino |
El viaje -el que se concreta pero también el que se lee, anhela, imagina, proyecta- como forma de olvidar, de olvidarse, de renacer curado. El viaje como vía de distanciamiento y posibilidad de metamorfosearse, de volverse otro. «El viaje», el cuento de Horacio Elsinger que presentamos, como invitación a la huida del insoportable sopor de San Miguel de Tucumán para tocar el cielo -y a los dioses- con las manos.
“El viaje”, de Horacio Elsinger
(tomado de La última ballena, EDUNT, 2012)
“El tiempo que perdí
vagando por las calles
de mi ciudad, en todo
el mundo lo he perdido”.
Cavafis
La carta apareció en el fondo del cajón del armario. Estaba ahí entre una pila de otras cartas, fotos y recuerdos. Me detuve en ella al ver que no estaba dirigida a mí y que permanecía cerrada. Agobiado por la soledad y el agobiante verano me había puesto a revolver el cajón buscando consuelo en imágenes y palabras de otros tiempos. Había algo irónico en mi hallazgo: hacía tiempo que esperaba sin suerte una carta. Seis meses atrás ella había partido hacia Londres y desde entonces no sabía nada de su vida. En el silencio de mi cuarto todavía podía escuchar su voz diciéndome que todo había terminado. “La personas cambian”, me había dicho mientras yo la contemplaba en un silencio resignado. Desde entonces, cada mañana, si escuchaba el timbre, corría esperando encontrarme con un mensajero o miraba hacia el pie de la puerta, donde, todas las veces, solo brillaba una ausencia. Mis días transcurrían vagando por la ciudad calurosa y húmeda sin encontrar un lugar dónde poner los ojos que no me trajese recuerdos de ella. A diario me decía que debía partir lejos, pero la espera me mantenía atrapado en sus calles.
Observé la carta con detenimiento. No recordaba a ningún amigo o conocido con el nombre del destinatario. Tampoco me decía nada el nombre de mujer en el remitente. Como procedencia figuraba la ciudad de Buenos Aires, pero no se aclaraba domicilio particular. Algo, sin embargo, la relacionaba conmigo: la carta había sido enviada donde yo había trabajado como recepcionista en otros tiempos. El sello postal indicaba que había sido puesta en el correo ocho años atrás; precisamente la época en la que yo trabajaba en el hotel. Probablemente estaba dirigida a algún pasajero, pero no lograba recordar cómo había llegado a mi poder. Ahora que la había descubierto no podía regresarla al lugar donde había permanecido tanto tiempo ignorada. Destruirla me parecía simplemente absurdo: una carta se escribía para que alguien la leyese. Si existía algo igual o peor a no recibir una carta era enviar una y que ésta no llegase a destino. Una vez había leído una historia de un ex empleado de correo que luego de trabajar en la sección de cartas no entregadas caía en una profunda depresión. Sólo quedaba una alternativa. Sabía que estaba a punto de violar la intimidad de alguien, pero mi curiosidad pudo más que mis escrúpulos: me recosté contra el respaldo de mi cama y abrí el sobre.
Había tres hojas de cuaderno escritas en una letra pequeña y pareja. Después de un Querido Alfredo se leía Tenés que disculparme mi largo silencio, pero creo que era lo mejor para los dos. Por eso estuve mucho pensando antes de decidirme a contestar tu carta. Primero que nada quiero decirte que me alegra que puedas realizar tu sueño tanto tiempo acariciado de visitar Machu Picchu; me imagino que estarás ansioso por partir. Fueron las palabras Machu Picchu las que me enviaron de nuevo a una noche de ocho años atrás. Pude recordar con claridad la sala de recepción del hotel y al joven pasajero que había conversado conmigo. Tenía aproximadamente mi misma edad y entre los dos surgió una corriente de simpatía inmediata. “Estoy de paso a Perú; voy a Machu Picchu”, me comentó en un momento de la charla. Le confesé que ese era un viaje que venía soñando hacer y nos enfrascamos en una larga conversación sobre la ciudad de los incas. A los dos nos fascinaba el misterio que rodeaba a las ruinas: ¿ciudad defensiva o monasterio de vírgenes del sol? Sabíamos quiénes habían colocado una piedra sobre otra, pero no para qué; varios siglos después su sentido último se nos escapaba. De algo, sin embargo, estábamos seguros: sus constructores había querido estar cerca de los dioses. Las imágenes de las ruinas y los relatos de los viajeros eran elocuentes: casi inaccesible, rodeada de precipicios y barrancos, Machu Picchu se erguía sobre la cumbre de un cerro a más de dos mil trecientos metros; al fondo del abismo corría el Urubamba, un río oscuro y vertiginoso que se perdía en la selva. Mi interlocutor, al igual que yo, se sentía atraído por el lugar reservado por los incas para el encuentro con la divinidad. En la parte más elevada de la ciudad, setenta escalones de piedra conducían al Intihuatana, el “amarradero del sol”. (Una plataforma en cuyo centro se encontraba una roca tallada en forma de prisma: reloj solar para unos; piedra de sacrificios para otros.) Desde ahí el espectáculo era magnifico. Por lo menos, una vez en la vida, coincidimos, había que escuchar el bramido del Urubamba y visitar Machu Picchu; después, ya en la ciudadela sagrada, ascender al Intihuatana y dejarse invadir por su misterio. La conversación se había extendido hasta la madrugada. A cierta altura de la noche, ya más en confianza, primero con cierto pudor y después, como respondiendo a un impulso incontenible, el joven pasajero me hablo sobre el otro motivo de su viaje. Estaba viajando para olvidar a una mujer. Hacía tiempo que soñaba con conocer otras ciudades y países, pero la separación amorosa lo había decidido a ponerse en movimiento. “Un viaje sigue siendo la mejor cura en estos casos”, me dijo sonriendo; después me pidió un favor. Él se marchaba al otro día, pero era posible que llegase al hotel una carta a su nombre. De ocurrir así yo debía guardarla, él a la vuelta del viaje la recogería. “Si no parto ahora voy a quedarme esperando en esta ciudad para siempre”, me dijo. La carta llegó unos días después, pero al pasajero no volví a ver nunca más. Por un tiempo me acordé de él y de su encargo, después me había olvidado completamente. Probablemente no habría vuelto a acordarme de aquel episodio si no hubiese abierto la carta y encontrado la mención a Machu Picchu. De pronto me hallaba leyendo las palabras que una mujer había escrito, años atrás, para un hombre cuya vida se había cruzado una noche fugazmente con la mía. Sin embargo, para las palabras escritas por la mujer, el tiempo parecía no haber transcurrido: estaban ahí, ajenas a la suerte de su autora y de su destinatario. Habían permanecido a través del tiempo en una especie de letargo y yo, al posar mis ojos sobre ellas, las devolvía nuevamente a la vida.
No sé cuánto tiempo más te vas a quedar en la dirección que me enviaste, pero espero que estés todavía ahí cuando lleguen estas líneas. Te escribo desde un bar. Vos sabés que no soy de leer y escribir en los bares; me metí en éste porque empezó a garuar y tomé la decisión de contestarte. Ahora me doy cuenta que los bares me recuerdan a vos, que siempre que paso por uno me parece que voy a encontrarte, con tu cigarrillo y tu café, sentado junto a una ventana (como yo ahora) viendo pasar la vida. Bueno, la verdad, me estoy poniendo nostálgica; debe ser el día: afuera la garúa sigue cayendo y todo se ha puesto gris. Ayer sin querer me golpeé la mano en la puerta del departamento y me puse a llorar de dolor. No podía parar de llorar. Todos en la casa me consolaban. De pronto me di cuenta que no estaba llorando por mi mano, que estaba llorando por vos, por mí, por los dos; porque las cosas hayan sucedido de este modo entre nosotros. Hoy ya me sentí mejor. Me acordé que hacía falta una serie de cosas para la casa y me fui de compras al centro.
Sentada junto a la ventana en la mesa de un bar, una mujer escribía a un hombre; afuera la llovizna caía sobre la ciudad. A través del tiempo yo espiaba ese instante de vida que la escritura había coagulado. Podía imaginar un color de ojos y de piel, una voz para la mujer; un aroma para el café sobre la mesa. La mujer parecía aliviar su aflicción narrando algunas de las cosas que había hecho durante el día. (Me pasé la mañana buscando unas cortinas para mi cuarto…), pero luego volvía sobre el conflicto que la dominaba.
La verdad, no sé qué pasó entre nosotros; simplemente las cosas sucedieron. Un día te levantás y ya nada es como antes. Quizás con el tiempo, cuando a ninguno de los dos le afecte la presencia del otro, nos podamos sentar y conversar sobre estas cosas. Sé que me vas a contestar, con ironía, que el día que ya no nos afecte estar juntos no va a tener ningún sentido hablar. Sí, puede que suene paradójico, pero es lo que me gustaría. Todos alguna vez nos vemos obligados a sacrificar algo. La separación te va a permitir hacer lo que vos querías, conocer otras ciudades, otras gentes. Me consuela saberte camino a Machu Picchu.
No podía continuar leyendo. Sabía que las cosas y los sentimientos presentes en la carta, probablemente, habían dejador de existir hacía tiempo; sin embargo, su lectura me emocionaba. El muchacho al que escribía la mujer había partido un poco antes de que llegara la carta. Había emprendido el viaje con el deseo de conocer la ciudad de los incas, pero también en busca del olvido. “Un viaje sigue siendo la mejor cura en estos casos”, me había dicho. En la soledad de mi cuarto, con la carta en mis manos, yo le daba la razón. No era bueno permanecer en una ciudad que a cada paso nos recordaba lo queríamos olvidar. Había que escapar de ella y de la evocación constante en la que nos sumía. Era necesario viajar y, en la contemplación de las cosas desconocidas, por un momento, olvidarse de un mismo, no pensar en nada. El muchacho había salido de San Miguel de Tucumán hacia una ciudad desconocida y misteriosa. Podía reconstruir mentalmente su itinerario porque había escuchado y leído numerosos relatos sobre el mismo viaje. Podía verlo en el tren que lo llevaría, después de cruzar a Bolivia, de Villazón a Oruro. Sería un viaje de dos días a través del paisaje inmenso y desolado de la Puna, donde nada se puede evocar, salvo el vacío. En el vagón, atestado de pasajeros, sentiría la distante proximidad de los coyas, observaría sus rostros oscuros e impenetrables, escucharía su parloteo en quechua, ininteligible para él. Por momentos, descansaría de todo pensamiento abandonándose al susurro, persistente e hipnótico, de la lengua desconocida. A partir de Oruro continuaría el viaje en distintos ómnibus hasta el Cuzco. La ciudad de La Paz y el lago Titicaca se sucederían en el trayecto. Se movería a través de lugares situados a más de tres mil metros sobre el nivel del mar. Su cuerpo sentiría la altura (se quedaría sin aliento en las empinadas calles de La Paz). Por fin, extenuado, llegaría al Cuzco. Se detendría a descansar y conocer y visitar los restos de la antigua capital inca. Después vendría el tramo final: un viaje en tren de dos horas a través del valle del Cuzco, el rugiente Urubamba corriendo junto a la vía, la estación al pie de un empinado y exuberante cerro, el ascenso a la cima en un pequeño ómnibus, la caminata por la montaña. De pronto, al rodear un peñasco, Machu Picchu. La visión sería grandiosa: la ciudad sobre lo alto de un abrupto espolón, rodeada de abismo, al fondo, la mole vigilante del Huayna Picchu. Se quedaría un rato extasiado contemplando la ciudad perdida. Después, tras un breve recorrido por las ruinas, se dirigiría hacia el sitio anhelado. Setenta escalones de piedra lo conducirían a las alturas del Intihuatana. Allí, en el centro de una plataforma, encontraría la roca sagrada donde el sol era amarrado (según algunos, con un cordel de oro; según otros, con sangre). Por un instante, al observar el prisma tallado en roca viva, vislumbraría otro tiempo, otra vida, otros dioses. Entonces recordaría la conversación con el recepcionista del hotel. El muchacho había prometido guardar la carta si ésta llegaba. ¿Había hecho bien en confiar en él? Todo indicaba que sí; no se conoce a la gente por casualidad. El muchacho inspiraba confianza. Entre los dos había algo en común. El deseaba, como yo ahora, contemplar el mundo desde el Intihuatana. El espectáculo es magnífico. Puedo ver un inmenso cañón y en sus profundidades al Urubamba convertido en una diminuta serpiente, las terrazas de la ciudad suspendidas sobre el abismo, las nubes que pasan rozando los abruptos peñascos, la selva que trepa por sus laderas. El viento acaricia mi rostro. La carta me parece ahora parte de un mundo lejano. He realizado el viaje, estoy cerca de los dioses. Ahora, yo soy otro.
Detrás de escena[1]
\El relato El Viaje tiene como punto de partida un hecho real. En una época en la que trabajaba como recepcionista de hotel conocí a un muchacho de mi edad que procedía de Buenos Aires. Estaba de paso en Tucumán y se dirigía a Machu Picchu. Tuvimos una larga conversación la noche anterior a su partida donde le confesé que uno de mis sueños era también conocer la ciudad sagrada de los incas. Por su parte, el joven me dijo que probablemente llegase al hotel una carta a su nombre. Si esto sucedía quería que la guarde y que al al regreso pasaría a recogerla. Años después revolviendo papeles encontré la carta que tras su llegada había guardado y olvidado completamente. Movido por la curiosidad me puse a leer la carta. Desde el momento mismo que lo hice me surgió la idea de escribir un cuento donde un personaje espera una carta, pero a sus manos llega una que no está dirigida a él sino a alguien que conoce fugazmente una noche. El principio constructivo que articula el relato es la fusión y confusión de identidades entre el recepcionista y el pasajero. Tienen la misma edad, sueñan con visitar la ciudad sagrada y ambos sufren una pérdida amorosa. El título del cuento además de hacer alusión al viaje a Machu Picchu pretende también ser una metáfora de la lectura de la carta. Toda lectura supone una travesía que nos invita a colocarnos en el lugar de otro o directamente a ser otro. En el relato la aspiración, tanto del recepcionista como del pasajero, es estar “cerca de los dioses”, la expresión máxima de la otredad.
[1] Palabras del autor sobre el cuento.
Reseña biográfica
Horacio Elsinger es Licenciado en Filosofía. Actualmente tiene a su cargo la Dirección de Letras del Ente Cultural de Tucumán. También es docente en la Universidad Nacional de Tucumán, dicta las asignaturas estética y filosofía en la Escuela de Bellas Artes y en el Departamento de Artes Plásticas de Aguilares. Fue periodista de los diarios La Gaceta, El Periódico y La Ciudad. Ha publicado el libro de cuentos La Última Ballena (EDUNT 2012) y las novelas La Virgen de los Ojos Cerrados (De Los Cuatro Vientos 2014) y La novela perdida (EDUNT 2016). Se encuentra en proceso de edición su reciente novela La Última Desaparición. Tiene, además, un ensayo inédito “Extranjería y extrañeza en L’Etranger de Camus”.
Marcelo Martino es docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán e investigador del CONICET. Publicó el poemario Remota cercanía, en coautoría con Ariel Martino (Ediciones del Dock, 2018).