Por Mario Flores |
La primera vez que viajé a Tucumán fue en octubre de 2011. Me acuerdo que la intensa primavera y la horrorosa humedad me estaban pegando bastante mal: estaba mareado, me sentía enfermo y no le prestaba atención a nada ni a nadie. Todo me daba vueltas: el calor, la gran cantidad de gente a los gritos, las pocas horas de sueño, la falta de desayuno y el larguísimo recorrido de la ciudad a pie sobre asfalto caliente. Andaba en eso, caminando como zombie urbano, recorriendo librerías, cuando un conocido de ese entonces, abogado del Estado, insistió en llevarme a conocer la Casa de Gobierno, frente a la Plaza Independencia. Apenas entré, después de dejar mi documento de identidad en el ingreso, lo primero que hice fue vomitar en donde está la tumba de Alberdi. Creo que pocas personas se han permitido semejante lujo. No alcancé a escuchar bien las puteadas de los guardias: “Doctor, cómo va a traer al chico que está enfermo”, le decían al susodicho. No recuerdo haberme sentido culpable, porque no sabía que era la tumba de Alberdi. Me preocupaba más no reponerme a tiempo. Sentado en el mármol frío, cerca del charco de mi vómito, viendo cómo el amigo abogado se disculpaba con los policías y otros trajeados, trataba de hacer memoria: ¿había tomado la pastilla roja o la verde? A las rojas les dicen Mitsubishi. A las verdes, simplemente “granada”. El porcentaje de miligramos en MDMA varía según precio y la garantía de duración promedio del viaje. Muchas veces, las Mitsubishi te obligan a sentarte durante un rato para volver a la fiesta luego de unos minutos: desgaste físico, sed, sensibilidad a la luz, pequeñas lagunas de memoria. Alguien que supo escribir sobre este tema fue Juan Xiet, ese espécimen del under porteño que rondaba las fiestas electrónicas post Cromañón: en sus libros “Ataque de pánico” y “Crematorio” relata algunas aventuras de la escena dance argentina en combinación con el éxtasis y los viajes psicotrópicos.
Si bien mi primer viaje a Tucumán no fue nada placentero (odié el clima y otras energías que flotaban en el aire), siempre estaré agradecido con su ciudad capital, ya que fue uno de los primeros territorios en los cuales descubrí dos cosas importantes: la creciente escena del techno y la creciente escena de la edición independiente de autores contemporáneos (esto, hablando en términos regionales). Entre los fanzines y rarezas impresas a dos columnas o con modalidad semi-industrial, encontré una más que pronunciada relación con el mundo de las drogas, siempre de acuerdo a dos tópicos: uno experimental y el otro social. Por un lado, la búsqueda de una poética neural y espiritual. Por el otro, la denuncia y el retrato crudo de la faceta más oscura del consumo y el tráfico.
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En el noroeste argentino (y de acuerdo a esta nota que estoy escribiendo, dividida en cuatro partes: Tucumán, Jujuy, Salta y Santiago del Estero), las drogas son una parte importante de su idiosincrasia, su código de lenguaje y su literatura (que evoluciona de a poco debido al gran peso del costumbrismo y la industria editorial que siempre se erigió como elitista; pero evoluciona, al fin). Desde el súper aprobado alcoholismo en el folklore tradicionalista (Manuel Castilla, Juan Carlos Dávalos, Héctor Tizón), hasta las narrativas de alcaloides más actuales (Eduardo Perrone, Fabio Martínez, Violeta Paputsakis). Hacer poesía o narrar en contexto de frontera, da un plus a la hora de representar el espacio a través del consumo: la droga no es solamente el recurso de recreación o de denuncia, también es el símbolo de ese traspaso. Hay algunos ejemplos que quiero señalar como escrituras de ese traspaso.
La marihuana es, sin duda, el símbolo más universal en la literatura que ya no demoniza al consumo personal o colectivo. También, generalmente se suele hablar de THC en relatos de iniciación, donde existe un condimento ritual, de fase. Sofía de la Vega tiene un poema titulado “Planetas hermosos” (publicado en la antología Salí Dulce – Poesía de Tucumán y Santiago del Estero, publicada por 27 Pulqui y Almadegoma Ediciones en 2018), en el cual dice: “Una vez estuve en un submarino / mientras fumaba por primera vez / en una terraza color amarillo maíz. / Tenía 16…”. En ese poema, la voz que habla construye una escena social entre amigos adolescentes que fuman un porro en ronda, bajo el sol en una terraza, se descubren moretones, escuchan punk de Flema, descubren por primera vez que “quizás duele existir tanto”.
Mi amiga me sigue hablando de
cucumelos perdidos en el cerro
su novio murió hace unos años
tratando de llegar a una galaxia
donde los caballos nunca mueren.
El segundo ejemplo que me viene a la mente es otra escena donde el hábito del faso es un elemento natural que permite la posibilidad de avanzar a otros lugares. Cuando el poema está compuesto por dos personajes, con un germen amatorio en el medio, cuando seguimos hablando de distancia, sexo y amor, aparece una “foto” del poema que también representa el mecanismo de una generación. El poema es “Escena final” de Nacho Jurao (incluido en Al fin, yacer, publicado por Gerania Editora en 2019). El poema es muy similar porque comparte las condiciones mínimas y necesarias de la escena: “este encuentro sobre la terraza del edificio / con las reposeras bajo la luz de la luna / mientras todo San Miguel duerme”. Nacho Jurao retoma la dirección hacia el otro, no hacia el efecto físico o mental.
esta flor prendida fuego
que estás inhalando
en un silencio
entre nosotros dos,
una risa que se viene,
que nos estamos aguantando.
[…]
este mareo
de rostros hinchados
y ojos de vidrio
es silencio,
es una risa que se viene
como una canción
que empieza
muy despacio
y entonces
sí,
tenemos besos,
música,
cadáveres.
Pero estos poemas solamente configuran la imagen, o sea, la visual del poema. No profundizan en lo fenomenológico del efecto ni tampoco en la búsqueda implícita, que puede ser tan romántica, simpática amistosa o tan autodestructiva, en igualdad de condiciones.
En la plataforma Issuu.com (que es un gran océano de revistas y zines digitales o digitalizados), hay un perfil llamado “Fanzines Tucumanos”. Esa cuenta tiene cargados, justamente, decenas de fanzines y publicaciones alternativas de Tucumán: panfletos anarquistas, pliegos de ilustración y collage, fotocopias escaneadas de poemas sueltos firmados con seudónimo, rarezas varias con textos sobre disidencia, teoría queer y microrrelatos de pocas páginas. Ahí sí se encuentran varios textos breves que ahondan en la poética de la política del éxtasis y la filosofía de las sustancias psicodélicas. Uno, en particular muy breve y contundente, es de Florencia Garzón:
Éxtasis
Siento un estruendo interminable
Nadie sabe qué pasa
Nadie oye
Nadie siente
Nadie ve esta revolución en mi pecho.
Ruido sordo
Frenético
Balsámico
Un sentimiento que pocas veces se posee
Fuego…
Y luego
El cielo.
La diferencia obvia entre este tipo de éxtasis y el éxtasis orgásmico o sexual, es que este tipo de emoción visceral sucede dentro de un espacio ajeno (“Nadie ve esta revolución en mi pecho”). La voz del poema no se dedica, como en los poemas eróticos, a describir la acción física que ‘la lleva’ al éxtasis sexual (donde comúnmente se habla a un otro o se circunscribe semejante frenesí al coito). En este caso, la voz es una con lo que sucede: el espacio, los nadies (que igual existen) y el ruido. Me imagino una pista repleta de gente donde nadie nota (ni se preocupa por notar; y si lo notaran tampoco se preocuparían, porque así es la libertad en una rave) ese estruendo personal. Y si bien el poema es cortito y sencillo, no es simple. Resume en pocas palabras la comunicación corporal que se da en el territorio uniforme del baile y la música fuerte, las pastillas y la pérdida. Si bien no se habla de un estado alterado de consciencia -porque no estamos hablando de chamanismo sino de sustancias de diseño-, este tipo de escritura es mucho más “despersonalizada” ya que se centra en el fenómeno, no en el testimonio.
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La más reciente publicación colectiva de largo aliento de la provincia (más de 300 páginas) es la antología Tucumán Escribe. En ese extenso compendio de poetas (con un apartado de algunas narraciones o prosas poéticas en el medio) hay dos textos que abordan este tema. Uno, como vimos al principio: la escenificación de algo mucho más cultural que de culto. Y el otro, con una dirección social.
El primero se titula “Tuca”, de Belén García Pérez. El poema dice: “fumar la tuca que se consume / como me consumiste vos, / y en la última seca pensar / que algo lindo hay en que seas feliz sin mí / Y sí / siempre le termino encontrando el gusto al desamor”. Esta metáfora cannábica es básicamente la misma que utiliza Gustavo Yuste, cuando decía “la tuca de nuestra relación ya no tira / ¿Te molesta si la desarmo / para agregarla cuando arme / algo mejor después?” (un poema del libro Las canciones de los boliches, publicado por Santos Locos en 2017. No voy a acusar copia a nadie).
El segundo poema de esta colección (que se encuentra en la tercera sección del libro) es de Nicolás Penseroli, titulado “Crónicas de un pibe chorro”:
Los transas viviendo como reyes
Los vecinos, rehenes de una venta continua
que día a día mata y transforma a los pibes
en zombies
“El nuevo amigo de los chicos”, dijo una vecina
“El paco”
Esa mierda blanca que fascina,
atrapa y con alevosía
asesina a los pibes.
En una nota de Clarín, se consigna el dato de que solamente en 2010 se suicidaron 53 menores de edad adictos a la pasta base en San Miguel de Tucumán. Sin embargo, cada vez que se hace literatura sobre el tema, se suele reducir todo a un cierto tono alarmista y pudoroso. Al parecer, cuesta exponer -así sea desde el terreno de la ficción- un marco con mayor visceralidad, despojado de alguna moraleja o “buen mensaje” al final, dando a entender que es un poema que podría ser leído en voz alta en una manifestación o reunión de padres en un acto escolar. Afortunadamente eso no ocurre en este texto, donde todo concluye no con la dirección moral del flagelo de la droga, sino con establecer su poder dentro del campo de acción (o campo de lectura). “Pibes que rezan / pero a partidos políticos / rostros curtidos por el frío y la llovizna”.
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Fotografía: Martín Taddei
(Tartagal, 1990) es escritor y editor. Recibió el Premio Literario Provincial de Salta en Categoría Cuento por Necrópolis (2018). Publicó las novelas Hikaru (2018), Cacería (2022) y El poder de los elementos (2022), todas a través de Editorial Nudista. En 2023 publicó Paisajes radioactivos: Frontera, crisis y estética del caos en la literatura de Tartagal, 1992-2022, su primer trabajo de no ficción.
Genial análisis… respecto a las drogas y su aparición en distintos espacios literarios. Me gustó además la escena en casa de gobierno y siempre disfruto de cómo describen a la ciudad aquellos que vienen de otras, tanto en sus olores, clima y horrores.
Que buena crónica…me permite conocer nuevas publicaciones y nuevos autores.. además del canelo al chocolate.