Por Héctor Chaile |
Si no le alcanzara con el fino desparpajo de su punzante poesía, a Maira Rivainera le alcanzarían sus textos ensayísticos para defender el valor de una escritura necesariamente lacerante. Porque en ellos, el pensar se vuelve un acto inclemente donde la sensibilidad agobia la forma de las ideas en constelaciones de sinapsis jadeantes y sentidos que se retuercen. Podríamos afirmar que en sus textos ella nunca miente, pues no se sirve de las palabras para publicidad propia ni como decoración a ajenos: su honestidad brota de su insistencia en no renunciar a tratar de expresar una verdad imposible. En la generosidad de esos textos, de esos pensamientos, me vi absorbido cuando hace poco leía el recientemente y polémico artículo “Parasitar la poesía”[1] . Allí, la sutileza del infinitivo, me pareció, señalaba el afincamiento de una situación antes que la denuncia rotunda sobre un parasitismo explícito, es decir, operaba más bien en un grado entomológico y no en la lógica del exterminador de plagas. Y es que en ese matiz se juegan las cartas del método Rivainera: no en fundar macizos territorios epistemológicos ni en colonizarlos, sino en la urgencia de bordar agujeros negros a las certezas de nuestras interpretaciones. Como en su último texto que ahora nos compete, donde no sólo volvemos a interrogar esa palabra polisémica y tan aguerrida como lo es “poesía”, sino que también nos obliga a reparar en lo conciso y duro de la otra: “parasitar”. Puesto que hay algo en esta última palabra que tiñe de insalubridad cualquier sintagma en la que se la emplee, y en el impacto de discernir la imagen de una poesía parasitada uno llega a preguntarse si consistirá en un malestar aliviable o en la penuria de un padecer sin tratamiento. Sin embargo, ¿cómo lo percibirán esas partes vislumbradas como huéspedes y parásitos, respectivamente? Quizá las relaciones con la poesía para cada uno oscilen (dependiendo de qué facción sea interrogada) entre un indiferente comensalismo o un beneficioso mutualismo. Y a todo esto ¿qué partes son éstas a las que el título involucra? Son actores de un cuadro sugerido, una visión (esbozada por el método Rivainera) de las relaciones entre poetas-huéspedes,quienes producen sin gozar enteramente de las virtudes de lo producido, y editores-parásitos, copropietarios de la organización política y económica de la literatura y quienes no producen nada pero consumen lo producido por los autores; cuadro, visión ante la cual nos detenemos estimulados por la plataforma de un problema en el que no habíamos reparado –o en el que no habíamos querido reparar- y que ahora sólo podríamos escamotear por la comodidad de un optimismo irreflexivo o del candor aproblemático que evade pronunciar sus disidencias para conservar algún fantástico orden homogéneo. Quizá por eso la lectura del texto de Rivainera que nos compete, únicamente pueda serle fiel –en un moderadamente similar espíritu crítico- siendo infiel a las premisas y conclusiones del texto, es decir: leyéndolo.
“Parasitar la poesía” plantea la instauración del conflicto entre dos cuerpos tan contrapuestos como lo son el del poeta (hecho de mito) y el del editor o el crítico, (principalmente funciones). Este detalle de lenguaje en la elección de la oposición, nos conmina a buscar atender –y entender- las razones por la negativa a oponer las palabras autor o escritor, a las de editor o crítico, y en no uniformar la discusión en una terminología que pueda “resolver” la cuestión. Es un problema muy importante que no debemos desestimar, pero que dejaré por ahora para más adelante. Me centraré en la vía sencilla de sustituir brevemente al poeta para convocar al autor, eslabón vital de la clásica tríada editor-autor-crítico, y describir, un tanto esquemáticamente, el revés con el que el texto de Rivainera no polemiza –no por desidia ni omisión, ciertamente- pero que veladamente conjura. Primero historiemos vagamente. Aquella tríada de figuras empiezan a cobrar entidad individual al mismo tiempo que el arte comienza a ser un objeto autónomo, cuya eclosión desata, en pleno apogeo burgués, la inevitable conclusión del autor como productor y propietario de su obra, no sólo en un sentido económico sino también semiótico: él regía los sentidos autorizados; la crítica y la edición eran toleradas casi como inquilinas en los recintos del arte. La crítica, la buena crítica –estimo aquí un derrotero enrevesado que parte de los románticos alemanes hasta los estructuralistas franceses-, interesada por pensar las potencias de lo literario, redimió la tarea, más no la figura, del crítico como autor de una obra tan valiosa como esas mismas sobre la que ella misma discurría. Así, la crítica se libró de la constante acusación de parasitismo e inanidad que los escritores venían achacándole desde el acuñamiento y pululación del moderno vocablo “literatura”. La relación parasitaria entre la obra y la crítica quedó relegada a la correspondiente mitología de un arte autónomo. Sabemos hoy que el crítico no vivía a costa de la obra del autor, pues ni uno ni otro tenían la potestad sobre la última palabra. Hoy, parece decirnos el texto de Rivainera, que quien reclama el dominio sobre esa última palabra fuese la soterrada figura del editor. ¿Es tiempo de transfigurar también al editor en autor? ¿Valdrían aquí las razones que argumenta que “el catálogo es la poética de un editor”? Por su carácter materialmente excéntrico a la obra literaria, la teoría literaria está eximida de pensar la figura del editor a la par de la de autor o la del crítico. Esto hace que nos preguntemos desde que lugar podemos empezar a pensar la tarea del editor. ¿Por qué esa silueta omitida y casi ninguneada tanto tiempo cobra hoy una fuerza tan potente como, a veces, al parecer, asfixiante? ¿Por qué parece hoy marcarse el tiempo de considerar el trabajo del editor como una obra propia, y no tan sólo como el manipuleo sobre un trabajo ajeno?
Convengamos en que el mercado demanda obras y autores, demanda firmas y presentaciones de libros. Quienes median para inmolar los anhelos persecutores de publicación en aras de lo que la época solicite son los editores, especies de Mefistófeles modernos pródigos en contratos ofrecidos a los incautos para dispensarlos del riesgo solitario de representar una disrupción, cobijando la multiplicidad de los autores en la arrobadora sensatez del catálogo. En lo que a mí respecta, creo que la palabra “edición” guarda en su interior una cantidad enorme de procesos e individuos que terminan veladamente conjugados en la soledad del sujeto que edita, el editor. Toda la maquinaria de recursos y trabajo se encubre en la publicidad de su función ¿Tal vez nos irrita que la oscura figura del editor, aquella que permanecía a la sombra del autor, más incluso que la del crítico, relumbre hoy como el protagonista y gran ordenador de la literatura? Lo dudo: es casi ya una certeza vieja que la era de los críticos acabó con el desfallecimiento de las teorías para pensar el arte, la sociedad y la política, y, en cambio, la era de los editores despegó con la globalización y el auge de una perspectiva empresarial dominante. Debemos recordar que la institución denominada “literatura” ha sido siempre tabla de ley mancomunadamente resguardada y confeccionada por editores y críticos. Del ayer al hoy ¿son idénticas las prácticas de un editor de hace unos, supongamos, treinta o cuarenta años atrás, a las tareas que asume un editor actual? Pienso que hoy, éste, se encuentra primordialmente centrado en las relaciones públicas por sobre las relaciones literarias. Creo que la relación entre una editorial y sus productos se reviste de una épica emotiva esforzada por vendérsenos en el intento de ocultar el aspecto financiero de unas operaciones que terminan sosteniéndose como cualquier otro negocio que tasa el valor artístico de una obra por X valor monetario. Pero ojo: con esa última frase no estoy realizando aquí un tipo de crítica sentimentaloide que plantearía ingenuamente desbaratar las equivalencias sostenidas entre obra y precio, sino que no puedo dejar de observar la amabilidad con que se nos libra de pensar las dinámicas materiales para casi espiritualizar discursivamente de casi toda empresa editorial. Ya una vez omitido el juicio receloso, queda la brutal sencillez con que lectores y autores aceptan ingresar en el engranaje de publicaciones corporativas, estatales, “independientes” o “indies”, a través de una puerta giratoria -y no de emergencia- del mismo capitalismo que muchas veces se finge combatir cuando éste termina colándose en el brillo epidérmico de la obra, siempre, como fantasma de su suerte comercial: la fama de su editorial, la cantidad de ejemplares vendidos, sus vecinos en el catálogo, etc.
Rivainera argumenta que los escritores se han asociados a los editores para poder ser leídos por la crítica. Un editor, estimo, debe pensar más en términos de mercado que de lectores: transita una zona donde la especulación literaria, pierde lo que la especulación financiera debe ganar para que la cultura pueda ser rentable. Toda edición de un libro comporta una inversión monetaria por más que intente disfrazarse de puro capital cultural. Pero, ¿puede darse el caso, extraordinario, en que el editor también adolezca de ser crítico, y para peor nuestro, un buen crítico? Ignoro si todos los editores carecen de lo que Rivainera denomina “alguna música” (¿olfato, intuición, tino?), tal vez confío en que todos –incluso ellos- guardan aunque sea una prosaica. Si percibimos que el editor comienza por escribir su catálogo en las recomendaciones, correcciones y amonestaciones sobre lo heteróclito de las obras para cumplir con el cuerpo homogéneo de su trabajo, ¿podemos entender que éste trata de edificarse altaneramente diverso al de otros editores y que en comparaciones siempre caben los grados para valorar la construcción de un catálogo al de otro? Rivainera escribe que si la “corrección” es la escritura “en sentido estricto”, el escritor delega al editor la facultad de clausurar los sentidos de su texto para adecuarse al catálogo, y acuerdo con ella en ese punto pero agregaría que esa clausura, siempre inevitable, es a veces más amena y menos rigurosa en ciertos catálogos que en otros. Corrección y legitimidad son, indefectiblemente, instancias previas del ingreso de la obra en el maelströn del circuito comercial. Allí deberíamos interrogar las posiciones que un editor asume respecto a cada obra particular en relación a su catálogo general, puesto que una vez escrita la obra –en el ínterin previo a las lecturas masivas-, a ésta solo le cabe ser gestionada de la forma más diplomática posible. Tal vez el espíritu del auténtico editor sea sólo chamanístico, en el sentido de transmitir las ambigüedades y claroscuros de un texto sin intención exegética alguna, prescindiendo de lo que él quisiera que la obra sea para compartir las tensiones de lo que la obra es, difundiendo su misterio sin despejarlo. Pero, cabalmente, ¿qué es lo que una obra es? Es una conmoción de nuestro cuerpo que nos hiere haciéndonos reparar en la herida. “Catástrofe del ser”, como escribe Rivainera. Aunque si el editor, el crítico o el autor, exacerbados, sostienen el proyecto del “progreso de una escritura”, ya sea eligiéndolo como programa o entregándose por convicción a él, no hacen otra cosa que postrarse ante búsquedas que poco y nada tienen que ver con lo literario. Estimo que asumir que el editor devora alguna “responsabilidad poética” del autor es quizá exagerar, sostener que la comparten es ilusionarse. No hay sentidos puros que transmigren de un individuo a otro. Cada lectura actualiza las obras de acuerdo a la particularidad y a la atmosfera (llámese burdamente contexto o generación) en la que se desenvuelva, y el valor literario o poético de las obras es tan frágil como los valores de la bolsa. Y he aquí un peligro inminente, porque si, como figura en el texto de Rivainera, “el valor [de la poesía] mora exactamente en la escasez con que se la encuentra”, volvemos a requerir de editores y críticos como oficiantes solemnes de una rabdomancia poética que sólo ellos poseerían. En detrimento de la obra, podemos sostener, que poetas y editores, autores y críticos, pueden parasitarla por igual volviéndola puro exhibidero acreditable en el ridiculum vitae de cualquier vida que quiere hacer carrera de poeta, de bohemio o (más tristemente) de artista. La parasitan al agotar la fe, pero no la expectativa, de constantes albricias literarias arribando inmaculadas a nuestros días repetitivos. Novedades de bazares inútiles que no terminan de ser los deshechos de la realidad que padecemos: esa realidad que para que desbordase nunca precisó a la razón -la cual sólo se ha interesado por la calculada agrimensura de aquella-. Corrección y legitimidad son, indefectiblemente, instancias previas al traspaso del circuito comercial de la obra, repito, y simplifico: corte y confección. Pero, ¿cómo elegir qué podar, cuando no se trata de plantas artificiales sino de la desmesura del lenguaje mismo arrojándonos a su fatal supervivencia, allí donde lo único propio son instantes nunca más habitables que otros, sino adentrándonos con mayor fuerza en las densidades palpitantes de las palabras?
No es pecar de romántico -¡porque cuánta razón aún tienen los muchachos de Jena!- el manifestar la nostalgia de sostener todavía la necesidad de una “soledad intransferible” que la escritura de la obra requiere, no porque se busque defender un individualismo a ultranza para rentar torres de marfil, ni de apostrofar a la sociedad como artista-intelectual (horrible quimera), sino por la necesidad de defender la singularidad del hallazgo y la construcción de una poeisis movediza tan inestable como la noción misma –mutando dentro de cada uno- de eso que cada quién conviene en pensar como arte. En materia de lectura y escritura este encuentro me gusta llamarlo (al decir de Alfonso Reyes) “experiencia literaria”. La experiencia literaria es la elegía que el sujeto entona al astillarse frente a un texto que lee o escribe con la intensidad de nacer y morir a un mismo tiempo y para siempre en él. Hay algo de irrecuperable en esa aventura que la relaciona con la muerte y con una desintegración personal infinita: la obra termina siendo el aserrín de los incontables espejos, pasados y futuros, limados obstinadamente por el que se escribe. ¿Puede un autor temer los efectos de su propia obra y sacrificar el don metamórfico de la desaparición que aquella le brinda? Sí, pero ese proceso dialectico, sospecho, no adviene luego de confeccionado el producto de su escritura misma o como un nivel a desbloquear de su trabajo, sino que es un proceso nebuloso abierto a marchas y contramarchas en el que por más temor que tenga de no perseverar en su propio ser, la obra vuelve imborrable el transcurso de su burilado. Entiendo que los sentidos y las intenciones de los autores incontables veces se confundan con su propia identidad, y que ellos mismos, para no disgregarse, para no perderse y destruirse cuando sean leídos sacrifican lo ambiguo de su trabajo en pos del puro deseo comunicacional: negándose a destruir lo conquistado, se pierden la destrucción de la afirmación de sí mismos, y optan por la seguridad que lo acechaba llamándolos incluso antes de que decidieran abrazarla. Dirán que a veces se desea sucumbir ante la seguridad plenipotente del mensaje, antes que morar la inestabilidad de lo literario. El autor siente la muerte cerca cuando los sentidos que había querido grabar en su obra empiezan a desmoronarse: su ley no alcanza para salvaguardarlo de las lecturas salvajes que merodean su texto ansioso de despedazarlo, y sin embargo este temor a la muerte no alcanza para justificar sus actos por salvarse en la obra: siempre puede sobrevenir la muerte sin destrucción, tanto como la destrucción sin muerte. Porque la muerte se logra o se evita en la escritura, no en la publicación, y la escritura raramente termina en la soledad de los ojos y las manos de quien la escribe: una obra puede estar atiborrada de acentos pertenecientes a innumerables almas pasadas (escritura) y futuras (lectura).
Entiendo que Rivainera solicita –exige-, hacia los escritores, una ética de la escritura. No reclama ampliar la prescripción de lo escribible sino que se interroga, precisamente, por la recatada obediencia con que se cumplen esas prescripciones ya establecidas. Que aquellos libros coordinados por las directrices de lo que espera el mercado y la crítica (habría que decir llanamente el mercado para hacer ostensible como gran parte de la crítica que circula se ha plegado sin más a ella, sin que por eso quepa anunciar su total claudicación: aún hoy persevera una crítica fiel al trabajo literario) resultan hoy ni siquiera insatisfactorios sino adormecedores. ¿Pero no atestigua una falla en nosotros mismos el no poder leer ni registrar los temblores que nuestro tiempo produce? Los libros perfectos pueden ser también libros de riesgo y viceversa, y nada impide que los más inesperados y anómalos puedan ser devorados por la ejemplaridad de los cánones que los constituyen modelos de la teoría o del marketing. Es verdad que la crítica y el mercado editorial zumban al unísono la mayor parte del tiempo, pero eso no implica que no haya espacio para las disonancias -por mas imperceptibles que nos parezcan-, y los desfasajes que aguardan no en la soledad de la pura producción sino en la comunión de la lectura, ese momento en que morimos un poco para empezar una nueva vida en cada sentido desbordante. Ese momento de quiebre no es algo que pueda apurarse o ponerse en un programa, acontece sin la premura de las modas o las exigencias del mercado; se trata de militar la lectura como un acto anacrónico consciente de que el esfuerzo por ser modernos solo sabe multiplicar museos y que hay veces en que el desfase serpentea furtivo por entre los matorrales de nuestras propias cegueras. Recordemos también que toda sintaxis es el fruto de una época. Si un autor se somete al recato de la sintaxis, exorciza de tragicidad sus búsquedas literarias para evacuar el riesgo de no ser comprendido. Descreamos del juego que apela a una especie de malditismo afanoso por intentar camuflar sus juegos inofensivos por subversivos o incomprendidos para poder fundirlos como valor. Ningún escritor puede simplemente elegir o despreciar la sintaxis de su época, algo siempre permanece como remanente de las opciones descartadas. Por eso aprecio el “entre” que Rivainera define como la dubitante tensión entre dos traiciones posibles frente a las que el escritor, el autor -e incluso el poeta- se ve obligado a elegir: inteligibilidad o comunicabilidad. Tensión que recorre todo el texto “Parasitar la poesía”, develándonos el por qué de la contraposición entre poeta, y no autor, frente a la del editor, y esto se debe a que Rivainera hace pública su palabra desde una posición autoral que no necesita recalcar ni explicitar –pues ella escribe y firma su escritura-, y tampoco sobornándose por alguna pulcritud galante que termine opacando sus palabras. En el anacrónico mito del poeta contra el funcionalismo del editor, no se trata sólo de reiterar juicios decimonónicos respecto a las acciones necesarias para sojuzgar las plagas que asolan los campos literarios, no, en ese texto el lenguaje vuelve a convertirse en el juego que tantos otros rechazan por desprecio o por el confort más redituable a términos mejor favorecidos. Si Rivainera vuelve a enarbolar el mito recurrente de los editores parásitos, se debe a razones que nos toca reflexionar a nosotros y que en primer lugar supone que no hay editores que requieran de panegíricos: que su trabajo hable por ellos, pues como reza el evangelio por sus obras los conocerás… si no las que rechazan por lo menos las que editen. Amén.
Puede que haya escrito demasiado para disimular el juicio más amargo de que no nos convenzamos de la exclusividad parasitaria de editores: allí donde el editor parasita, también poetas y críticos pueden tentarse en volverse epidemias.
[1] Enlace a la nota Parasitar la poesía, de Maira Rivainera: https://tararira2020.tumblr.com/post/674364109173702656/rara?fbclid=IwAR0nQho1NPv8PwI1CbelsSo7t3-w9-yiyxwdy3tNU9HzraBMwE6n3s3DkLI
Imagen: Pavel Fedotov (1848).