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ISSN 2684-0626

 

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«está comprobado que una comunidad que apoya su literatura tira menos papeles en el piso»

Libros Tucumán es una librería especializada en literatura de Tucumán ubicada en Lola Mora 73, Yerba Buena – Tucumán.

 

 

 

 

 

El estrellamiento

Por Gabriela Molina Aquino |

Siesta. Hay resolana, el gris del cielo es igual al gris de la calle. Los montículos de arena están calculados entre la vereda y el pasto de las casas en construcción, algunas pisadas de niños y perros marcan la arena. Mi mamá dice que no hay que contar lo de los perros. Estoy haciendo un trabajo para “actividades prácticas” y debo observar lo que pasa en mi calle. “No digas que tenemos tantos perros callejeros porque en la escuela se darán cuenta”, dice, mi mamá tiene vergüenza de que se den cuenta. Primero anoto en mi cuaderno borrador, no hay casi personas, sólo un joven con traje que parece venir de trabajar, y luego se repite la escena con otro hombre más grande. Hay un policía en bicicleta que da vueltas y toca el silbato. La fábrica de colchones funciona como siempre en la esquina, salen los camiones justo por donde dice “salida de camiones”. También anoto que hay un auto del vecino sin ruedas que ocupa parte de la calle y tiene macetas de colores en las ventanillas. Me pregunto si escribo demasiado o qué ven mis compañeras cuando se paran en la vereda de sus casas. Termino y vuelvo a la mía. Tengo que hacer un truco con la llave, pero en lo que intento Lautaro me grita desde el hall con su pelota de vóley entre las manos. Él quiere jugar al cuadro y pienso “por qué no”.

 Solo jugamos, no hablamos. Parece una pelota de Boca pero son los colores de las pelotas de Voley. El día es normal, es tranquilo, es igual. Lautaro me pregunta si terminé la tarea, le digo que sí y le pregunto si quiere que subamos el montículo de arena. Nos echamos, tengo arena en toda la ropa, miramos la cruz de la esquina que puso una familia de ahí, tiene troncos y piedras como si fueran bancos, ideal para borrachos o jóvenes quizás. Mi mamá grita “Gabriela”, entonces le digo “hasta mañana Lautaro” y él se va. Cenamos kipi, una comida de mi palabra favorita. Me gusta sentarme en la mesa y mirar el bulgor como si fuera el alma de la comida. Todos se levantan así que quedamos yo y la ventana que da al fondo. Al final del patio hay un canasto, “el canasto de los juguetes” le decíamos antes, pero ahora solo guarda envases con tierra. Al lado hay un hormiguero enorme, pienso si algún día alcanzaría mi estatura. No pasa demasiado ese día, duermo.  A mitad de la noche escuchamos un ruido. Nos levantamos, pero mi mamá nos insiste a mí y mis hermanos que volvamos a la cama. Quiero ver, viene humo de afuera. Pero debemos acostarnos. Nos encerramos. 

A la mañana siguiente todos están en el patio, hablan fuerte y veo a mi vecino, el electricista que nos arregla cosas, hablando con mi mamá. Entonces me doy cuenta que hay un avión estrellado en el fondo de mi casa, en la esquina del patio y que todavía tiene un poco de humo. Es raro porque no tiene el tamaño de un avión común, parece de juguete pero ahí mismo desespero. Siempre tuve razón, el ruido de los aviones y helicópteros me dan miedo, si caían qué íbamos a hacer y ahí está. Un avión muerto, estrellado para siempre. Mi hermana pregunta sobre el piloto, “ya se volvió a su casa” dice mi mamá, ¿pero murió? ella dice que no, que la policía dice “todo bien”. Los grandes no quieren que nos acerquemos al avión, porque está roto, que podemos agarrar tétanos si lo tocamos, que si nuestros amigos quieren verlo solo será desde la ventana de adentro, que Santiago el electricista va a llevárselo el fin de semana, pero el fin de semana no llega nunca.

El avión sigue ahí, tal como lo dejó el piloto. Desde que el avión se incrustó en la tierra, mi mamá se queja constantemente por la limpieza del fondo. A veces tira ese olor a herrumbre y a veces merodean arriba unos bichos voladores, y creo que tiene más hormigas que antes. Mi mamá a veces llora porque el avión está ahí arruinándolo todo y no quiere cocinar o atender el timbre. Entonces tocan la puerta y tengo que atender yo, y nunca es Santiago, sólo Lautaro que dice que está aburrido. Le pregunto si puede llevarse el avión, pero no puede porque está herrumbrado y es grande. Él dice que se necesita otro avión con grúa para sacarlo pero además dice que el avión no se ve tan mal en el patio. A veces me pregunto cómo sería el fondo sin el avión, mitad del ala hacia el cielo, sin ese color ladrillo, a metal oxidado que combina con la pared; me preguntó si no tendrá frío o cuál sería su aeropuerto favorito. Me levanto por la mañana y saludo “hola avión” pero no me contesta, tiene la cabeza enterrada en el suelo. 

Pasa el tiempo, Lautaro no viene hace días, quizás porque afuera hace demasiado calor y la siesta es como un herrumbre gigante. Voy a buscarlo pero salió. Miró la cruz en la esquina, un hombre se sienta ahí por la tarde. Lleva puesto un gorro de forma de elefante pero me gusta imaginar que un casco de piloto. Entro a casa, hay kipis otra vez pero no tan ricos, mamá se olvidó la mitad de los ingredientes. Miro al fondo, el avión se mueve, quiero acercarme sin que me vean. Espero que todos se vayan y me preparo para salir rápido. Escucho algo dentro, necesito acercarme más pero no puedo, el herrumbre y el tétanos me dan miedo. El avión parece más grande que de costumbre y más viejo, del siglo XX como en las películas de antes. Finalmente veo que algo se sale corriendo como un piloto miniatura, pero solamente es mi gato. Una decepción momentánea. Quiero acariciarlo pero está asustado, y veo que le falta un ojo. Ahora yo me asusto más, parece que el ojo se hubiese enterrado por dentro. “El tétanos”, pienso y corro, quiero decirle a mi mamá pero no hay nadie en la casa. Tengo miedo que el tétanos quiera atraparme a mí también. Me tapo con todas las colchas del ropero, cierro todas las ventanas para que no entre. Espero.

Dormí demasiado, camino por el pasillo y saludo al avión desde la ventana. Me sorprende ver el paquete de bulgor derramado en el piso, tan marrón como un avión muerto. No hay nadie, hace más calor y necesito respirar mejor. Salgo. Siesta, el gris del cielo es espeso y caen como nieve negra los cositos de la caña. Me encanta que se desintegren en mis manos, no quiero escuchar a los chicos de la otra cuadra que están estrangulando al tartamudo encima de la arena. Corro. Hay montículos de tejas e impresoras en las veredas de las casas, y un camión terrestre estacionado donde vive alguien. Encuentro mi bici tirada en el cordón pero por andar rápido me choco con un camión estrellado y comienza a sangrarme la frente. Tengo las manos negras de caña para limpiarme y no puedo volver a mi casa. En la escuela se darán cuenta y yo no quiero. Hay un hombre que está borracho y viene descalzo de la fábrica de colchones que está abandonada al lado de la cruz. Frena un taxi cerca, hace tanto ruido que empiezan a salirse lechuzas blancas por las chimeneas, así que me escondo. Se baja un niño, tiene capucha y come helado, apunta a Roberto, mi vecino, que está enchufando su camioneta en el garaje. Se la quita cuando vuelvo a correr e intento entrar a mi casa. Esquivo al chancho encadenado a la columna y el pelo de mujer envuelto en un sobre de telecom. Lautaro por fin me grita desde el hall que salga, me encojo y doblo las piernas para que nos metamos dentro de una rueda de camión y jugamos a volar, a ser pilotos rusos. Un hombre borracho en la cruz de la esquina toca la flauta blanca que parece un avión chiquito. Lautaro ha comprado medialunas con crema naranja y sonrío.


Fotografía: Martín Taddei



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