Por Pablo Campos |
En las páginas iniciales de La bruja del acetato y otros cuentos, el autor señala, como aplicando el pulgar sobre su pecho, hacia una fuente que ha servido en la confección de estas ficciones: la memoria. Subscribo esa declaración, a la que agrego aquí (como un subrayado mío) la mención del factor humor. Fue a través de esos cristales, memoria y humor, que abordé mi primera lectura (e incluso mi relectura, pretensioso intento de pulir para ver mejor). Once relatos conviven a lo largo de casi 130 páginas. He tomado, para este comentario, siete de esos títulos.
Abre “La bruja del acetato”, donde somos convocados a escuchar una voz que profiere recuerdos con intensa parsimonia, como quien comparte la combinación de una caja fuerte que guarda el pasado. Aunque ese espacio interior sea susceptible de ser modificado por los años, el narrador pasa en limpio que ciertos recuerdos, preciados por él, no se han desvirtuado. Sitúo allí una difusa, paciente, subrepticia operación: la de asegurar nuestra expectación lectora a través de la creación de atmósferas y la descripción de rasgos personales. Presentimos -aceptamos- con elaborada naturalidad, que no importan los detalles mínimos, las lejanas impresiones pasibles de sufrir metamorfosis por el mero -y vital- paso del tiempo: lo que importa, lo que permanece, es la potencia afectiva que transmiten las imágenes sensoriales grabadas en el recuerdo. La suave melancolía que llega desde ese horizonte llamado infancia predispone nuestra lectura/escucha, nuestra pregunta: ¿alguien es capaz de desatender al que recuerda, en voz alta, su niñez?
En “Traspié”, el narrador nos comunica que un señor llamado don Ricardo, acaba de fallecer. El difunto es retratado con sentida simpatía, evocación que nos depara unos cuantos confites de humor. Pero la sonrisa nostálgica no permanecerá encerrada en el ayer sino que, ya en el sepelio de don Ricardo, mutará en risa (y en la escena final, en doloroso y fraterno abrazo). Destaco la habilidad de Campero para apostar por nuestra empatía, y ganar esa apuesta.
En “El telegrafista” -cuento con pinceladas históricas decimonónicas- la hilaridad no surge de una anécdota personal presentada por un narrador memorioso, sino que es trabajada en tercera persona. En el último párrafo nos aguarda, pícara y sombría, una brutal carcajada: la ignorancia, sumada a la temeridad, puede resultar mortífera.
“El acompañante” redobla la aplicación oscura del chiste. En paralelo al divertimento, constatamos que el dardo del humor, clavado en el blanco del tabú, no hace más que exasperar nuestra más íntima y gutural risa. Exactamente en la penúltima frase sabremos qué estuvo ocurriéndole a un tal Froilán desde que (al comienzo mismo de la narración) aceptara trabajar como chofer. Ese dato crucial actúa con intenso “efecto retroactivo”, develando para nuestro sádico deleite el padecimiento del personaje a lo largo de todo el recorrido.
“Naufragio” es un título exacto para un cuento que desborda melancolía e incluso franca tristeza. Con el deterioro cognitivo del abuelo protagonista, no sólo él naufraga. También son náufragos sus hijos y sus nietos: todos pierden un mundo en común.
Este libro alcanza su cima de humor con “Traslación cósmica”. Inolvidable es el adjetivo que mejor describe esta historia. La trama es sumamente dinámica y desopilante (algún cineasta debería filmar, con este relato, un corto). El protagonista, Aurelio Pastrana, es un héroe, un pobre y desvencijado héroe. La acción sucede en dos ambientes (geográficos, lingüísticos y sociales): el rural y el urbano. Un grupo de rugbiers, alcohol a granel, una esposa, un talero “cola i’ zorro”, la caja de una camioneta, un noticiero, son algunas de las fichas que Campero mueve para escribir este alucinado y estupendo texto.
Cierra el libro “La revancha”, cuento sellado por la palabra pandemia. El núcleo del drama queda expuesto, como una herida abismal, en el último tramo: cuatro sobrevivientes (tres hombres y una mujer que comparten ese afortunado azar) logran comunicarse por radio desde latitudes alejadas entre sí. Coinciden en transmitir que el panorama, en cada lugar, es desolador: la muerte (o algo desconocido que obedece a ese señorío fatal), hizo su trabajo de manera súbita, inexplicable, masiva. Esos cuatro seres, en la más sórdida soledad, son testigos desconcertados de un espectáculo que amenaza toda cordura. En la fragilidad de esa condición límite, recurren a la gracia solidaria de urdir una humorada con reminiscencias bíblicas. Separados por miles de kilómetros y unidos por el espanto, apelan al humor más desesperado, al más afín a la carcajada espasmódica y a las miradas desorbitadas, esa especie de humor que los ayuda a contemplar el absurdo que los rodea.
Invito, por supuesto, a descubrir “La bruja del acetato y otros cuentos”, publicado de manera magnífica por la editorial Vleer.

Estudiante moroso de la carrera de filosofía en la UNT. Integra el Dpto. de Artes Visuales y Literatura de la Dirección de Cultura de la Municipalidad de S. M. de Tucumán.