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ISSN 2684-0626

 

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«está comprobado que una comunidad que apoya su literatura tira menos papeles en el piso»

Libros Tucumán es una librería especializada en literatura de Tucumán ubicada en Lola Mora 73, Yerba Buena – Tucumán.

 

 

 

 

 

El sueño del retorno

Por Máximo Chehin |

Es lo que siempre quise / volver

al cuerpo / en que nací.

Allen Ginsberg

1.

El apego al terruño nos pega a todos los que crecimos en las provincias, pese a que con frecuencia ese terruño responde a nuestro cariño con indiferencia o incluso con hostilidad. Este amor por el pago se siente con fuerza en cuanto ponemos un pie fuera de la frontera, y quizá sea una reacción al campo magnético que la metrópolis le impone a la periferia: luchamos contra esa fuerza tirando hacia el lugar de la raíz, con una intensidad que crece a medida que nos alejamos. Para muchos, y por motivos diversos, la atracción de Buenos Aires resulta demasiado intensa y no puede resistirse; así es como miles de provincianos nos convertimos todos los años en migrantes. Para los norteños –como atestiguan decenas de zambas y chacareras dedicadas a ríos, a cerros, a valles floridos– esta migración a la capital es particularmente difícil. Y se me ocurre que para los tucumanos, portadores sanos de un complejo de superioridad extremo (no tengo pruebas pero tampoco dudas), el viaje es aún más duro, porque implica bajarse de este imaginario pedestal desde donde miramos y medimos a los vecinos. La distancia nos pone a los del interior en el mismo plano.

El tema es que uno deja todo y se instala a más de 1300 kilómetros, pero, en el fondo, siente que está de paso, aunque medien alquileres con garantía real, heladeras compradas en cuotas, parejas estables y proyectos a largo plazo. Es una percepción muy íntima que se confirma en el discurso: cuando uno regresa a Tucumán por unos días y se encuentra con amigos, o cuando se reúne con un tucumano que está de visita en la capital, el tema inevitable, la pregunta que siempre surge, es si pensamos volver. Y uno responde que no, que no va a volver nunca, o que sí, que tarde o temprano va a volver, y esgrime sus argumentos. Lo importante es que nunca cuestionamos el uso del verbo volver, porque tanto para nosotros como para nuestros interlocutores nuestra estancia en Buenos Aires es poco más que una fase dentro de un ciclo que arranca y termina en Tucumán. Podemos postergar indefinidamente el retorno o apurarnos para concretarlo; el plazo es irrelevante. Lo central es que estamos aquí en calidad de visitantes, porque venimos de Tucumán y es ahí a donde terminará nuestro viaje. Esa idea nos parece tan cierta, y tan natural, como la ley de la gravedad. Podemos mantener una pelota en el aire a fuerza de patadas y manotazos, pero tarde o temprano la redonda volverá al suelo.

2.

Pero el tiempo pasa. O, mejor dicho (porque no sabemos qué pasa con el tiempo), suceden cosas. Relaciones breves y extensas, viajes, trabajos, matrimonios, divorcios, hijos, períodos de bonanza y años de vacas flacas.  Todo eso que nos gusta llamar experiencia, y que en realidad no es más que un montón de sucesos que se acumulan sin mucho orden ni sentido, como trastos viejos en un placar. Pero, aun en ese desorden, cada suceso es un pequeño salto cuántico que nos va alejando de aquel núcleo de origen. Y un día, de pronto, nos damos cuenta de que ese lugar al que pensábamos –o jurábamos nunca– volver se ha convertido en algo difuso, una especie de nube distante y de bordes imprecisos. Incluso el verbo volver desaparece de nuestro vocabulario para ser reemplazado por ir: quisiera irme de esta ciudad que es un kilombo, me quiero ir ya mismo, de aquí no me iría nunca. Tucumán pasa a ser uno de esos destinos posibles o a toda costa evitables. Uno entre muchos.

En mi caso, esa fractura en la idea del retorno a Tucumán coincidió, más o menos, con mi decisión de dedicarme en serio a escribir[1]. Yo tenía treinta y tres años y me había, para decirlo de algún modo, asentado en Buenos Aires luego de andar mudándome de casa, de ciudad y de país por varios años. Para mi primera visita al taller de Liliana Heker (recuerdo todavía los nervios, la sensación de estar fuera de lugar, de no dar la talla) leí un cuento que armé en base a notas y bocetos que sobrevivieron aquella época de mudanzas permanentes. El cuento, que terminó llamándose “El trompo mágico” –y que requirió una veintena de reescrituras y correcciones a lo largo de diez años para llegar a su forma final–, transcurre en Aguilares, en la escuela en la que cursé la primaria. La ubicación había estado muy clara en las notas que había garabateado en cuadernos y papeles sueltos, pero cuando me senté a trabajar en aquella primera versión el lugar real simplemente desapareció. Mientras escribía, supe que no podía decirque el chico del cuento camina por la calle Alberdi, ni que la morera crecía en el patio central de la escuela San Martín, ni que el camino gris que se ve desde la ventana del aula es la Ruta 38. Algo me impedía, de un modo bastante oscuro, nombrar esas cosas. Esta dificultad, o más bien esta incapacidad, se mantuvo en todos los textos ambientados en Tucumán que escribí desde ese momento y continua hasta hoy. De hecho, en una de las (pocas) reseñas que se escribieron sobre mi libro Salir a la nieve, cuatro de cuyos cuentos fueron pensados y escritos en escenarios tucumanos, un comentarista enunciaba, enfático, que “todos las historias transcurren en Buenos Aires”.

Es inevitable que el escritor emigrado construya una imagen plástica de su geografía de origen, un universo matizado, deformado y coloreado por el recuerdo, la distancia y sobre todo el paso del tiempo. No puede negarse que el Tucumán de los 40 y los 50 que describen Tomás Eloy Martinez en Sagrado y Elvira Orphee en Aire Tan Dulce son construcciones ficcionales, en las que pesan tanto sus puntos de vista políticos como las ciudades desde las que escriben – Buenos Aires y Paris, respectivamente. No conozco la ciudad de Santa Fe, pero estoy seguro de que las veintiún cuadras transitadas en Glosa, que Saer describió con gran detalle después de un exilio de casi dieciocho años, están tan teñidas por el capricho y la imaginación del serondinense como los personajes que las caminan. Pero, con todo, Martínez, Orphee y Saer no tuvieron problema en nombrar con precisión ciudades y caminos. Uno, por caso, puede agarrar un mapa y seguir el paseo de Leto y sus amigos por la Santa Fe del año ‘61, aunque el mundo por el que esos personajes se mueven sea una especie de gran maqueta armada para la ocasión. Yo, por otro lado, no puedo evitar condenar a mis pobres personajes a habitar un paisaje completamente anónimo.

3.

Desconfío de la nostalgia. Cuando añoramos un pasado distante estamos mirando un juego de espejos que nos engaña porque apunta a lugares, personas o costumbres de otra época, cuando en realidad lo que queremos ver es aquella versión más joven, más vital o más enamorada de nosotros mismos. No hace falta indagar mucho para comprobar la falsedad de esa visión romántica del pasado: yo, por ejemplo, me pregunto hasta qué punto querría volver a las juntadas con viejos guitarreros, a los partidos de fútbol en las canchas que estaban apenas al salir de Aguilares, en el camino a Los Sarmiento, o a la pizza de algún boliche del viejo Mercado del Norte[2]. Los escritores, me parece, tenemos una particular tendencia a la nostalgia, y hasta en los que recuerdan sucesos oscuros o incluso trágicos de la infancia puede notarse un goce, un cierto regodeo en la mirada retrospectiva. La nostalgia está muy presente en los textos que cité más arriba, y yo no soy una excepción (como puede confirmarse, creo, en cualquiera de mis libros o en este mismo párrafo). La nostalgia puede convertirse en una herramienta, peligrosa pero útil, en la confección de un texto literario. Pero la nostalgia es también una especie de brújula, que nos lleva, mal o bien, a momentos y lugares muy precisos. Al tipo de referencias que, en mi propia escritura, me resultan ajenas o imposibles.

Aquí es, creo, donde pesa mi condición de tucumano emigrado. Pienso que cuando escribo un texto sobre Tucumán (o, mejor dicho, sobre mi memoria de Tucumán) aquella fractura de los primeros años vuelve a exponerse, bajo la presión de los recuerdos, o de la nostalgia, o de quién sabe qué otra cosa subterránea e indescifrable. Ignoro si esto le sucede a otros escritores tucumanos; es un hecho que, si les pasa, no les impide describir con detalle personas y lugares de otra época. En mi caso, cada vez que me asomo a mi pasado tucumano la idea de volver regresa con todo su peso, y soy de nuevo alguien que está de paso, un recién llegado a la espera de la inevitable fecha de regreso. Es esa persona, que está siempre a punto de pegar la vuelta a Tucumán, la que escribe. Pero esa persona no existe. Ha sido conjurada por otra, la de ahora, para escribir sobre cosas distantes e imaginadas, sobre un mundo enterrado en la memoria. Y es a ese mundo materno, erosionado y frágil al que quien escribe sueña con retornar. Entonces decide no nombrarlo, temeroso de que su mención rompa el conjuro y que la geografía de sus recuerdos desaparezca, y con ella, para siempre, la posibilidad de volver.  


[1] El tema de por qué y, sobre todo, en qué momento alguien se decide convertirse en escritor me resulta muy interesante. A diferencia de la mayoría de los escritores argentinos, yo no tomé conciencia de que mi destino era ser escritor a los cinco años, apenas comenzado el jardín de infantes. A mi me cayó, como quién dice, la ficha, en la entrevista de admisión para su taller literario que tuve con Liliana Heker, mi maestra en este metier. En esa charla, Liliana me dijo, o me sugirió, que el oficio de escritor no es un hobby, ni una actividad que puede subordinarse a otras, sino una decisión de vida. Un trabajo que puede traer satisfacción pero que implica sacrificios y frustraciones.

[2] Esto no es cierto. Añoro la pizza de muzzarella del Conejo Loco, comprada de a porciones y acompañada por una Mirinda manzana en botella de vidrio, y comida con el bullicio de la gente en el fondo. Fui y seré fan del Mercado del Norte, que ojalá vuelva pronto a ser un mercado. Espero que los que proyectan la iniquidad de convertirlo en un patio de comidas (el solo hecho de escribir esa frase me pone la piel de gallina) depongan su actitud. 

2 respuestas a “El sueño del retorno”

  1. Maxi T dice:

    Me encantó el escrito. La migración, la posibilidad de ir, de volver o pensar en ello me parece que revisten de una interesante complejidad.

  2. Carante Nallar, María Eugenia dice:

    Excelente reflexión sobre escritura y «exilio». Y una prosa bellísima. Gran escritor, si así escribe sus libros. Voy a leerlo.

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