Por Gabriel Gómez Saavedra |
En “La luna en el umbral”, Flavio Cruz logra que el espacio interno y el que lo rodea se fusionen y se repelan, se contraigan y se dilaten hacia rincones entrañables, por lo cercano de la luminosidad y también por lo íntimo del filo del dolor. Juego que el autor opta por asumir tamizándolo con un tono claro donde cada verso pareciera llegar al lector en un aire de respiración suave, que se desanda con la conciencia de que en él navega la fibra de lo esencial.
En herencia de la juglaría —Cruz es músico y compositor de canciones de raíz folklórica—, que supervive sobre cualquier dicotomía absurda entre “poesía culta” y “poesía popular”, la mirada de estos versos es, a veces, la del yo poético presente pero borrado, para asumirse como narrador. Para que el canto sea el otro a quien canta, y para que el otro nos llegue como una trascendencia. Así leemos “Adelaida”:
En Hualinchay los nogales
nacieron con su llegada
y el verde se alzó cantando
porque su sangre era Aranda.
Otras veces el canto será un lugar con morfología de barrio, de noche, de patio sacudido a guitarreadas, de los ojos que se aman, de liberador cielo colaleño, etc.; integrando el lecho del poema e integrando —irremediablemente— al ser del poeta; como buscando legitimar aquellos versos de Luis Franco, de su poema “Pan”:
Pero yo soy sólo una partícula de cosmos
llena de su santa profundidad y su santa necesidad,
llena de latidos comunes con la greda, la tormenta, los nidos
y el latido populoso de las constelaciones.
Y digo canto, porque todo el cuerpo poético de “La luna en el umbral” se sostiene en el nervio vital de éste. Evidenciándose en los recursos estructurales con que fue escrito: la rítmica, y el imperamento de la métrica y la rima. Destacándose en las formas la elección de la copla: célula imprescindible en nuestra región para cobijar el cantar y la filosofía del hombre anónimo, y también el tránsito hacia la llamada música “de autor”. Copla de la que Flavio se sirve con destreza.
Pero este canto —así como estalla en estrellas que cobijan y mantienen en pie—, en varios poemas, es sólo un nido oscuro donde la voz del poeta pareciera aislarse y susurrar una herida que fue aprendiendo a masticar. Vayan estos versos como muestra:
Las horas han muerto,
y las flores desgajan de la tarde sus aves amarillas,
para posarlas en el cuenco de este adiós (…)
(…) muertas, con los ojos firmes,
sin rasgar algún recuerdo,
sin golpear una mendiga razón.
Dolor lanzado al vacío que empuja a extraviarse, incluso, de los elementos de la naturaleza; desmembrándose de su todo para reafirmar el estado de soledad. En un pasaje del poema “Otro despertar”, podemos leer “ha perdido sentido este sol”.
Lo dicho evidencia, que Cruz fue certero al elegir a la Luna como símbolo regidor de esta obra. Considerando el estado de resplandescencia del astro, pero sin perder la conciencia de que esa luz prestada, sólo ilumina una opaca dureza.
Para finalizar, tomo prestada una copla de José Augusto Moreno que bien podría habitar este libro y su destino de pájaro oscilante:
Tucumano soy, señores
alimentado con pena,
mi tierra es de caña y miel
pero tan sólo por fuera.
- Imagen: La luna en el umbral, de Flavio Cruz. Ediciones del Parque, 2014.

Concepción, prov. de Tucumán, 1980. Publicó la plaqueta Huecos (Ediciones Del Té, 2010), y los libros Escorial (Editorial Huesos de Jibia, 2013), Siesta (Ediciones Último Reino, 2018) y Era (Falta Envido Ediciones, 2021). Entre otras distinciones, ganó el Premio Municipal de Literatura San Miguel de Tucumán – Género Poesía (Región N.O.A.) y fue seleccionado por el Fondo Nacional de las Artes como becario del programa Pertenencia: puesta en valor de la diversidad cultural argentina.