Por Priscilla Hill |
La poesía de redes nos llega casi como las publicidades de Wish, como los avisos de todos los viajes que no podemos hacer porque hay cuarentena en la mitad del mundo y porque, de todas formas, son demasiado caros. Algunos poemas son maravillosos, otros dan un poco de pena, en cualquier caso, pareciera que hoy ser poeta es ser uno con las redes. Curioso es esto y nos lleva a disputas sobre producción y recepción en las que no voy a meterme porque este libro – Inusual Insinuar– es un libro anónimo: no hay nada que indique quién lo escribió y eso me alivia porque solo tengo que hablar del libro y cuánto más oportuno hablar de literatura que de historias de vidas, ahora que con suerte sostenemos la propia con dos palillitos a punto de quebrarse. Supongo que eso me sedujo, justo después que el título, que me impactó, justo después que la tapa, aunque probablemente esta escisión metodológica sea una idea mía y en realidad haya sospechado del libro su carácter de artefacto multimodal, de dispositivo brutal de una belleza sin más justificaciones que su fuerza de aguijón. La estética toda es como el corte transversal de un diamante púrpura e irregular, con cavidades de materia oscura, como mirar de cerca las aureolas boreales y advertir que te respira en la nuca una presencia fantasmal hecha con los insumos de la luz y su hálito inmenso. Entre dos pinturas renacentistas- Leda y el cisne (1585, Veronese) y Estudio de manos (1596, Dürer), se entraman diecinueve poemas donde la lengua se insinúa, y explora con el recelo de las aves los sitios donde posarse sin echar ninguna raíz. En ese sentido es que los poemas son cosquilleantes, se mueven por los costados, no pretenden nunca la centralidad de lo obvio. Como una galería de ecos, las artes se acarician y van dejando sobre la textura, huellas de su paso por el mundo. Con colores refulgentes, en los márgenes paralelos, un juego entre el lenguaje verbal y el plástico, nos recuerda levemente que poner el foco en algo es desenfocar lo otro que no desaparece, sino que se deja sospechar, y así, en esos deslices, se teje el poemario. En una grafía que nos sugiere las significancias del color, como en una explosión de caminos por hacerse, en el retrovisor de los poemas, emerge: inmoral intimar/individual incendiar/inicial incitar/accidental innovar, en escenas lúdicas donde hay agua, pero no siempre ríos. Se vuelve la idea de algo un fantasma y co-habita en susurros con lo que quedó entre el decir y lo dicho:
Barbaridades
{…}
Posibilidad, pues, de que aquello
que ha sido en mí
violentamente cascado
halle en otro una manera
de fonar, de que en otro encuentre
un fuene atroz y que se pierda
en terribles, interminables resuenos.
(21)
Cada texto es- dice alguien- todos los textos desde los cuáles anhela ser leído y hay aquí un coqueteo a las formas más inquietantes de ciertas vanguardias que, lejos de poses pretenciosas y deseos de degüelle, rondan ciertas reminiscencias poéticas. El poema como un lugar de convergencias y como un páramo fluctuante, donde no se dicen cosas, sino que se las muestra, mientras en ese preciso gesto se rebelan contra sus nombres. El poema como un recuerdo y también como un parpadeo ante una luz que no se espera, pero ingresa.
Interioridad o a través
Asumir como un fuego
propio el sufrimiento,
abrazar su tibieza o mejor
dejarse por él arrasar.
Como alguien ya perdido
hacia el fondo del agua
que abruptamente se abre
en boca y con el cuerpo todo
hospeda peces, corales,
pequeñas luces ahogadas
y logra, por fin,
ser en sí mismo mar.
(41-42)
Frente al rugido del ahora, de la voracidad, de la contención que las palabras deben (¿deben?) darle al afuera (¿existe?), estos versos se aproximan de formas invisibles, hacen la costura de un posible decir para mostrar su enrevés insinuable, su condición, también, de acontecer móvil, como la mirada misma, que se sabe deseante del hallazgo. Como no se puede decir sin sentir una pérdida, se dicen las pérdidas y esa es la tensión de la obra, su razón, quizás, más interesante.
Nube en excedencia
{…}
no, parece, hay nada, no encuentro
nada por fuera o en otro lugar,
he entendido que no puedo
ni siquiera pensarla, nube
no pequeña pero acaso
máxima, por nube
quizás el cielo excedido, acaso
por ella solo cielo sea,
pero ni cielo, o noche, alcanza, nunca,
a su vez a contenerla, inútil,
también, intentar
atraparla en palabra,
ni apabrarla en trálapa tampoco,
nébula siempre del lenguaje
escapando,
(como háse ya
dicho: enserverada-
irremediábola-, etc
cétera-, mente,
mentado).
(47-48)
El último poema es Fenomenecer. De “fenómeno”, que, aunque se haya usado como “extravagancia” en su sentido más cotidiano, significa algo que se nos presenta, que pasa de un estado de invisibilidad a uno de corporeidad, ya certera, ya tenue, ya instantánea. En un ejercicio de la disolución, frente a unos ojos, la tarde culmina, entre el gemir fuera de tiempo de la luna en cierta ciudad y la inercia fugaz de un color cediéndole- indolente- a los otros su estela:
A través de un ventanal ha sido
mi rostro perplejo el lienzo
en que lentamente dibujara
el sol su propio declinar,
trazando a su vez sobre mis ojos y boca
el ciego silencio de la urbe, disueltos
ya en mera sombra los edificios,
mientras la eléctrica
intermitencia de cada farola
desespera todavía intentando
no ser ahogada en penumbras.
Y es ya semejante la tibieza de mi piel
a toda aquella luminiscencia
humana, oposición
ninguna frente a la brutalidad
con que mutan y fueran coloréandose
lejanamente las nubes;
la rosada letanía ahora vuelta
el gris estertor de esta noche,
acaso de la luna
un lamento póstumo.
(61-62)
El libro es de Nacho Jurao, escritor y fundador de Gerania Ediciones, una editorial independiente de la provincia de Tucumán. Lo decimos porque toda práctica de lectura es además una propuesta de archivo, para la memoria o para las sombras- por qué no, también hay que decirlo. Ponerse en contacto con la literatura es aprender a ensayar la colección, en un mundo donde el zapping (qué concepto demodé, con todo ese Internet abarcándolo todo) le quita al arte el derecho al reposo. Hay tantos modos de leer en la vida… ¡yo no sé! A mí me gusta involucrarme con sistemas literarios: con sus intentos, fracasos, ausencias, presencias, fugas, filiaciones, ocasos, recuperaciones. Me gusta hallar algo y mirarlo y mirarlo hasta que algo pasa e irrumpen insinuaciones por verse venir.
En los
legales de la obra dice que el texto se dio a conocer en mayo del Año de la
Pandemia. La poesía no tiene sentido ni deberes con nadie. Pero esa idea tiene
la fuerza de una raíz levantando la vereda sin piedad. Como ese Ginko en
Hiroshima, rodeado de veneno y muerte, y, sin embargo, qué árbol, qué silencio,
qué manía esa la de brotar del caos, irremediablemente, porque puede y porque
es éste un mundo de paradojas. Como aquel verso donde la ciudad se destruye y
alguien canta.
[1] El verso es de un poema de Delfina Muschietti
Priscilla Hill nació en Tucumán en 1991. Es Profesora en Letras por la UNT y editora en La Cimarrona Ediciones, editorial independiente y autogestiva que vio la luz en junio de 2017. Es becaria doctoral de CONICET e investiga los cruces entre las literaturas emergentes de Tucumán y las matrices de la Ley de Educación Sexual Integral (ESI) en espacios educativos de la provincia. Es docente en la Escuela Agricultura y Sacarotecnia de la UNT.
Escribió algunos cuentos cortos y muchos poemas en antologías, ideadas por editores y gestores culturales de Tucumán. Su único libro publicado hasta ahora es ‘Mamá, ¿qué es el miedo?’ (Gato Gordo, 2018) y consiste en tres cuentos breves. Este año saldrá ‘Dárselas con la noche’, un libro de poesía que la hizo padecer y dilatar varios años su publicación. La edición estuvo a cargo de Damián López, de El Andamio Ediciones, editorial sanjuanina que la contactó porque alguien compartió un poema suyo en Facebook.
Usa las redes de manera compulsiva y reniega, en vano, de su condición de millenial. Le gusta el terror en todas sus variantes, como si no bastara con la vida.
Tiene un superpoder muy molesto: pierde colectivos, siempre.