Por Gabriel Amos Bellos |
El modo logos de producción de saberes habría ido quedando gradualmente sumergido y dejado de lado a medida que –bajo el expansivo y opresivo dominio romano–, languidecían a lo largo de los siguientes cuatro siglos los resabios del imperio alejandrino, repartidos en ciudades relativamente autónomas y distantes geográficamente de la Hélade, pero aún cercanas a ella en cosmovisión: Alejandría, Antioquía, Constantinopla… De acuerdo a mi suposición, la pragmática Razón (ratio), primer germen de la racionalidad instrumental occidental del presente, no sería entonces una invención de la prestigiosa Grecia (nombre latino de la Hélade), sino de la poderosa Roma imperial.
Casi en simultáneo, en una insignificante, miserable y apartada provincia del imperio romano, comenzaba a gestarse un extraordinario fenómeno social, cuyas consecuencias llegarían, en el curso de los siglos, a adquirir una insospechable trascendencia. Este fenómeno tuvo por precedente y fundamento un pasado que, con base en la escasa y muy distorsionada información disponible, es dable conjeturar: dos mil años antes, en tiempos de prolongada sequía, uno o más clanes de pastores habríanse refugiado de la hambruna bajo la protección del reyezuelo de un pueblo de labriegos que habitaba las fértiles márgenes de un caudaloso río. No pasaron muchas generaciones antes de que sus descendientes –mezclados seguramente con muchos otros habitantes procedentes de zonas relativamente cercanas–, fuesen esclavizados, condición en la que continuaron por algunos cientos de años.
Es fácil imaginar la intensidad con la que ansiarían recuperar la idealizada libertad de la que habrían gozado sus ancestros seminómades; tal persistente esperanza, nutrida al transmitirla a cada sucesiva generación, fue tornándose el núcleo de su sistema de creencias: aguardaban a su redentor, a un libertador que les sacaría de Egipto y de la esclavitud para conducirlos, en nombre y por orden de su único dios, a la tierra feraz y generosa que les había sido prometida: aquella en la que trashumaban libres sus antepasados.
Fueron (es cosa sabida), eventualmente liberados. Pero en las inestables condiciones políticas de la zona, durante los siglos siguientes alternaron, junto a otras naciones, lapsos de autodeterminación con periodos de sometimiento a sucesivos poderes foráneos. Cada lapso de pérdida de la autonomía política favoreció un nuevo retorno a la esperanza en una cada vez más idealizada y mítica libertad que sería concedida por su dios mediante un cada vez más idealizado y mítico redentor –el Mesías–, anunciada por santones y profetas hasta llegar a ser oficialmente sistematizada por los sacerdotes.
Es durante un particularmente cruento periodo de opresión –el romano–, cuando en la solemne, sensible fecha conmemorativa del éxodo de Egipto, resulta condenado a muerte pública y ejemplificadora un predicador muy amado por el pueblo. Si hubiese habido una fluida continuidad conceptual entre el sistema de creencias judáico y el sistema popular de creencias que un predicador posterior –con un siglo de mora–, sintetizó acerca de esa muerte, o los procesos político-religiosos desplegados durante el par de siglos siguientes, la holofrase “judeocristianismo” podría resultarme quizá más fácilmente admisible. Pero aún en caso de haber existido inicialmente tal continuidad, la legitimación oficial que cesando de perseguir y combatir esas creencias sentó las bases para que se las instaurase en religión imperial, marca –a mi juicio–, un punto de ruptura sin retorno.
Preservando y expandiendo el poder de la Iglesia mientras se disgregaba la unidad política del Imperio Romano de Occidente, constituido el fundamento de lo que –apenas cuatro siglos después–, recibiría el nombre de Estados Pontificios, comenzaba la llamada Edad Media; durante el milenio siguiente, la expansiva iglesia cristiana se instituyó en preservadora, guardiana[1] y difusora de la hegemónica ratio, en relevo de Roma. De una ratio cuya matematización de la naturaleza, por diferencia con la romana antigua, se hallaba teñida por una particularidad crucial: su prejuicioso rechazo moral por todo lo natural, “terreno” y corruptible, su constitucional nihilismo hacia lo vivo, que la inclinaba a tomar por útil todo lo que juzgaba despreciable.
Nunca una hegemonía –por definición–, es completa; el concepto no denota victoria definitiva, sino una preponderancia o predominio temporalmente logrado sobre un territorio en permanente e inacabada disputa.
Al este-sureste del Mediterráneo, en el Imperio Romano de Oriente, el periclitado logos –el helenismo residual, por así decirlo–, había conservado posiciones. Una riquísima, curiosa e inestable mezcla de culturas diversas prevaleció como unidad política y prosperó como administración económica hasta bien entrado el S XV. Bajo su dominio convivían las religiones y florecían los oficios, el comercio, las ciencias, y las artes: allí ratio y logos se desplegaban y combinaban sin combatirse (un dato que estimo valioso para mi punto de vista es la restitución del idioma griego como lengua oficial en 620). Bizancio incluso vivió un nuevo periodo de expansión territorial hasta mediados del S VIII y –mientras el Imperio Occidental se disgregaba acosado por los bárbaros– adquirió influencia sobre toda la costa norte de África hasta Gibraltar, mientras disputaba predominio en el Este-Noreste contra el Imperio Otomano.
Al norte del Mediterráneo la Iglesia desplegaba su rigor homogeneizante (Tribunal del Santo Oficio, Inquisición) e intentaba fútilmente recuperar, instando a la nobleza al emprendimiento de las Guerras Cruzadas, los territorios perdidos por Roma en el Sur. En sus periplos, los Cruzados, inevitablemente, tomaban contacto estrecho con Bizancio (que permanecía oficialmente cristiano) y con la inmensa y compleja riqueza material y simbólica de su cultura; es imaginable el asombro y la fascinación, las necesarias, inevitables comparaciones con las miserables y opacas formas de vida de la época en sus lugares de origen.
Desde Bizancio, en donde se habían preservado y continuado desarrollando, retornaron al norte del Mediterráneo las artes, las ciencias, los libros del clasicismo heleno enriquecidos y complejizados durante un milenio de viva reflexión multicultural. Hacia mediados del S XIII, coincidentemente con el final de las invasiones Cruzadas, comienza en algunas ricas ciudades peninsulares lo que luego se conocería por Renacimiento (de la cultura clásica), Humanismo e Iluminismo o Ilustración: una revalorización celebratoria de la naturaleza y lo natural, el cuerpo humano y sus pasiones, la libertad de conocimiento, pensamiento y sentimiento propia de una cultura vital[2].
La hegemonía de ratio volvía así a ser disputada. Para mi propuesta conjetural –en particular para su aplicación a la reflexión sobre las causas estructurales posibles de la crisis de la Razón Instrumental Occidental desde mediados del S XX a la fecha–, resulta interesante pensar que –ante el retorno de logos–, los últimos bastiones de ratio en estado de alta pureza hayan sido –por causas similares aunque por vías históricas diversas–, la península ibérica, las costas al norte y oeste de Francia, los Países Bajos y –muy especialmente–, las islas británicas. Resaltando esto quiero indicar que la expansión territorial con la que la Modernidad comienza (conquista de América y África, dicho sin detalles), fue emprendida y efectuada sobre todo por naciones cuya cosmovisión se mantenía aún fundada en una casi indisputada hegemonía del modo ratio de construcción/interpretación/validación[3] de realidades.
(Continuará…)
Imagen: Möbius strip – by David Benbennick, CC BY-SA 3.0 wikimedia commons
[1] Se atribuye al apóstol Juan esta paráfrasis de los primeros versos mosaicos acerca de la Creación del Universo; en ella, un logos identificado con Jesús (o viceversa), sublimado hasta equipararlo a la deidad, es elevado a la celestial altura; apartado allí observa sin interferir –salvo excepcionalmente–, en las cosas terrenales, de las que ratio queda soberana: “En el principio era el Logos y el Logos estaba con Dios, y el Logos era Dios. Estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por él y sin él no se hizo nada de cuanto existe. En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.” (Jn 1:1–5).
[2] Me parecen conspicuos sus muchos rasgos neopaganos, detalle habitualmente omitido en los relatos oficiales de la llamada Historia Universal.
[3] Además, postulo que con base en esta propuesta, hasta podría conjeturarse un intenso periodo de disputas (vigente desde fines del S XIX aunque agudizado en los últimos cincuenta años) por la hegemonía epistemológica, con las ciencias naturales y exactas empeñadas en imponer un método científico basado exclusivamente en el formato intelectual de la ratio, mientras –en una especie de “retorno de lo reprimido”, por expresarlo en jerga freudiana– las llamadas “ciencias blandas” pugnando por hacer que se restablezca a logos el reconocimiento de su validez en el campo de la producción de saberes.

Gabriel Amos Bellos es hijo de una bibliotecaria colegial y un minúsculo industrial textil (Z”L), santafesinos afincados en Tucumán poco antes de la época del cierre de ingenios. Judío laico egresado de bachillerato comercial no tan laico, ex boy-scout jalutziano, aikidoka no muy esmerado, ambientalista poco convencido, antibelicista escéptico, anticolonialista resignado y humorista mal comprendido, ha devenido un licenciado en psicología ligeramente excéntrico, formado además en otras ciencias sociales, filosofía y psicoanálisis. Describe el clima tucumano como «subtropical semiárido», creyendo justificar así una actitud de amable cactácea. Investigador y docente universitario, amador del teatro y escritor casual desde su adolescencia (bastante inédito o escritorzuelo, según se mire), fue parte de varios ignotos grupos literarios y publicó esporádicamente en revistas de circulación local; apenas ha compartido su obra en uno que otro festival, y merecido algunas ínfimas menciones en tres o cinco olvidados certámenes de poesía, sin que ello baste para disuadirlo. Entre 2011 y 2014 fue asiduo colaborador de la Biblioteca Parlante Haroldo Conti, en cuyo marco fundó y codirigió Ediciones de La Eterna. Mejor destino ha tenido su dispersa ensayística, y entre sus publicaciones cuenta un libro de apotegmas, «Noccidental», agotado en papel pero descargable en línea. Tiene comprometida con Falta Envido Ediciones (del Colectivo Escuchara), la 2ª edición de su poemario «Diáspora» para 2021, mientras pergeña la reedición jujeña de «Refracciones», su dubitabundo tomo de microensayos.-
Libros de Gabriel Amos Bellos en La Tiendita de La Papa:
Noccidental https://lapapa.online/producto/noccidental/