Por Fabián Soberón |
En tu primer largometraje hay una puesta de cámara y una fotografía que destacan la representación del espacio y el paisaje. En este sentido, Deshora (2013) pone en escena el valle salteño y sitúa el drama en un entorno específico. ¿Cuánto del entorno se filtra en la trama?
Deshora, mi primera película, transcurre en un entorno completamente familiar para mí. A la hora de escribir mi opera prima decidí que se desarrollara en un entorno que me es conocido, tener la libertad de poder vincularme con los personajes y el lugar casi en primera persona.
De algún modo, se trató de la búsqueda de un dispositivo lo más honesto posible, situándome en lugares y personajes que tienen que ver con la clase social en la que crecí y de la que conozco sus dinámicas. Sin embargo, el punto de partida no fue la intención de un retrato sino, más bien el vínculo incómodo que siento frente a algunas de esas dinámicas. Dicho esto, ese conocimiento encarnado me dio la libertad de poder concentrarme en lo que les sucede a los personajes y en la trama, sin tener que poner especial atención en la verosimilitud del entorno.
Intenté un acercamiento con cierto extrañamiento, y deposité esa inquietud en la cámara. Pensé en la cámara como si fueran los ojos de un voyeur que está a salvo de ser visto y con capacidad de acercarse a los personajes desde muy cerca. El formato (2:35) fuerza el encuadre de a momentos funcionando de algún modo como aquello que deja verse a través de una rendija. A eso se sumó la utilización de cámara en mano o sobre trípode pero siempre suelta, la decisión de que los lentes estuvieran siempre dentro del rango normal (como la visión humana) y descartar cualquier posición de cámara que se saliera de esa regla.
Con estos elementos en claro, el entorno se filtró y articuló de modo natural me parece.
Deshora trabaja con varios asuntos o problemas: la relación entre los patrones y los peones, la vida rural, la violencia machista, el deseo y la violencia en múltiples direcciones. Me gustaría que hablaras de esta película en relación con los problemas que plantea.
Me interesaba particularmente adentrarme en la matriz patriarcal y en las relaciones de poder dentro de una clase y en su vinculación con otras clases y/o posiciones subarlternas. Los vínculos de poder al interior de la clase social dominante y los mecanismos que la perpetúan. Vemos la relación y lealtades entre patrones y peones pero también la relación de dominación del universo masculino sobre el femenino. Los espacios enquistados, la identidad y pertenencia como prisión. Creo que eso se pone en evidencia frente a la llegada de un familiar extraño, alguien que irrumpe desconociendo las reglas o sobrepasándolas. El peligro que suponen los puntos de fuga frente a la necesidad de resguardar un “deber ser” para no dejar de pertenecer. El deseo como pulsión difícil de controlar y que pone expone las frágiles seguridades con las que se habita. La violencia como vehículo y respuesta ante el preservar.
Deshora es una película con tres personajes. El conflicto se arma a partir del deseo y de la violencia que se genera entre los tres. ¿Cómo surgió el guión y cómo lo pensaste en este sentido?
Pensé en el desequilibrio que supone la convivencia repentina con un extraño, alguien que irrumpe y comienza a formar parte del espacio de la intimidad. Lo íntimo en estado de fragilidad y, ante la aparición del deseo, esos cuerpos que rozan en la cotidianeidad.
La mirada de otro nuevo en el entorno que nos devuelve la mirada sobre nosotres mismes.
El guión se fue construyendo a partir de los personajes que fui pensando. Joaquín, que a raíz de sus adicciones es un mayor de edad infantilizado que no puede tomar las decisiones formales de donde quiere estar en el mundo. Cómo convive con esa circunstancia y la necesidad de llevar a cabo acciones soberanas que lo reafirmen aunque eso lo conduzca a la destrucción.
Ernesto, un hombre con una buena posición económica y social, que habita el mundo llevando a cabo la performance de lo masculino en cada una de sus prácticas. Esa masculinidad performática que puede conducir a una gran violencia y toxicidad, y de la que desconoce cualquier salida posible.
Helena es un poco la pesadilla de mi abuelo encarnada en personaje. Él insistía desde que tengo uso de razón en que, tanto sus hijas como sus nietas, tuviéramos algún tipo de profesión, que cada una de nosotras preservara su autonomía para poder dejar atrás, sin mayores preocupaciones, cualquier circunstancia en la que nuestra libertad se viera coartada. Ella fantasea con otra vida posible pero no cuenta con las herramientas para abandonar eso que la aprisiona. A su vez, está acorralada por la imposibilidad de concretar eso que podría definirla como una mujer plena en ese contexto: la maternidad. En esa contradicción entre cómo le gustaría pensarse y como se ve, está dispuesta a arriesgarse por ese nuevo vínculo que sacude sus días.
A diferencia de Deshora, Sangre blanca (2018) está centrado en el personaje de la chica, Martina. Hay un diálogo fundamental con el personaje del padre (Javier) pero la narración está focalizada en la “conciencia” y en las acciones de Martina. ¿Cómo fue la construcción desde lo narrativo de esta película?
Para las personas que hemos vivido alguna forma de abandono por parte de nuestros padres, la idea de la incondicionalidad dada a través de la sangre no hace tanto sentido siempre. Sin embargo, la mayoría crecemos con la fantasía que hay algo que nos faltó, que no pudimos ofrecer y una conciencia de la deuda contraída con nosotres.
Yo partí de eso e imaginé la situación más extrema en la que podría llegar a estar implicada, que diera lugar a hacer valer esa deuda. Pensé en Martina como un personaje que pudiera ser cercano a mí, una mochilera (como he sido y suelo ser) que sin medir consecuencias, juega un juego que le queda demasiado grande.
A partir de ahí surgió la historia, y para desarrollarla visité varias veces una frontera que recordaba particularmente, Pocitos. Tenía aún impregnada la sensación física del calor.
Siento un especial interés por las fronteras como espacios, viajando he cruzado muchas a pie por distintos continentes. Hay algo fascinante en su arbitrariedad, en esas franjas trazadas en el suelo y donde se supone que, con un paso, las condiciones jurídicas, idiomáticas y hasta culturales se transforman en otras. En la realidad, suelen ser limbos que ponen en evidencia que una nación es solo una comunidad que se imagina dentro de un territorio. Se imagina.
Sangre Blanca entonces fue pensada como una película de límites, de los bordes que pueden abismarnos a otra cosa. En una frontera habita el vínculo de Martina con su padre, ahí se estira al máximo, se desdibuja, se afianza y se rompe, y desemboca en otra cosa.
Me gustaría que comentaras cómo fue el trabajo desde la dirección en Sangre blanca.
Tenía muchas ganas de trabajar con Alejandro Awada hacía tiempo. A Eva de Dominici la ví en una serie y quedé impresionada por su trabajo. Tenía conciencia de que los personajes distaban mucho de cómo ellos son y ese resultó el desafío que más me entusiasmó. Probé una forma de trabajo un tanto diferente a la de Deshora.
En mi primer película no hice casting con los protagonistas, salvo con Alejandro Buitrago (Joaquín) al que le di varias pautas y le pedí que me enviara monólogos bastante libres para ir conociéndonos. No soy muy amiga de hacer castings como herramienta para descubrir si el otro está capacitado o no para un personaje. En ese sentido, soy bastante intuitiva y necesito conversar mucho, más que nada para ver si soy capaz de generar atajos en el entendimiento con la otra persona y si voy a poder pedirle lo que necesito. En Deshora ensayamos los vínculos, para Luis Ziembrowski y. María Ucedo escribí escenas para los ensayos que no estaban en el guión, se ensayaron una suerte de repertorios de recuerdos para construir una memoria física que fuera sedimentando y a la que pudieran recurrir si acaso lo necesitaran en momentos de improvisación. Escribí diarios íntimos de cada uno y hasta listas de los libros y música preferidos y los objetos que más les llamaba la atención. Una semana previa al rodaje nos pasamos improvisando en la locación situaciones que no filmaríamos. Pasamos horas conversando, proponiendo y pautando las escenas de sexo. Ese tipo de escenas me gusta tenerlas bien acordadas y ser lo más leal posible a lo que decidimos y pensamos en conjunto.
En Sangre Blanca probé otras formas, durante meses nos fuimos juntando con Eva regularmente en videollamadas y hablamos de toda clase de cosas. Nos fuimos conociendo y compartiendo experiencias y modos de ver el mundo. Para el momento de los ensayos y rodaje, ya sabíamos mucho la una de la otra y había una confianza construida.
Con Alejandro fueron litros de café en bares, pensar el personaje desde lo emotivo y lo físico.
En este caso, si ensayamos escenas del guión, tratando de encontrar el tono preciso y adecuando los diálogos. No ensayamos en Pocitos previo al rodaje, el desconocimiento era un elemento que debía jugar a nuestro favor.
Con Rakhal Herrero (Manu) hubo un trabajo muy físico que fue posible llevar adelante gracias a que es bailarín y coreógrafo.
Con el Negro Prina nos entendimos de inmediato, yo venía siguiendo su trabajo y tenía un fuerte deseo de colaborar con él.
Helena (en la primera película) y Martina (en la segunda) sufren maltratos perpetrados por hombres. En el caso de Helena es el esposo el que abusa de ella (también hay una relación tensa con el primo): pienso en toda la trama y especialmente en la última escena sexual. En el caso de Martina, el padre ha sido un padre ausente. Me gustaría que hablaras de estos asuntos.
Supongo que como punto de partida, la experiencia y relación con el mundo siendo mujer dista mucho de la de un hombre. Desde muy temprana edad estamos expuestas a formas de violencia (física, económica, sexual, afectiva) mucho más evidentes que la que atraviesan buena parte del sexo masculino. Vivimos en una sociedad violenta y eso nos atraviesa al conjunto de diferentes maneras. Ahora bien, hay una dominación histórica sobre las mujeres y eso me ha inquietado desde siempre. Cuando no la he vivido, la he atestiguado. Me incomoda y hago películas en las que tengo la necesidad de ponerla en relieve, de echar luz sobre las texturas, de “pensarla en voz alta”, de liberar como gesto el mostrarla. Compartir esa incomodidad, sacarla del ostracismo y extendérsela a quien me da una hora y media de su vida a ver qué pasa. Mi esperanza es que resuene, pienso al público de mis películas no como personas que calientan asientos en una sala o un sillón, sino como seres pensantes y sensibles que me van a dar su tiempo para que los guíe en un recorrido emocional del que difícilmente conozca los resultados. Desde ese lugar, lo mejor que puedo ofrecer es ser clara desde donde me paro para contarles una historia y brindarles la mayor honestidad posible. Mi deseo es que algo de la experiencia sedimente, y en algún momento, se haga presente como reflexión o como disparador para pensar o pensarse.
¿Te interesa pensar tus películas en relación con la idea del género (lo femenino)? Quieto decir, ¿te interesa destacar o enfatizar que el cine está hecho por una mujer?
Creo que es imposible escaparle, aún si quisiera. Si me interesa abordar el universo masculino desde el punto de vista femenino. Siento que puedo hacer una película sólo de hombres y que mi mirada va a ser indefectiblemente femenina, que se va a evidenciar por mi relación con los espacios, con el tiempo, con los cuerpos y donde encuentro que está acento. De hecho, en Deshora hay muchos momentos de eso y no he podido ni querido salirme de mí para hacerlo. Creo que en el cine eso se nota, del mismo modo que se nota la clase y la raza de quien enuncia por más que algunos se empecinen en camuflarlo. Somos hablados por nuestras configuraciones y nuestro modo de estar en el mundo. Por eso, éticamente al menos, siempre trabajo en un dispositivo que me ayude a ser honesta sobre eso.
¿Crees que el cine dirigido y realizado por mujeres plantea problemas diferentes al cine dirigido por hombres?
Creo que puede plantear los mismos problemas pero parándose en otro lugar. Del mismo modo pasaría si pudiéramos descubrir cómo es un cine hecho por otras clases sociales o como sucede cuando entramos en contacto con un cine hecho por fuera de la perspectiva de la blanquitud.
¿Cuál es tu relación con el cine producido en el noroeste argentino? ¿Estás al tanto de lo que se produce? ¿Hay algún/a director/a cuya estética te convoque?
Estoy bastante en contacto con el cine producido en el noroeste argentino, la comunidad cinematográfica es pequeña y nos conocemos bastante.
No soy especialmente cinéfila, el cine, ante todo, me gusta hacerlo. Antes de empezar a trabajar como obrera del cine no soñé con ocupar la silla de dirección. Fue la necesidad de compartir y de expresarme la que me fue llevando y, lo cierto, es que no filmo por filmar, lo hago cuando siento que hay algo interesante que tengo para decir y compartir. Dicho esto, no puedo recitar influencias o parentescos salvo los que tengo afectivamente por relación de amistad. Ahí hay de todos los ámbitos.
El trabajo de Lucrecia Martel me encanta, la admiro profundamente como directora pero, por sobre todo, es de las personas con las que más me gusta conversar en el mundo. Además, para mí ver “La ciénaga” fue una bisagra, antes no había tenido tanta conciencia que ese entorno que yo conocía podía ser cinematográfico, de la contundencia que tiene trabajar sobre lo que se conoce de cerca.
Fuera del NOA, también tengo un vínculo muy estrecho con Benjamín Naishtat, María Alché y Julia Solomonoff entre otros. Más que una estética, me convocan sus inquietudes y me fascinan los proyectos que tienen y que yo jamás dirigiría pero tengo una enorme ansiedad por ver.
Me gusta mucho la fotografía, la música, el arte contemporáneo, la literatura, la filosofía, la historia, la geografía y viajo casi compulsivamente. Converso con personas muy diversas, me fascina escuchar historias familiares, las emociones que las personas involucran al recordar anécdotas. De mucho de eso suelo alimentarme en Salta.
Podría nombrar un montón de directoras y directores que me gustan pero no puedo inscribirme en una genealogía, ese trabajo se lo dejo a otros que tengan más desarrollada esa percepción.
Tus dos largometrajes fueron realizados en locaciones de Salta, ¿por qué te interesa producir un cine situado en la provincia o en la zona provincial?
Me interesa filmar en Salta porque la mayoría de las historias que se me ocurren transcurren ahí. De todos modos, ya después de dos películas en el noroeste argentino, siento que podría filmar en cualquier otro lugar.
¿Estás trabajando en una nueva película? ¿Cómo será el tercer largometraje de Bárbara Sarasola-Day?
Estoy trabajando en más de un proyecto pero el próximo se llama “Little war”(“Pequeña guerra”, el título no se traduce al castellano). Se basa en mi experiencia de niña de crecer con la parte de origen inglés de mi familia, un matriarcado de mujeres alfa, y cómo fue tener la percepción de ser el enemigo, sobre todo en los días de la guerra de Malvinas.
¿Cuáles fueron las motivaciones o los disparadores para que te convirtieras en directora de cine?
Me imaginé más como guionista. En realidad, a mí me gusta hacer cine y, dependiendo el proyecto, cumplo el rol que haga falta si quiero que una película se haga. Por eso también produzco películas dirigidas por otras personas.
Dirigí mi primer película porque me encontré con un guión que sentí que no debía dirigir nadie más que yo. Me fascinó la idea de trabajar con actores (y todavía me fascina). Me gusta lo que sucede al dirigir. Mis guiones los escribí sola y dirigir, de algún modo y si te rodeas bien, te saca de la soledad. El aporte de cada cabeza de equipo y del elenco agrada cualquier cosa que hayas imaginado, el compartir y recibir eso es maravilloso. También amo los rodajes, cada vez que vas a toma es vivir una vez más la experiencia de la simultaneidad: todos unidos pensando lo mismo y arrojados a lo que vaya a suceder. Es como re-ligarse de alguna manera, los instantes en que cada individualidad se transforma en una sola maquinaria. Suena místico, pues lo es.
Nació en Tucumán, Argentina. Es Licenciado en Artes Plásticas y Técnico en Sonorización. Se desempeña como Profesor en Teoría y Estética del Cine y Comunicación Audiovisual en la UNT. En 2014 obtuvo la Beca Nacional de Creación otorgada por el Fondo Nacional de las Artes. Colaboraciones suyas se difunden en publicaciones nacionales e internacionales. Integra las antologías Poesía Joven del Noroeste Argentino (compilada por Santiago Sylvester, FNA, 2008), Narradores de Tucumán (compilada por Jorge Estrella, ET, 2015) y Nuestra última Navidad (compilada por Cristina Civale, Milena Caserola, 2017), así como el diccionario monográfico La cultura en el Tucumán del Bicentenario, de Roberto Espinosa (2017). Fue traducido parcialmente al portugués, al francés y al inglés. Libros publicados: la novela La conferencia de Einstein (1ª edición en 2006; 2ª edición en 2013); en el género relatos: Vidas breves (1° edición en 2007; 2° edición en 2019) y El instante (2011); en el género crónicas: Mamá. Vida breve de Soledad H. Rodríguez (2013), Ciudades escritas (2015) y Cosmópolis. Retratos de Nueva York (2017); y el volumen 30 entrevistas (2017). Como director de cine, realizó los documentales Hugo Foguet. El latido de una ausencia (2007), Ezequiel Linares (2008), Luna en llamas. Sobre la poeta Inés Aráoz (2018), Alas. Sobre el poeta Jacobo Regen (2019) y GROPPA. Un poeta en la ciudad (2020). Con los músicos Fito Soberón y Agustín Espinosa, editó el disco Pasillos azules (AERI Records, 2019).