Por Nicolás Jozami |
I
Tengo para mí que no hemos terminado de acomodar la herencia que dejó en nuestras conciencias y en la genética histórica la concepción filosófica y vital del Renacimiento. Lo digo en un sentido amplio, pero no por ello menos concreto: sacar de la centralidad en el decurso humano a Dios, en una concepción Teocéntrica, propia de la Edad Media, para colocarnos ahí nosotros, los silvestres seres humanos, en una concepción Antropocéntrica, que se asentará en siglos posteriores, pero que hace su nacimiento en el Renacimiento del siglo XVI.
Sacar una idea -la de Dios- y poner otra -la del hombre- tuvo y tiene su costo, su precio. Cuestiones hoy tan usuales como el estudio de los cuerpos para comprender qué produce una enfermedad, o conocer el propio factor sanguíneo para una eventual donación, o hasta llegar a puntos infinitesimales con aparatos que aumentan la visión, entre muchos otros, eran impensables, y estaban vedados en la Edad Media por ser de alguna manera ofensivas a la divinidad: lo que el hombre no sabe ni puede conocer, Dios lo sabe y conoce, y con eso basta. Recordemos un momento en el siglo XVII lo que le responden desde la Iglesia católica a Galileo cuando hace su afirmación astronómica usando el telescopio: mirá si podrás escrutar los designios divinos con ese aparatejo.
Endiosada la razón (y fíjense que uso “endiosada”) ya entrado el siglo XVIII, la capacidad para ordenar el “caos” existente en la Naturaleza y realidad, el ser humano adquirió una tremenda, necesaria, beatífica y angustiante noción de la libertad (tremenda, necesaria, beatífica y angustiante léanse juntas y simultáneas). Y es desde esa libertad de acción y de pensamiento (donde el siglo XIX absorberá los avances científicos nucleados en el Positivismo, con Augusto Comte a la cabeza) que nace nuevamente la semilla del escepticismo y una vuelta a la “fe” en lo absoluto, en ese más allá. Recordemos a Pasteur: “Poca ciencia aleja de Dios, pero mucha lo acerca”.
II
El filósofo danés Soren Kierkegaard, padre del existencialismo, tiene una frase demoledora: “La fe es la capacidad de soportar la duda”. Una contradicción luminosa, una hoja de ruta. Si se tiene fe, se debe estar abierto y atento a las dudas que la fe postulada acarrea, para tornarla genuina, verdadera. Tengo para mí también que el énfasis de la frase está en el infinitivo “soportar”. ¿Cuántos logran poner a prueba aquello que creen férreamente? ¿No es más fácil descartarlo a la primera decepción?
Igualmente puede aplicarse la frase a la operación inversa: cómo estamos abiertos a modificar nuestros escepticismos, nuestros “no creer” a tal punto que descreemos de las cosas según cómo venga la mano y la época. Creíamos en la tecnología en el momento en que internet era la usina del saber; no creemos en él -aún usándolo como zombies- ya que es aburrido saber que la “vida” se encuentra duplicada en la nube. No creemos en la ternura familiar de entrecasa, pero las selfies compartidas y subidas a las redes, demuestran y demuelen lo anterior: creemos en la ternura familiar y amistosa de entrecasa. Es una conducta que permea y que tiene el atributo de no considerarse incoherente. Un signo de época.
La capacidad camaleónica para abandonar lo que se creía es vertiginosa y concita la atención especialmente de los medios de comunicación. Las fake news son un anzuelo modelo para este tipo de procesos. Recordemos lo que sucedió -fácticamente hablando- con el hundimiento del Ara San Juan. Creemos en el honor y la gesta de los marinos, para después ser escépticos con la propia Marina cuando nos anoticiamos que el submarino fue hundido a propósito por algún interés que no llegamos a develar. Somos anti patriotas al criticar la burda tecnología militar de nuestra patria cuando sabemos que ese aparato tenía tantos años y la gente adentro viajando era una bomba de tiempo; pero somos nacionalistas cuando nos dicen que el Ara San Juan fue hundido por Rusia o Inglaterra con un misil porque estaba en aguas oceánicas equivocadas, o por error, o por lo que fuera. Volvemos portátil nuestro escepticismo, cotidiano, a cuerda, y no porque seamos endebles, sino porque la cultura de la doble cara de la moneda colabora para hacernos consumidores de lo que cada vez está poniéndose de moda o instaura con bombos y platillos un “hashtag de creencia”.
III
Blas Pascal -ese gran espíritu atormentado- sufre una experiencia que lo transforma y lo vuelve un filósofo matemático atribulado por vivir la divinidad en la tierra. Pascal es un creyente que todo el tiempo llega al límite del escepticismo, para retornar con mayor fuerza, es alguien que pone a prueba sus vivencias. Sus textos son desgarros de un espíritu febril. Y se contenta con la idea e intención de alcanzar ese justo medio aristotélico. Escribe: “No es bueno que el hombre no vea nada; no es bueno tampoco que vea lo bastante para creer que posee; sino que vea tan sólo lo suficiente para conocer que ha perdido. Es bueno ver y no ver; esto es precisamente el estado de naturaleza” (Pensamientos, IX).
No ver lo bastante como para creer que se posee, vaya definición del escepticismo. Michel de Montaigne conjuró en el siglo XVI la idea de la finitud en las afirmaciones humanas, dando lugar a los “ensayos” que son cada una de nuestras afirmaciones con pretensiones o ansias de totalidad: en lo que digo doy la medida de mi visión sobre la cosa y no la de la cosa misma. Pero el escepticismo a cuerda posee otra cualidad, diferente a la que instaura Montaigne: una cosa es indagar algo a fondo -con las fuerzas que poseamos- y otra es modificar nuestro descreimiento según cómo sopla el viento. Falta el justo medio, falta la lucha para sostener esa no creencia. La fe es la capacidad de soportar la duda.
Recuerdo haber visto hace poco un documental sobre la vida artística y personal del Jim Carrey. El protagonista de La máscara mira y habla a cámara, (un Carrey con años encima, dolores personales, trabajos exitosísimos y una tupida y cana barba que no se toca casi en ningún momento). Pero es al inicio de su estrellato, de su carrera, cuando logra dar el salto; se da cuenta qué es lo que debe y quiere hacer para ser atendido, observado, contratado: “tenía que ser el hombre sin preocupaciones”; un apotegma tan norteamericano como lapidario. La gente quiere y se ufana en adorar al hombre sin preocupaciones, para identificarse por un rato, ya que la preocupación me hace creer.
Ese humanista español, Baltasar Gracián, que habrá disfrutado mucho diseñando su Criticón en el siglo XVII, coloca en la Crisi quinta lo siguiente: …”no hay cosa más pesada que una verdad no pensada” (“El palacio sin puertas”, parte 3). La liviandad de no pensar una verdad, se cura con el escepticismo portátil.
Nicolás Jozami (La Pampa, 1979). Escritor, docente, investigador. Ha publicado los títulos de cuentos: Galería de auxilios (no editorial, 2019); Hueso al cielo (Alción, 2018); La joroba del Edén (Cartografías, 2018); El brillo gemelo (Borde perdido, 2016) y La quimera (Ciprés, 2009). Poemas, cuentos y ensayos suyos han sido publicados en diversas antologías y revistas, en formato papel y en la web. Colabora con reseñas y notas para los diarios Hoy Día Córdoba (Córdoba), La Arena, (La Pampa), El Liberal, (Santiago del Estero) y en revistas digitales, como BIFE, Barbaria, El Ganso Negro, Viejo Mar. Entre otras, ha obtenido las siguientes distinciones: Mención especial del jurado en el “Primer concurso de Narrativas de la editorial de la UNC” (Córdoba, 2020), “Primer premio en el concurso literario ACIC” (Córdoba, 2016), primer premio en “Certamen de microrrelatos Siete Sellos” (La Pampa, 2017), finalista en el “Primer Premio «Diderot» categoría ensayo de Ápeiron Ediciones” (2017, España), primera mención en el “IX Concurso de cuentos Manuel Mujica Láinez” (2015, Buenos Aires). Ha dictado y dicta talleres de escritura de invención.
Me alegra encontrar este tipo de texto, Nicolás. Dejás en claro que las ideas pueden desarrollarse con estilo y claridad. Te felicito.