Por Martín Aguierrez |
El mundo aún no alcanza
su total y cerrada dureza de piedra.
Todavía sobrevive algo que se contrae
y se distiende debajo de algunas superficies
y fluye un cierto frescor de aguas remotas
y se escuchan tejidos agonizando
entre la yerba dura de las montañas.
Pero en este borde vacilante
ya ninguna forma tiene voz para gritar.
“Bosque de piedras”. José Watanabe
La ruda vegetación del ser humano,
cuando se pone loca, no acaricia como terciopelo.
Menos que un recuerdo. Eduardo Rosenzvaig
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El título no es lo que parece. Leo Río de gelatina y no se dibuja la sonrisa color flúor; no me sacude el olor a fruta al abrir la heladera; no asalta la textura gomosa, quebradiza en la boca. Nada es lo que parece. Leo Río de gelatina y no viene el baño de inmersión en las aguas gelificadas de un postre. El paraíso. No. En este río las aguas son turbias y quien lee ingresa en el corazón de la crisis.
Dice Baudelaire en El pintor de la vida moderna: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Y algo de eso hay en esta novela póstuma de Eduardo Rosenzvaig. Porque en el instante en que desato el nudo de la felicidad hecha gelatina lo que emerge es un dolor eterno, un proceso continuo de llantos y gemidos. Lo contingente y su futilidad ceden el paso a una mitad oscura de la modernidad que no habíamos avizorado. Como cuando en lo profundo del vaso cubierto de gelatina encontramos el pelo largo que desata la arcada. Así. Uno lee este río y mastica la tierra acumulada, los gránulos que acentuó el tiempo. Y uno empieza a sufrir.
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No hay. De eso se trata. O quizás de cómo se configuró en nosotros la idea de que “no hay”. Mejor dicho: se trata de dar cuenta de un “no hay” que accionó un proceso sistemático y organizado de destrucción para que efectivamente “no haya”; y del velo moderno/posmoderno que cubrió esa ausencia. “Al hombre —susurra Rosenzvaig en uno de sus tantos ensayos[1]— como cualquier ser vivo […] se lo puede adiestrar. Dentro de ciertos límites. Se le puede enseñar con bastante facilidad que llame esperanza al consumo y libertad a la seguridad”. Reviso el ensayo y en estas pocas líneas que extraigo de sus muchos libros, Eduardo condensa el recorrido de toda la novela.
Abrimos el texto e iniciamos la marcha insomne hacia los gemidos. Algo se contrae y se distiende debajo de las superficies. Un estertor agonizante guía a un grupo de soldados encabezados por el coronel Fontana hacia una travesía inusitada por el gran Chaco. Lo único que quieren es calmar ese llanto, silenciar la nota monocorde que se instaló en sus cabezas. Descubrir su origen. Como si emularan los viajes del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo, este pequeño ejército se pone en marcha tras un objetivo descabellado.
El resto de la novela es la lenta incursión del capitalismo extractivista decimonónico sobre el cuerpo vegetal de un territorio exuberante. Es el sonido de la frontera civilizatoria avanzando sobre la naturaleza. Es también la maquinaria de la guerra puesta en funcionamiento para herir de muerte el tejido armónico que hilvanó durante décadas el ser humano con su entorno. Es la narrativa de una burocracia oxidada movilizando manos, ojos, piernas, entendimiento y todo tipo de papeles para justificar esa herida mortal. Es el relato incómodo que devela que todo documento de cultura es documento de barbarie[2] y que el proyecto civilizatorio de una generación se concretó con la violencia de la piedra.
Llamamos “gelatina” durante años a lo que en realidad es una forma cruel del extractivismo. Adiestrados dentro de ciertos límites, decimos “gelatina” y apostamos a la felicidad. No nos damos cuenta de que esa palabra esconde la muerte en su interior. La materia prima se obtiene de curtiembres y mataderos: pieles y huesos de animales se desgrasan y trituran para su obtención. Rosenzvaig le devuelve su dimensión a la palabra. La lleva al borde de lo decible y ubicado en ese abismo nos empuja al vértigo del río.
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Es el siglo XIX. Es el siglo XIX y sus guerras. Es el siglo XIX, sus guerras y el gran Chaco. Es el siglo XIX, sus guerras, el gran Chaco y un coronel aturdido por la ciencia. Es el siglo XIX, sus guerras, el gran Chaco, un coronel aturdido por la ciencia y una naturaleza desbordante. Eduardo Rosenzvaig acumula en la escritura los sedimentos espesos de algo que tiene vida, que se mueve y se escabulle. La masa narrativa de esta novela es viscosa y termorreversible. Enfrentarse a sus páginas supone el desafío de la inestabilidad. Camino y me hundo. Camino y me ahogo. El avance firme de la trama se imbrica con zonas de incertidumbre donde la lengua es un organismo vivo que sacude las distancias recorridas, las certezas acumuladas, los espacios conquistados, el avance de la lectura. Es que al libro le ha entrado la selva y Rosenzvaig, en ese gesto, nos recuerda que el ecocidio inaugurado por la conquista de América en el siglo XVI tiene su correlato en los desmanes del capitalismo de la Generación del ´80, en la avanzada moderna y civilizatoria que acompañó la constitución de los estados nacionales hacia fines del siglo XIX. Camino y me derrumbo. El universo ecológico del gran Chaco que despliega la novela pone en crisis la lengua, los vocabularios, los parámetros científicos e incluso las verdades de este siglo pandémico. Pruebo la gelatina y al degustarla se siente amarga. La escritura se espesa como la selva y esa es su venganza.
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Aquí el pecado que enrolla la lengua[3] se llama monte. El jesuita José de Acosta escribió en 1588 que uno de los graves inconvenientes para predicar y confesar en el Nuevo Mundo era esa “espesa selva de idiomas” que recorre todo el territorio. La lengua de Rozensvaig —lengua de iguana— dibuja un bucle en la espesura de ese monte. Convierte lo que es un problema para la evangelización de las almas en el siglo XVI en una experiencia estética; un trabajo con la lengua literaria que nos acerca a la maleza y nos devuelve al ciclo incesante de la supervivencia, la enredadera que atosiga al tronco para expandirse con más fuerza. El ritmo de la escritura es la respiración del monte en la hoja. Las frases largas dominan la novela y esa “selva de idiomas” que perfiló Acosta nos quita el aliento; ahoga la prosa y, como un espejo, nos devuelve la ridícula imagen del hombre domando la naturaleza. Porque precisamente no hay vocabulario ni gramática que avasalle el gran Chaco, no hay progreso ni civilización que frene la exhalación continua de un universo ecológico que desprende fablas a pesar de la sordera humana.
El coronel Luis Jorge Fontana, protagonista de la novela, anota, escribe, mide, pesa, funda ciudades, ejerce la taxidermia, dibuja, cumple órdenes, hace el inventario de la exuberancia del gran Chaco con la lengua de la ciencia del siglo XIX. Es un naturalista que informa al Estado lo informe, la desmesura de un chacu[4] imposible de limitar, el sonido estridente de aquello que no encaja en las leyes universales del museo. Como si Fontana se fundiera en Rosenzvaig, lo que el lector encontrará al abrir la novela es la tentativa del escritor por perforar la lengua fría de la precisión técnica y hacer germinar en ella las raíces de lo endeble, la fragilidad del poema. Leemos:
Toda esta cantidad desdichada de agua no tiene entendimiento. Por momentos se trata de un cielo verde sobre los ojos del coronel, y por momentos es una fábrica de gritos a lo lejos, alargados con espíritus de metal fundido, más gusanos cilíndricos implantados sobre la piel provista de papilas y largos filamentos que segregan moco.
Si el agua no tiene entendimiento, la escritura de la novela se mete con la jerga científica y, una vez dentro, trae su sonido metálico a las arenas de la literatura. A los sentidos indiscutidos de la ciencia exacta le entra el río; todo se ha mojado y ahora las palabras están borroneadas, perdieron el aura de certeza; tienen “la anarquía de la jungla encima”. Como alguien que dicta a su secretario la renuncia a un cargo y cambia la puntuación constantemente, así de inestable es esta lengua de iguana; lengüeteo extensible que riza las palabras y hace de la página un terreno resbaladizo.
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¿Qué negó el siglo XIX cuando articuló la palabra “desierto”? ¿Por qué depositó en el mapa imaginario tanto vacío, tanta planicie, el blanco de la página listo para ser apropiado? Suena el río y el desierto tranca los oídos. Con la boca llena de libros colonizamos lo yermo, rompemos el aire, herimos el pulso de las cosas. Sueña el río y en ese sueño moja el mapa, lo impregna con la lengua de los peces.
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Lucio V. Mansilla le recomienda al coronel Fontana, en la novela, que escriba sobre el hombre. “[…] deje de estudiar las lombrices y bichitos de luz, no tiene sentido […]”, dice. “Zonceras” las llama. Para Mansilla todo lo que adquiere sentido pasa por el hombre. Aquello que no aprehende la razón humana se convierte inmediatamente en una zona degradada, amarilla: un país fabuloso hecho de desiertos. Río de gelatina es la insistencia del naturalista por pensar la nación desde la zoncera. Es el desencuentro de la razón humana con lo inútil, lo improductivo. Son las idas y vueltas de las leyes de la civilización con la anarquía del monte. El siglo XIX niega la broza y en esa negación lo que pierde es la construcción de un conocimiento autónomo. Leo la novela de Rosenzvaig y me asalta la pregunta: ¿por qué sacrificar tanto para configurar ese todo homogéneo llamado identidad nacional? ¿por qué inmolar la independencia de 1816 para proyectar una nación al estilo y usanza europeos? Río de gelatina aloja en su interior el ruido del ecocidio y el genocidio indígena. Lo que no encuentra sentido en la razón humana, lo que no encastra en los límites geométricos de la civilización se pierde, degrada o tuerce. Conocer es estirar una red tejida por otros sobre el cuerpo ecológico propio. En la narrativa que trama Rosenzvaig la geometría de la razón es un instrumento de tortura que mutila aquello que rebalsa el paradigma civilizatorio: brazos, piernas, cabezas; todos los sobrantes improductivos del molde se tornan desperdicios. Un proyecto de nación sustentado en la lisura de lo uniforme. Cuchareo la gelatina compacta siempre dentro del vaso contenedor. Lo otro, el excedente, alimenta un río denso. Ese río se queja en la novela y encuentra un interlocutor dispuesto a la escucha.
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Hay un río que suena y un Fontana que oye. El río Paraguay es un cúmulo de desechos que interpela el oído. Producen una interferencia, un corto circuito en esa oreja disciplinada por la modernidad. Lo aceptemos. Habitamos la paradoja de Fontana: recorremos inútiles museos en medio de la selva. Estamos embelesados por el sonido de nuestra propia voz como especie y para nada atendemos el eco de los otros seres que habitan el planeta. La modernidad nos articula en una malla que recubre como valioso el sonido de la razón. Desde ella clasificamos los objetos del mundo, estipulamos jerarquías y repartimos valor. La selva pone en crisis esa vitrina, rompe el tejido moderno con el que atamos las cosas. Y nuestro naturalista transita esos conflictos con el cuerpo turbado. “Fontana, tenga cuidado de oír lamentos, porque cuando aquí se empieza por eso, tipo urutaú en la cabeza, ya no se detiene, no hay cómo”, sostiene Napoleón Uriburu. Con esos gritos en la cabeza, un gimoteo ininteligible, un balbuceo inasible cooptando las certezas de un coronel y su ejército, iniciamos la novela
La escritura de Rosenzvaig es un inventario de los desajustes que el gran Chaco potencia al momento del nacimiento del Estado-nación. 1871. Esa zona informe es un dolor de cabeza en el centro del cogito cartesiano. Sólo resta escribirla al ritmo de la frontera y la violencia. La barbarie debe ajustarse a las leyes universales de la civilidad. Lo que presenciamos los lectores a medida que recorremos el texto es la emergencia de un universo ecológico que duele como un miembro fantasma. El Estado-nación amputa una parte de su historia para pertenecer y nacer a Occidente. Rosenzvaig nos recuerda que todo corte duplica el dolor, que el muñón es una latencia de lo que no está. Leemos Río de gelatina y el brazo fantasma gravita en la memoria. Como dice el poeta salteño Jacobo Regen: “El manco lleva el aire de su mano / como una piedra en el bolsillo”. Así de pesado es este eco mudo que Fontana transporta en su cabeza.
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Novela y gelatina son termorreversibles. Mientras una pasa del estado sólido al líquido (y viceversa), la otra transforma las durezas del discurso histórico en una masa líquida cargada con la potencia de la literatura. Se puede ir y venir de la historiografía a la literatura. La escritura de Río de gelatina transita los sedimentos del archivo con la profundidad de la lengua literaria y, en ese tránsito, las palabras se espesan. Leer, entonces, deviene una práctica natatoria que implica luchar con las fuerzas del pasado, con un tiempo histórico que ha cubierto, recubierto y sobrecubierto las páginas en una suerte de palimpsesto infernal de lo mismo.
Me explico: el lector tendrá frente a sus ojos la palabra “indio” y volverá a ella una y otra vez como un rulo insistente vuelve sobre la frente. Pero cuando se reencuentre con ella hacia el final del texto, la experiencia será otra. Lo invadirá la sensación de que algo se ha diluido en su boca de tanto repetirlo y, sin embargo, vuelve a cobrar volumen a medida que lo ingiere. Se traba en la garganta. Es un hueso duro de roer. Ese “indio” conserva en su interior la carga semántica del archivo colonial latinoamericano. Se ensancha. Contiene además los signos de la rebelión y el desorden del XVIII ilustrado. Se ensancha otra vez. Resguarda también las marcas asignadas por los proyectos nacionales del siglo XIX. Se vuelve a agrandar. Como si fuera un amuleto cargado con las múltiples impresiones de sus distintos dueños, esa densidad habita la palabra. Se torna una piedra que no se traga así nomás porque está escrita y sobrescrita con las iniciales del dolor.
Lo que acabo de referir dice de un doble esfuerzo en la escritura: el trabajo del historiador alimentando/puliendo la labor de la ficción y viceversa; los nombres propios del archivo oficial y sus tipos discursivos (el diario, el informe, la carta) nutriendo la literatura y entablando con ella un diálogo tenso. Escribir es habitar un borde vacilante que oscila entre la minuciosidad del lenguaje (la búsqueda de la palabra precisa) y la lectura atenta de los papeles del Estado. Imposible no cruzar este río de gelatina de la mano de Etnias y árboles. Historia del universo ecológico gran Chaco[5]. Releo el ensayo y comprendo el agua que comparten el oficio de historiador y el de escritor. La profundidad de la escritura ensayística es directamente proporcional a los diez años en que tardó en tramar y corregir la novela. Como una obsesión que revive y alimenta el tiempo, así de cautivado escribe nuestro autor.
Napoleón Uriburu, Pantaléon Gómez, Lucio V. Mansilla, Jorge Fontana, son nombres que pisan fuerte en las arenas del archivo y, Rosenzvaig, los hace pasar por la membrana porosa de la palabra literaria. Ingresan en la selva de idiomas, en esa malla de lenguaje que es su novela. Allí se convierten en brácteas, pavas hediondas conminadas al confín con ojos de coleópteros. Como si al asentarlos en la novela, Rosenzvaig los barbarizara, les diera una cucharada de su propia medicina, pusiera en ellos la animalización que durante años cayó sobre los indios. Los pusiera en crisis, y al hacerlo, fracturara también la lengua documental, oficial, del siglo XIX. Archivo y literatura en proceso termorreversible. Doy la vuelta el guante y, en ambos lados, una gelatina fermentada corroe el borde de las cosas.
9
Novela póstuma. Siempre me llamó la atención la presencia de la muerte rondando la escritura de Eduardo Rosenzvaig. “La palabra terrible de la postmodernidad”, la llama en El 48. Historia de la cultura funeraria del norte argentino (2002). La muerte neutra de las actas que escribe el poder desaparecedor durante el terrorismo de Estado en La oruga sobre el pizarrón (1991) (“Un muerto no es un extinto. Un muerto nos saca de quicio […] Para neutralizar los crímenes o por temor, estos países se llenaban de extintos, de hombres que no morían sino que se extinguían”). Su voz un poco idiota pero oculta, melindrosa, infiltrada entre los amigos en los relatos que integran Tantas claridades para prender una luz (2009). El cierre del ingenio Santa Ana como la muerte de toda una comunidad en El sexo del azúcar (1991). Morir es una dimensión que acompaña la escritura y en la que Rosenzvaig pone su mirada curiosa una y otra vez.
El 48. Historia de la cultura funeraria del norte argentino refiere al capitalismo tardío como un mago que esconde la muerte:
Es la muerte sin sal, sin azúcar, descafeinada, sin colesterol. Deja de ser la palabra maldita para convertirse en una categoría suave. Y deja de nombrarse […] Pareciera haberse abierto una nueva ley económico-psicológica: mientras los objetos se vuelven cada vez más efímeros o sea mortales, el mercado se acerca toda vez más a su propia inmortalidad.[6]
Creo fervientemente que Río de gelatina enfrenta al mercado y sus pretensiones de perennidad al mirarle los ojos a la muerte; la escritura da cuenta de lo imperecedero, la mortalidad que nos constituye y, al mismo tiempo, lo precario y quebradizo que es el mundo que nos rodea. Pronunciar la muerte como un modo de la eternidad. Rosenzvaig desoye el mandato que Lucio V. Mansilla le hace a Fontana en la novela: “[…] escriba sobre el amor pero no de los roedores, insectívoros y perisodáctilos, no va a quedar nada de eso de aquí a unos años cuando todo sea una gran plantación, un monocultivo de exportación al mundo hambriento”. El gesto precisamente es el contrario: detenerse ahí donde el tejido agoniza, donde la exportación sagaz aniquila la vida, en eso que “no va a quedar”. Sólo incursionando en la contracción-distención de lo que perece es que hay un devenir. En los gemidos acumulados del tiempo, en la fragilidad de la vida que nos circunda está el amor cuidadoso que piensa en la comunidad futura.
Sumar esta novela a la colección Ecos de La Papa supone abrazar la idea de “muerte” para sacarla de la dimensión suave con que la maniató el capitalismo; resignificarla en la paradoja de un nacer después de morir. Río de gelatina entonces deviene resonancia. Su publicación es la apuesta por un tejido frágil a punto de extinguirse. Ya nomás se apaga y vuelve a la vida, a nuestro presente, bajo la forma de libro. La Papa lo ofrece al lector, lo pone a disposición para que escuche en él la lengua de las pérdidas, un sonido embrollado, un vidrio a punto de agrietarse.
Martín Aguierrez
San Miguel de Tucumán, septiembre de 2021
[1] Me refiero al ensayo “Dentro de ciertos límites” que integra el libro Indios en la Reserva de Cromañón. Escorzos antropológicos en la Posmodernidad (2005) publicado por la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán (pág. 7).
[2] En clara alusión a la “Tesis VII” de Walter Benjamin en Sobre el concepto de historia (1940).
[3] La referencia aquí es a una de las novelas de Eduardo Rozensvaig, El pecado que enrolla la lengua, publicada en 2004 y Mención de Honor en el Certamen de Premios Nacionales (Secretaría de Cultura de la Nación, Buenos Aires, 2001). Allí ficcionaliza a don José María del Campo, cura, militar, hacendado y tres veces gobernador de Tucumán.
[4] Rosenzvaig en Etnias y árboles. Historia del universo ecológico gran Chaco recupera la etimología de la palabra Chaco. El chaccu, o chaku, es una técnica ancestral prehispánica de captura y esquila de vicuñas que se realiza en la región andina. Para el autor su etimología “entroncaba magistralmente en los propósitos de la operación de masticación evangélica y de fuerza de trabajo repensada para el monstruo. Para las etnias quechuas del Perú, la caza mediante la junta en varias partes de vicuñas y guanacos daba lugar a una muchedumbre de animales a lo que llamaban chacu. Los encomenderos de Xuxuy, en particular uno a cargo del pueblo indio de Yala, habría notado por primera vez la pérdida continua de algunos de sus trabajadores, para comerciar según lo confesaran luego los indios en el territorio del Chacu. Desde entonces, la escuadra espacial entre los ríos Salado, Pilcomayo y Paraná quedaba bajo la mirada obsesiva de la conquista”. Ver Rosenzvaig, Eduardo (2011). Etnias y árboles. Historia del universo ecológico gran Chaco. Buenos Aires: Nuestra América, pág. 16.
[5] Este ensayo recibió el Premio Casa de las Américas (La Habana, Cuba) en 1996. Entre sus jurados contó con Osvaldo Bayer.
[6] En Rosenzvaig, Eduardo (2002): El 48. Historia de la cultura funeraria del norte argentino. San Miguel de Tucumán: Facultad de Filosofía y Letras. Universidad Nacional de Tucumán, pág. 12.
Obra plástica de portada: Rubén Pereyra
Martín Aguierrez (San Salvador de Jujuy, 1987) es Licenciado de Letras por la Universidad Nacional de Tucumán y Becario Doctoral del CONICET. Forma parte del colectivo Chubascos, grupo creativo que coordina encuentros y talleres de lectura. Publicó Palimpsesto profano: la escritura de Washington Cucurto (IIELA-Facultad de Filosofía y Letras de la UNT) en el año 2016 y artículos académicos en revistas de especialidad tanto del país como del exterior. Asimismo, ha prologado libros de poesía y narrativa de autores tucumanos.
la buscare para leerla!!! gracias!!!