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ISSN 2684-0626

 

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La Martita

Por Néstor Soria |

Olga y el poeta

Entre los lapachos y la avenida está la noche… y dentro de ella, el poeta que camina decidido. Es verano. La Sarmiento ruge de motores y carros cartoneros, pero el “Maestro”, como le dicen al poeta Mario Casacci, ni los escucha ni los ve, sus ojos van fijos hacia la luz barata que se escapa por la puerta del bodegón “La Martita”, templo de taxistas, de alcahuetes, de botones en ronda, de infusos artistas, de magistrados y mujeres transeras.

En la vereda del figón, tres mesas sin mantel reúnen voces, vasos, vinos; desde ahí lo saludan, unos con respeto, otros entre chanzas, él apenas responde; una sed como de arena lo empuja a entrar.

En la mesa que hace esquina en el salón hay tres siluetas casi de espaldas, curvas sobre el alcohol que beben, difusas por el humo del tabaco. El poeta sabe quiénes son y va hacia el lugar. Fernando Arce, Carlos Michelsen Aráoz y Armando de Oliva, lo reciben con una silla vacía; uno de ellos gestiona con urgencia al mozo una copa más, vierte hasta el borde, lo incita a brindar entre versos de soneto: “Porque yo sé también que el que trabaja/ no se da tiempo para hacer dinero/ y que cuando destape un agujero/ lo tendrá que tapar con su mortaja”[1]. Luego, el licor mancha sus bocas, ríen felices.

En otras mesas

Armando de Oliva remata con pasión los versos de “El estrellero”; como actor que es, recibe los aplausos y vuelve a sentarse. El clima se torna propicio para sacar cosas del alma.

Desde otra mesa Julio Araujo arremete con un tango, lo estira, lo llora, lo caprina. “Dino”Orellana, sentado junto a “Polo” Robledo, refriega sus anteojos sin sacárselos. A dos sillas de distancia, Olga, meretriz de reos y doctores, mordisquea hojas de coca y sueña ser la piba de esa canción dolida. Más allá, perdido en su mundo etílico, Pedro Rojas“El Aparcero”, interrumpe la sonatina del 2×4 vociferando una zamba que nombra a los mineros de Hualfín; le piden de mala gana que se calle pero es en vano, no escucha, tampoco ve, una mueca le deforma hasta los ojos… De pronto, como una bola luminosa, un vaso con whisky surca el vaho del salón rumbo a su oreja derecha; la sangre del órgano roto saltó espesa y el hilillo rojo hizo cauce hasta sus hombros; Pedro, entorpecido y tambaleante, atenazó los dedos en la herida y se incorporó a duras penas. Ahí la vio, de pie, el torso curvado hacia atrás casi un fleje elástico, amenazante con otro vaso en la mano. Olga, despojada de sus sueños de tango, quería terminar con quien había roto su hechizo.

Castigo, ¿sí o no?

Pedro Rojas mira en el mugroso espejo del baño de “La Martita” su oreja herida; a cada atisbo de sangrado se la moja, la oprime y vuelve a observarla frente al vidrio de azogue cascado; a su lado, el “Maestro” busca convencerlo de lo insignificante que es su lastimado; el contuso Pedro no lo siente así, él cree haber perdido para siempre su oído, que aunque no lo ayuda a cantar afinado, es suyo.

¿Dónde vive esta mujer? ¡Tengo que vengarme! Le dijo al poeta y el poeta calló. Cómo decirlo si no lo sabía. Olga es la noche, reflexionó en silencio.

Volvieron juntos al salón, Pedro tapaba su oreja con un pañuelo. Allí se había desatado una batahola,mitad quería golpear a la mujer, mitad defenderla. Adolfo Estefanoni con voz gauchesca recitaba: “¡Loca de porquería, le incendiemos el rancho!”. Eduardo Dumas, sin guitarra pero en pose, asentía. Eduardo Perrone, el escritor de “Preso común”, callaba. Olga, enardecida de indignación ganó la calle y desde ahí, a cascotazos limpios, abolló la puerta del bodegón por varios minutos. Nadie se arriesgó a salir…

Olga, el poeta y la noche

Nadie los presentó, a veces la soledad es “Celestina” y hace de las suyas. ¿O fueron aquel “Flor de lino” y los versos que él ensayó alguna vez? El hecho es que ahí están. Olga, frescamente indócil. El poeta, arriesgando su mejor metáfora. La noche, embustera pero cómplice. Los separa el borde de una mesa o quizás los junta. La cita es en la década de 1980 en el demolido café “La carpa”.

“Yo sé que ella vende su cuerpo y que vive en un submundo, al filo de la navaja ¿Acaso no puede negociar conmigo?” se dijo el “Maestro” para sí. “Yo preferiría que no”, respondió Olga, “pero ya que lo planteás…vamos”.

Él, “¿Cuánto me cobras?”, ella, “lo mismo que gastás para comer en tu casa”. “¡Qué extraña respuesta la que me dio, no sabe que vivo a picadillo y pan!…”

“Llevando su imagen de jugadora de básquet y sus 44 años gastados, me fui a mi pieza, busqué una hoja y en el tentador blanco de su espacio rubriqué un poema:          

Nocturna Olga

Acaso alguien  pueda decirte

ahora, frente a tu copa vacía, de qué

inconfesables historias regresan aquellos

que temen nombrarlo al amor cuando

amanece y hunden sus desesperadas

manos en la ilusión de tu cuerpo,

para  esconder una bíblica vergüenza,

y despertar al fin, más solos todavía,

lejos, muy lejos de tu corazón

que jamás pecó.

Nocturna Olga, acaso alguien alguna vez

pueda pronunciar tu nombre

en el silencio de la noche,

para ofrecerte toda la ternura,

con un temblor adolescente

y acercarse a tus sueños,

desde una flor.”

*

“Polo”

No hablaba, se entretenía mordiendo las palabras ¿Hilvanar un diálogo con él? ¡Imposible! Nadie pudo jamás atravesar la roca de su murmullo.

“Polo” Robledo, bobinador, poeta, oscuro en su gesto, bebedor en abundancia de vinos y cervezas, supo frecuentar muchos tugurios y fondas, también la Peña El Cardón. Solo, eternamente solo.

El “Maestro”lo conoció en “La Martita”, entre las mesas pobladas de cantores, de borrachos que penden hacia el abismo, de legos frustrados, taxistas y chorros, entre muchas Olgas.

Un amanecer, cuando el pulso del bodegón había cesado y la avenida Sarmiento olía al hez de malta de la cervecería cercana, “Polo”, cubierto el torso con su rústica camisa celeste, escuchó de Mario esta pregunta: “Decime, ¿sos policía? Siempre andás de camisa celeste”. El hombre lo miró por la hendija de sus párpados cansados y le respondió: “No, yo fui tu instructor de electricidad en la Escuela Industrial. Esta camisa es de trabajo… “

Palabras póstumas

Sin gloria pero recordado, “La Martita”, ubicado en la avenida Sarmiento casi esquina Catamarca desde la década de 1970, abandonó la zona de la mano de sus dueños, Lucero y Marta, cuando finalizaba el 80.

Armando de Oliva nos dejó en enero de 1995, cuando recién había cumplido 80 años.

“Polo” Robledo murió luego, en el 2000, con él se llevó un ingenioso poema dedicado a los pájaros, “Aves”, donde decíaque ellos jamás se arrodillan.

    *

Imagen 1: Los poetas Mario Casacci, Juan Robledo, Héctor Negro, René Molina, Néstor Soria y Diego Holzer y el músico y cantor “Lelo” González (archivo privado de Ana Lía Madrigal y Néstor Soria).

Imagen 2: Néstor Soria y Pedro Rojas “El aparcero” (archivo privado de Ana Lía Madrigal y Néstor Soria).


[1] Fragmento del soneto “Los oficios”, de Walter Adet (1931-1992).

Una respuesta a “La Martita”

  1. Roberto Fornaciari dice:

    Excelente revolcón en la nostalgia con seres con el alma doliente y generosa de poesía.
    ¡Salud!

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