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ISSN 2684-0626

 

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«está comprobado que una comunidad que apoya su literatura tira menos papeles en el piso»

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La muerte lenta de las simples cosas

Sobre Ciudad, 1951, de María Lobo (Tusquets, 2024)

Por Hernán Sosa |

Los personajes en los relatos de María Lobo, cuando están enamorados, hablan. Y, lejos de los estereotipos matrimoniales, con el paso del tiempo hablan cada vez más. Entre otras continuidades, sus cuatro novelas pueden pensarse hilvanadas en torno de esta idea, la apuesta por la palabra como una erótica autosuficiente, que sutura sobre sí misma muchos de los sentidos que las historias dispersan. En Los planes, Shea y Federico coquetean charlando e intentan encapsular así, momentáneamente, la frustración de los días; en la indolencia de Marcelo y Pali, los protagonistas adolescentes de El interior afuera, que temen menos al incesto que a romper con las convenciones de clase, la cobardía se hace más soportable, de a ratos, gracias al diálogo; ese devenir del decir como generador de las acciones y justificación final de los imaginarios eclosiona en San Miguel, donde el ejercicio de la palabra amolda con mayor comodidad su regodeo autorreferencial en la estancia de escritura que comparten San Miguel y Bridge, los protagonistas que hablan mientras se enamoran o se enamoran porque hablan. Cuando pienso en perspectiva estos tratamientos previos, pareciera que el salto en esta última novela –Ciudad, 1951– se encamina hacia un refinamiento todavía más asertivo porque, bajo esa insistencia familiar del enamoramiento como espacio propicio para tratar grandes asuntos, se aportan aquí nuevos matices en temas ya transitados y se complejizan miradas sobre cuestiones que, en este momento, podemos decir que obsesionan desde un comienzo el proyecto narrativo de la autora.

Esta nueva novela relata, en definitiva, una larga conversación entre Benita y Charles, se detiene esencialmente en el itinerario de casi un día que comparten los dos arquitectos, integrantes del equipo que lleva adelante el proyecto monumental de la ciudad universitaria en Tucumán. Una vitalísima paradoja emerge en ese lapso temporal mínimo, porque allí todo cabe, todo podrá ser dicho, discutido, abandonado, perdido. La biografía amorosa de los personajes, sus historias familiares, el derrotero profesional de ambos, las derivas de la importante obra que está en ciernes ocupan un lugar en esta conversación infinita (infinita porque tiene la circularidad de su forma ininterrumpida y, además, porque deja todo el tiempo cabos sueltos, no acerca respuestas tranquilizadoras, incomoda por aquello que no quiere ser pronunciado). Tal vez, porque los personajes sospechan que el proyecto de la ciudad universitaria es siempre en algún punto irrealizable todo deviene tan precario, pues saben que la tarea es lo suficientemente ambiciosa como para garantizar el fracaso. La novela se abre con una contundente foto de las estructuras abandonadas de los edificios, nos anticipa que hacia esas ruinas marcha, sin tropiezos, la historia de los personajes. Quizás, por eso, el diálogo de la pareja tiene esa contundencia del último día del condenado a muerte, donde el mundo presenta la gravidez del sabor final, la gracia desempolvada de lo cotidiano, la plenitud de un instante que se pierde. No queda tiempo para la rutina en esta historia: las caminatas, el sexo, el amanecer, las comidas, las manos que se entrelazan y comparten un bolsillo, el mimo íntimo y el exhibicionismo del cariño, todo despunta la sensación de ahogo que nos corta el aliento en las despedidas. Estos enamorados parlanchines, con la ternura del autoengaño, parecen querer dilatar el tiempo, como una batalla perdida ante el olvido que saben inminente. Todo se percibe entonces, en algún punto, en clave de agonía, testimoniando lo perecedero, como en el caso de la ciudad universitaria inconclusa (“un cadáver inexplicable”, dice el narrador promediando el relato); probablemente, también como la experiencia del amor, que hoy nos enfervoriza y mañana desaparece.     

Hay una decisión tomada en la narrativa de María Lobo que me parece un desafío importante, más valorable aún a medida que pasa el tiempo y resiste en su empeño. Me refiero al hecho de insistir en el señalamiento de un lugar en el mundo, ese que fue fundándose en sus textos como San Miguel, desde donde confronta permanentemente correspondencias y extrañamientos referenciales con Tucumán. Como lo ha señalado varias veces en su literatura y en sus notas de prensa, desde la administración porteñocéntrica de los campos culturales, nuestro país históricamente fijó un repartimiento que reservó el plato frío de las sobras para los escritores de provincia, donde les demarcó los temas de la barbarie y los exotizó con una tonada. Correrse de esa figuración prejuiciosa y discrecional de hijos y entenados no es una tarea sencilla, cuando existe un proyecto de escritura desde “ese afuera” imagino que atraviesa todas las variables menudas y definitorias, al momento de elegir, por ejemplo, la representación de un paisaje o definir cómo va a hablar un personaje. Empeñarse en no abandonar su lugar del decir en la periferia y no correrle el cuerpo al desafío de discutir esa circunstancia, con todos los ropajes del lenguaje posibles, pero siempre desde/sobre/en contra de Tucumán, es una elección que valoro mucho en la autora, distinta a otras como emigrar a los centros o rendirse a los remedos de la ventriloquía con que las capitales balbucean mandatos para los escritores de provincia.  

¿Cómo se perfila en esta novela una estrategia sin imposiciones del centralismo para la construcción de los personajes? Benita, Charles, Ítalo, enlazan con la genealogía conocida de nombres para el extrañamiento, no habituales, disruptivos, de la narrativa de esta escritora, que en todo momento parecen advertir “ojo que soy un invento literario”, “cuidado que no estoy indicando ningún contexto en particular” o, como lo dice de manera más hermosa la propia novela, son simplemente “un puñado de letras en el aire”. Si desde Alonso Quijano el nombre es un alfil para garantizar lo creíble del relato, en su acepción moderna, en María Lobo los nombres son indicio de otra cosa. Lo mismo pasa con la aparente prosodia, la sintaxis y los asuntos que en las novelas se dice que dicen los personajes. Los diálogos en sí parecen, de a ratos, un intercambio de sordos, porque cada personaje se aferra tanto a la propia obsesión que se coloca a un paso del aislamiento maníaco. De este modo, evidentemente, no hablan las personas, ni en Tucumán ni en la China. Y es que todo en las novelas de la autora parece avanzar hacia el mismo lado, la inmodestia de su artificio verbal, porque estamos ante obras que no disimulan nunca lo que son y, por eso, reverencian la mentira artística que es, en definitiva, la literatura.

Ciudad universitaria, San Javier, Tucumán.
Foto de Juan Pablo Sánchez Noli.

Hay otra recurrencia topicalizada en las novelas, mediante el uso del pretérito perfecto compuesto que comúnmente utilizan los personajes. Este empleo dejó de ser ya un índice de acercamiento a la oralidad tucumana para convertirse en un registro de estilo personal en las novelas de María Lobo, casi un leitmotiv que con su sola aparición y sin que medien explicaciones despierta las complicidades del lector, como cuando Benita enfatiza dirigiéndose a Charles, que es de Chaco: “He visto que has dicho has visto a propósito”, reactualizando en la humorada toda una discusión que ya dirimieron otros personajes en la novela San Miguel.

Estos recursos procedimentales entrañan, entonces, un gesto de sinceridad sobre la materia creativa que va discurriendo, sin plegarse a requerimientos externos al proceso de escritura, aunque por eso no desatiendan la necesaria negociación de estrategias de anclaje reconocibles. El San Miguel de María Lobo es y no es el Tucumán que conocemos, el que muchas veces por cierta naturalización acordamos desde estereotipos culturales. Aquí, deliberadamente los puentes comunicativos están tan presentes como dinamitados, surgen calibrados por la pericia quirúrgica de una lectura literaria. En esta nueva novela, por ejemplo, aparece el cañaveral, un elemento remanido que las construcciones identitarias del paisaje tucumano han privilegiado, pero no vamos a encontrar lo previsible –palabras como zafra, hollín, bagazo–, alcanza con que aparezca la insinuación de una atmósfera asfixiante, cercana y distinta, levemente siniestra. “¿Algo se descomponía debajo de las calles de San Miguel?”, se pregunta el narrador, casi parafraseando una línea de Elvira Orphée; las referencias con el entorno se tramitan de este modo en la novela, como una indicación que con frecuencia se queda a mitad de camino del arrepentimiento.

En muchos intentos por aprehender los rasgos de ese discurso escurridizo que es la literatura, se señala que la intertextualidad, la capacidad de fundar un decir en otras voces, es una señal confiable para definir si estamos en presencia de un texto literario. Esa pulsión endogámica para aludir al mundo apelando a la biblioteca tiene unas vueltas incisivas en Ciudad, 1951 con la recuperación de Ítalo Calvino, escritor apenas camuflado en el personaje amigo de Benita. Fragmentos de la introducción de Calvino a Los amores difíciles, una colección de cuentos que sobreactúa la imposibilidad del entendimiento amoroso, y pasajes del admirable Las ciudades invisibles, con sus relatos sobre fabulosas ciudades inexistentes, se intercalan en la novela como cartas que recibe la protagonista. La insistencia sobre la fantasía urbana y el engaño amoroso del relato refuerzan, de esta manera, sus frágiles correlaciones mediante el auxilio de una genealogía con la prosa de Calvino. Ecos de la literatura fundamentan, así, la propia literatura.

Por esta novela transitan muchos temas de política cultural, algunos parecen envalentonadas provocaciones mientras que otros son desvíos sutiles que el relato desmadra. Hay uno que me interesa por las dimensiones polémicas que habilita, que podría enunciarse como el deseo –la obsesión– de ser moderno, o para ir afinando mejor la mirada, desde las escalas de análisis concéntricas con que se presenta en la obra: el afán de ser moderno en Latinoamérica, en Argentina, en Tucumán, en San Miguel, en la provincia. Para debatir el asunto no podría haberse encontrado mejor excusa que la construcción de una ciudad, de una ciudad universitaria, emplazada por disposición de políticas públicas. Nación, Estado y Educación se codean aquí como entes decisivos, que tan bien conocemos por la programática sarmientina y su concepción de las ciudades como espontánea irradiación civilizadora. La gran confrontación, que la novela propone sobre estos núcleos duros de la cultura argentina, es que la erección de la ciudad, como ícono civilizatorio, es apenas un mero detritus de la modernidad que transita hacia el naufragio (en la historia de esta novela ambientada a mediados del siglo XX y, muy probablemente, también en el contexto de emergencia de este relato, que no deja de sugerir resonancias inquietantes sobre nuestra contemporaneidad).

Vuelvo, nuevamente, a la idea de fracaso que ronda en todo momento esta historia y a la seguidilla de explicaciones tentativas que sustentan el estigma de la provincianía, encarnado en su marca más enrostrable, el atraso. El texto encara, con el potente personaje de Benita, un descrédito de la miopía pro civilizatoria, la inutilidad del remedo de los modelos eurocéntricos y su teoría del gajo cultural plantado, el riesgo de desestimar necesidades locales por priorizar valores foráneos, en el juego del colonialismo cultural o las asimetrías de centros y periferia. Este último punto se cuestiona tanto en el territorio nacional, donde el axioma “los de Buenos Aires son los dueños de todo” parece bastante claro, como en clave occidental, gracias a la recuperación de la figura de Calvino, pues la impoluta Europa encubre también sus propios arrabales: “Ser italiano en Europa es como ser de la provincia en nuestro país”, se solidariza Benita en un pasaje. En este intento de revisar lo propio sin anteojeras impuestas, la novela vuelve sobre el problema de la gestión de la profesionalidad de los artistas y la dificultad de sostener trayectorias orgánicas fuera de las capitales, una preocupación que ya aparecía en la protagonista de Los planes, una traductora de provincia frustrada. Como un trazado de relieves especulares, la autorreflexión sobre el estatuto de producción de los artistas (escritores, en Los planes y San Miguel, arquitectos en Ciudad, 1951), desde una perspectiva no metropolitana, continúa trabando conjeturas y reponiendo aproximaciones propias en la narrativa de la escritora.

El hallazgo de Benita, un personaje entrañable, la que más habla, la que avanza y le marca el rumbo a Charles en las discusiones políticas y en la subida de la cuesta, la posiciona como la más habilitada para rebatirle al capitalino la obsolescencia de sus construcciones imaginarias. En este duelo no hay mero revanchismo oportuno, se esboza en cambio una defensa ante los prejuicios partiendo de diagnósticos a veces compartidos, pues al margen de las disonancias temporales de la modernidad y sus consecuencias en los olvidos crónicos de la nación, la novela defiende para los márgenes la pervivencia auténtica de lo propio, que no debe identificarse con las postales esencialistas del terruño ni con los souvenirs del progreso: “Porque nosotros, los de la provincia, tenemos una risa –dijo Benita–. Aunque en algunos lugares no exista el asfalto”. Una constelación de signos embrionarios refuerza el discurso irreverente de este personaje, entramado por supuesto desde el horizonte de nuestro presente crítico con las estructuras del patriarcado: su condición de mujer, su cuerpo femenino, ser una mujer de provincia y no provinciana, ser la única arquitecta del equipo, serlo en las vísperas de la sanción del voto femenino en Argentina, ser la testigo privilegiada de cómo se invisibiliza a las mujeres en un proyecto que no planificó levantar bloques para ellas en la ciudad universitaria, porque eran tan pocas las estudiantes que no resultaba una demanda imperiosa.

Por último, me gustaría destacar el juego con las temporalidades que recorre la obra. Los recuerdos del futuro, a los que aluden todo el tiempo los protagonistas, que podría traducirse por esa previsión de lo posible en el porvenir, construidos como contracara de los recuerdos del pasado y su preservación de la memoria, confluyen en la novela en la rareza de una nostalgia sobre lo que finalmente no pudo ser, un recuerdo mutilado sobre lo que al fin de cuentas quedó en el camino. Frente a esta doble frustración en tiempo futuro y en tiempo pasado parece que solo quedara como resguardo el presente.

En el terreno de la empresa colectiva con trascendencia comunitaria, a pesar de la desazón por el proyecto arquitectónico entorpecido, a pesar del fiasco ante el decálogo importado para ser modernos, los personajes no abandonan la tarea, la novela de hecho se cierra con el ingreso a la obra en construcción donde se pierden las siluetas de ambos. La escena parece despejar una conjetura defendida por el texto, el empecinamiento en el aquí y el ahora, que podría escalar hacia otras alternativas de interpretación (sobre la persistencia de la producción artística en los márgenes, sobre los distintos modos legítimos de ser modernos en las culturas latinoamericanas); alternativas todas que parten de un pensamiento situado, tan fascinado y embroncado con su circunstancia como para no doblegarse y continuar apostando, políticamente, por esa batalla cultural.

En el terreno del fuero íntimo, la historia de Benita y Charles se cierra desocultando una genuina pedagogía del amor. Lejos de todo chiché edulcorado, el riesgo se asume aquí también como una experiencia sin garantías en tiempo presente; con más o menos recelos, los amantes atraviesan esta larga conversación de despedida fortalecidos, porque ya sencillamente no esperan nada, porque parecen haberse resignado a una de las imposibles definiciones del amor que la novela recoge: “Una persona es importante para otra no porque vayan a pasar la vida juntos. Una persona es importante para otra porque ellos, finalmente, son los personajes de una historia en la que dos personas no se han encontrado”.


Foto de Juan Pablo Sánchez Noli.

María Lobo nació en 1977 en Tucumán. Estudió Comunicación y obtuvo el título de Doctora en Humanidades en la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), donde ejerce la docencia. Ha publicado las novelas San Miguel (Qeja), El interior afuera (Qeja) y Los planes (Punto de Encuentro) y Ciudad, 1951 (Tusquets), y las colecciones de relatos Santiago (Mulita) y Un pequeño militante del PO (Pirani).

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