Poe Fabián Soberón |
Como sabemos, Leibniz escribió que la música es un “ejercicio oculto de aritmética del alma que no sabe hacer el cálculo por sí misma”[1]. Schopenhauer, no sin alarde, modificó el aforismo de Leibniz y escribió: “la música es un ejercicio inconsciente de metafísica en el que la mente no sabe que está filosofando”[2]. La música es, entonces, “una revelación más alta que la filosofía”. Ella misma es la metafísica de la vida y alcanza, como no puede hacerlo la filosofía, una imagen fiel de la esencia del mundo.
Ya en el siglo XX, en una entrevista, Igor Stravinsky dijo que la música “está más cercana a las matemáticas que a la literatura; quizás no a las matemáticas propiamente dichas pero, sin duda alguna, a algo parecido al pensamiento matemático y a las relaciones matemáticas… La forma musical es matemática porque es ideal, y la forma siempre es ideal”[3]. La hipótesis de Stravinsky es opuesta a la conjetura del musicólogo Peter Kivy. Para éste, la música es un código que se ha ido gestando a lo largo de la historia y que le permite a la música expresar emociones. Para el autor de La consagración de la primavera, la música no expresa nada; es una forma pura, una forma ideal, matemática.Y Eduard Hanslick, en contra de lo que sostiene Kivy, sostiene que la música no expresa sentimientos y tampoco tiene la posibilidad de expresar los sentimientos particulares. La música no puede ser un código emotivo. Para Hanslick, el compositor trabaja con ideas musicales. O, dicho de otro modo, Hanslick acepta el vínculo entre la música y los sentimientos pero no como la expresión directa de los sentimientos. Es decir, la música puede mantener un vínculo con los sentimientos pero éste no es representacional. Se refiere no a los sentimientos en sí mismos, sino a la dinámica de las emociones. La dinámica o el movimiento de los sentimientos es la forma de estos; es decir, la forma general pero no un sentimiento en particular. Dicho de otra manera: la música puede vincularse con el símbolo de los sentimientos, pero no expresa sentimientos. Por tanto, a pesar de que la música se refiera al símbolo de las emociones, puede acompañar dos textos con significados opuestos.
El teórico Carl Dahlhaus estudió en su libro La idea de la música absoluta[4], una concepción de la música que primó en lo que Hans Eisler llamó la etapa burguesa (en el capitalismo), es decir desde fines del siglo XVIII hasta fines del siglo XIX y que podríamos extender a algunos grupos de las vanguardias históricas. Esta idea se puede expresar de la siguiente manera: existen piezas musicales –como las composiciones instrumentales– que no siguen un programa o, en todo caso, el único programa de la música es ella misma. Los acontecimientos exteriores a la música (sociales, políticos, económicos) son extra musicales y no modifican la forma o la esencia propiamente dicha. Como el antiguo arte de los números y acaso como las formas puras de la pintura abstracta, la teoría de la música absoluta sostiene que la música es autónoma y que todo aquello que es externo no incide ni modifica sus formas y sus posibilidades. En contra de la idea de música absoluta José Luis Conde estudia, desde una perspectiva que podemos denominar sociológica, los avatares de las músicas en el tiempo y en los diversos espacios del orbe. Conde no entiende al arte musical como un ejercicio matemático que no tiene conciencia de dicho ejercicio, sino que la piensa como una forma de creación que sucede en el tiempo histórico y social.
El libro parte de un supuesto ineludible que está declarado en las páginas iniciales. Siguiendo al célebre Arnold Hauser, Conde sostiene que el arte en general, y la música en particular, “reproduce como reflejo isomórfico las manifestaciones de la vida social”. Aunque el lector no comparta el fundamento teórico de Conde, los invito a leer su libro ya que en él despliega una miríada de observaciones atinadas y de reflexiones que merecen la pena.
Como un toque de atenuación del principio sociológico del que parte, el autor dice que el tiempo barre con mayor facilidad las marcas políticas que rodearon a las piezas musicales y que esto no sucede con el contenido pasional que dio origen a algunas piezas trovadorescas, por ejemplo. En estas obras, la huella amorosa queda grabada en las músicas como agua en el agua. Dice Conde: “hay que decir que el impacto original de los contenidos ideológicos… suele mitigarse con el transcurso del tiempo… El contenido amoroso de una canción trovadoresca, o piadoso de un motete medieval, lo percibimos en su esencia”. De esta reflexión añadida se deduce que el autor considera que lo ideológico se apaga, a veces, como un fuego en las cenizas. En cambio, lo que surge de la fe y del amor superan la barrera del tiempo. Quisiera destacar que hay, aquí, una aseveración ontológica que modera su ímpetu sociológico.
El voluminoso y erudito libro de Conde aborda bloques que son temáticos y, a la vez, históricos. Se refiere a problemas estéticos, la música como arte de su tiempo (ideología no impuesta), la música como arte dirigido (ideología impuesta) y compendia micro biografías musicales en el marco de los análisis epocales y sociales.
En el primer bloque aborda cuestiones teóricas amplias y complejas: la música utilitaria y espiritual, la cuestión de la música absoluta, la relación de la música con otras artes y la relación entre música vocal e instrumental.
En el bloque de la música con ideología no impuesta analiza a través del tiempo las producciones musicales desde la ilustración hasta la consideración de los llamados nacionalismos musicales.
En el bloque dedicado a las ideologías impuestas estudia las producciones en el contexto de la Unión Soviética, en los países satélites, en el deshielo poststalinista, en el caída de la URSS y en los compositores comunistas que fueron más allá del bloque soviético; de forma minuciosa examina los avatares en el nazismo alemán, el fascismo italiano, el franquismo español.
Historia ideológica de la música está lleno de pasajes y observaciones claves.
A continuación voy a referir solo dos asuntos como meros ejemplos de las múltiples y diversas cuestiones trabajadas en el infatigable libro de Conde.
A propósito de la música en los tiempos de la ilustración, el autor dedica un apartado a las relaciones de la música con la masonería. Allí dice: “La música, considerada en los aspectos éticos que ya los griegos habían tenido en cuenta, ha sido siempre una de las artes más apreciadas dentro de la cosmovisión masónica. Quizás sea aquello que el arte musical tiene de misterioso y críptico lo que atrae tanto a los masones.”
En otro sector del libro, se ocupa de las llamadas escuelas nacionales decimonónicas. Conde hace notar que algunos compositores exceden el marco del nacionalismo musical. Sobre la figura del finlandés Sibelius, sostiene:
“Es necesario aclarar que la figura de Sibelius trasciende la del mero compositor nacional. Más allá de algunas composiciones sinfónicas inspiradas en los mitos de su país, su obra es ante todo una investigación personal, un campo espiritual realizado en la más completa soledad creativa, que se revela como una permanente búsqueda de la música pura…” “Su música, si bien no fue novedosa, no dejó de ser original.”
Conde considera que es un error colocar a Sibelius en el contexto de las experimentaciones formales llevadas a cabo por músicos del frondoso siglo XX. Para Conde, Sibelius es un hombre del siglo XIX, un romántico tardío, y como tal debe ser juzgado. Por tanto, Sibelius fue original en la situación atípica en la que le tocó vivir, esa frontera excepcional que ocurrió en la historia de la música entre finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. El matiz conceptual que introduce Conde entre novedad y originalidad nos brinda un ejemplo de las muchas observaciones atinadas que componen el libro.
Historia ideológica de la música es una enciclopedia musical, un conjunto heteróclito de breves biografías y un paneo profundo hecho de análisis estético y político. No es sencilla la tarea de vincular el contexto social y cultural y las composiciones musicales. Aquí los músicos son individuos de carne y hueso que piensan y sienten su arte en el marco inevitable de su época. No son seres alados ni espíritus inspirados sino animales sociales –si seguimos la idea de Aristóteles– que escribieron desde su contexto y con las ideas de su situación. Podríamos decir que José Luis Conde entiende que los compositores son hijos de sus padres musicales y, a la vez, son hijos de su tiempo.
[1] Enrico Fubini estudia con morosidad las implicaciones de la afirmación de Lebniz. Fubini, E. 2000. La estética musical desde la antigüedad hasta el siglo XX, Ed. Alianza: Madrid.
[2] Schopenhauer, A, El mundo como voluntad y representación, Ed. Porrúa, México, 1997.
[3]Craft, R. 1991. Conversaciones con Igor Stravinsky, Ed. Alianza: Madrid.
[4]Dahlhaus, C. 1999. La idea de la música absoluta, Ed. Barcelona.
Libro disponible para su compra en:
Nació en Tucumán, Argentina. Es Licenciado en Artes Plásticas y Técnico en Sonorización. Se desempeña como Profesor en Teoría y Estética del Cine y Comunicación Audiovisual en la UNT. En 2014 obtuvo la Beca Nacional de Creación otorgada por el Fondo Nacional de las Artes. Colaboraciones suyas se difunden en publicaciones nacionales e internacionales. Integra las antologías Poesía Joven del Noroeste Argentino (compilada por Santiago Sylvester, FNA, 2008), Narradores de Tucumán (compilada por Jorge Estrella, ET, 2015) y Nuestra última Navidad (compilada por Cristina Civale, Milena Caserola, 2017), así como el diccionario monográfico La cultura en el Tucumán del Bicentenario, de Roberto Espinosa (2017). Fue traducido parcialmente al portugués, al francés y al inglés. Libros publicados: la novela La conferencia de Einstein (1ª edición en 2006; 2ª edición en 2013); en el género relatos: Vidas breves (1° edición en 2007; 2° edición en 2019) y El instante (2011); en el género crónicas: Mamá. Vida breve de Soledad H. Rodríguez (2013), Ciudades escritas (2015) y Cosmópolis. Retratos de Nueva York (2017); y el volumen 30 entrevistas (2017). Como director de cine, realizó los documentales Hugo Foguet. El latido de una ausencia (2007), Ezequiel Linares (2008), Luna en llamas. Sobre la poeta Inés Aráoz (2018), Alas. Sobre el poeta Jacobo Regen (2019) y GROPPA. Un poeta en la ciudad (2020). Con los músicos Fito Soberón y Agustín Espinosa, editó el disco Pasillos azules (AERI Records, 2019).