Por Santiago Garmendia |
La vi una vez cuando tenía yo diez años. La recuerdo porque después me dijeron que era ella. Esa mañana me pesaba el billete de cinco pesos que mamá me había dado para comprar pan. ¡Hace cuánto que no digo mamá!
La Negra era vieja, más de ochenta años seguro, pero se mecía con destreza con el clarete en la mano. Estaba sola en una de las dos mesitas de adentro, con los pies sobre una silla. En la mesa de al lado había gente parada, que apoyaba y levantaba el vaso; más de un codazo era reprochado con bronca por los que habían conseguido asiento o cajón. Pero no le pedían a ella, que los ignoraba con mucho gusto. Nunca antes ni después pude presenciar un respeto así, incondicional.
La vi mientras esperaba yo en la fila del mostrador, su gesto me lo acuerdo clarito. Empina el trombón y advierte una vaquita de San Antonio en el borde del vaso. Bicho y Yuan se miran y en antes de que la negra parpadee el insecto huye para mi lado. Dio un salto que no es para su especie, fue la saltarina mundial de las vaquitas de san Antonio. Cayó sobre mi zapato.
—Buenas —dije pavote a la negra. Ella se paró y se dirigió a mí. Pude sentir las patas del bichito tomando envión para una carrera loca hasta cualquier lado, pero lejos. La Yuan, némesis insecticida del pueblo, me hizo un remolino cariñoso en el pelo antes de irse.
La historia de la negra Yuan es la historia de San Benito, ese pueblo de gente callada del Litoral donde crecí. No eran introvertidos ni especialmente meditabundos. Eran fundamentalmente extranjeros. Todos. Una silenciosa alianza de tanos, turcos, gallegos y polacos. Las señas predominaban. Mi generación, que fue escolarizada entonces, fue la primera que tuvo verdaderas charlas. Y la de la Yuan era la primera historia de todos.
La negra era hija de un polizón italiano y de la princesa de un hacendado del pueblo vecino. Doble polizón porque no querían saber nada los padres de ella, que para colmo era única hija. Se casaron en secreto y por eso nunca vieron herencia. La decepción hizo que donaran todo a los jesuitas. Sólo le dejaron dos hectáreas a su hija y al irreverente tanito. Ellos se ocuparon de tener a la negra.
La Negra mostró su mano verde desde chica. Repicaban tomates y solos sus plantines prendían y germinaban, chuequitos porque era una niña de siete años. Así que con la magia de la hija y el trabajo de los dos padres esas dos manzanas de tierra se convirtieron en un estanque sin fondo de vegetales, las bodas de Canaán de la horticultura.
Progresaron, progresamos todos. Hasta que un día la terrible manga de langostas se llevó todo y no perdonó tampoco al paraíso vegetal de los Yuan. Quedó nombrado el episodio como “la pelada”. La negra sufrió un duro golpe, una sensación horrible de fragilidad le secó el talento vegetal. Un día, semanas apenas luego de “la pelada”, se fue a recorrer el mundo. Volvió veinte años después, más tatuada que la tripulación completa de un bucanero. Llegó a su casa como si nada y la proteína Yuan estuvo junta de nuevo. Pero las langostas parecían olerla, ella lo intuía. Era maga de frutos y plagas a la vez.
Las noticias de que se acercaba una segunda pelada, que era la manga más grande que se haya conocido, aterraba a todos, que resignados acopiaban lo que podían. Menos la negra, que trabaja día y noche. Su parcela era un fuego verde que crecía. La manga llegó un domingo, dicen que se escuchaba como las aspas de un avión en cada oreja “en estéreo” exageraban los viejos haciéndose los entendidos. La cosa es que la plaga enfiló derecho al festín de la negra. Las versiones varían, pero coinciden en que ni esos millones de langostas pudieron con tanto vegetal, que esos pocos metros de densa vida verde se devoraron a sus predadores. La manga desaparecía en ese portón verde de hortalizas que se entregaban a las crueles fauces hasta su hartazgo.
Las hortalizas se entregaban a las crueles fauces de los bichos, que explotaban como focos. Jamás volvieron y la historia de la negra mano verde recorrió el mundo: la sabe hasta una vaquita de san Antonio que cayó en mi zapato una mañana.
Es doctor en Filosofía, docente e investigador de Filosofía del Lenguaje en la Universidad Nacional de Tucumán y la Universidad Nacional de Salta. Integra el colectivo “Dudas Razonables”, desde el cual se producen contenidos de radio, teatro y talleres de Filosofía. Su primera obra de ficción fue la novela La religión de los dioses (Culiquitaca, 2015). Publicó Mal de muchos (y otros cuentos de libros) (Lago Editora, 2016). Nació en 1976 en San Miguel Tucumán, ciudad en la que reside.