Por Hugo Foguet |

Los vecinos del parque se quejaban de que los perros del Instituto Microbiológico no los dejaban dormir. En las últimas semanas los ladridos se habían vuelto intolerables. Un hombre se expresaba así: es como si los perros, trepados a los árboles, aullaran debajo de mi ventana. Reclamaban un trato más humano para los canes.
El jefe de redacción me dijo:
-Vaya usted y vea que pasa.
Al día siguiente, por la mañana, visité el Instituto: un edificio viejo, refaccionado, con las paredes pintadas de gris y las puertas y persianas de verde. Recordé que tenía un conocido y decidí preguntar por él.
En el hall, donde había un busto de Pasteur y dos macetones con unas hojas alargadas, brillantes y duras, me atendió un perro con una mancha blanca en el lomo.
-¿Qué desea señor? -me preguntó.
-Quisiera hablar con el ayudante de laboratorio Galíndez –contesté.
-Un momento señor, tome asiento; vamos a ver si es posible. –Me indicó un sofá y entró en una oficina.
Reapareció al cabo de unos minutos.
-¿Por favor, señor, se molesta? –y me señaló, con el hocico, la puerta de la secretaría.
Un ovejero mestizo abandonó la máquina de escribir y se acercó al mostrador tendiéndome la mano. Se la estreché.
-Juarez, reportero de “La Nueva Provincia”, mucho gusto –dije.
-Entiendo que el señor desea hablar con el ayudante Galíndez – comenzó el perro-; va a ser un poco difícil… El reglamento… usted sabe; pero tratándose de un periodista… Le aconsejo hablar con el director. –Y volviéndose al otro perro-: Acompañe al señor hasta la dirección.
Cuando entré, el director, un perro flaco, de pelo corto, orejas tiesas y ojos inteligentes estaba sentado detrás de una mesa de escritorio. Por los papeles que tenía delante deduje que había estado escribiendo.
Me adelanté con la credencial en la mano.
-Perdone la interrupción –me disculpé-; necesitaba hablar con el ayudante de laboratorio Galíndez.
El director tomó un papel.
-Y bien –dijo-, usted sabe que existe un reglamento; pero, por tratarse de un caso especial –usted invoca su condición de periodista- por una vez nos olvidaremos del reglamento. Estoy enterado de que los vecinos han formulado quejas. Yo también leo “La Nueva Provincia” –y sonrió-. Usted verá hasta que punto tiene razón. En fin: hable usted con el ayudante Galíndez y cumpla con su deber.
Di las gracias al director y me retiré.
El perro de la mancha blanca me precedía.
Cruzamos un corredor donde sobre las puertas de vidrios esmerilados se leía la palabra “Laboratorio” y este otro cartelito: “Prohibida la entrada”, y salimos a un gran patio, cerrado por una tapia de ladrillos; por encima de la tapia crecían las copas de los tarcos. Sobre un costado y hacia el fondo, se levantaba una construcción rectangular, con una hilera de ventanitas defendidas por barrotes de hierro. Del pabellón partía un coro de ladridos que sobresaltaba.
-¿No hay peligro?
-En absoluto –me contestó:
Intranquilo insistí:
-¿Pero están rabiosos?
-Unos pocos –fue la respuesta. Y agregó: -la rabia está prácticamente controlada, pero si continúan con esa barbaridad de la bomba de hidrógeno, la inflación y el problema de la vivienda, enloquecerán todos.
Habíamos llegado a la puerta del pabellón. El perro corrió el cerrojo.
-¡Adelante! –invitó.
A ambos lados de un pasillo central y a un metro del suelo, se levantaban las jaulas separadas por tabiques de cemento.
Miré al perro.
-Al final –me indicó.
Nuestra presencia hizo que los ladridos arreciaran. Se distinguían entre sí, siendo unos cortos y secos y otros afilados y lúgubres, como cuando los lobos ladran a la luna. Una cosa muy desagradable.
Entre los pensionistas de las jaulas reconocí al profesor Giralt, bioquímico, al jefe de laboratorio, Picabea, al ordenanza Codoro. Me conmovió un hombre de pelo y bigotes grises que con la cara pegada a la reja aullaba lastimeramente.
-El preparador de sueros, un caso fatal –me comunicó el perro.
Galíndez estaba echado sobre la paja que cubría el piso, con las rodillas pegadas al pecho y la cabeza bajo los brazos. Parecía dormir. Junto a la reja había un plato con restos de carne y la jaula olía a “Fluído Manchester”.
-Galíndez, soy yo, Juárez, el del diario –lo llamé.
Abrió un ojo, el que tenía pegado al suelo, y me miró.
-¿No me reconoce? Tengo que escribir un artículo para el diario. Hubo quejas.
Galíndez se incorporó; la jaula, angosta y baja, dificultaba sus movimientos; caminando sobre las rodillas se acercó a la reja; se sentó sobre las piernas, estiró el cuello y comenzó a aullar.
Saqué mi libreta de notas.
Este cuento pertenece al libro Hay una isla para usted y otros cuentos (1963). Publicado por el Consejo Provincial de Difusión Cultural, Departamento de Literatura y Cine de San Miguel de Tucumán.
Imagen: Tapa del libro Hay una isla para usted y otros cuentos.
Documental sobre Hugo Foguet, dirigido por Fabían Soberón: https://www.youtube.com/watch?v=IIWIzP1btH0&feature=share&fbclid=IwAR2N6fIlQ_posxC22zZYLZW6VjgxJw8wzlzESvnQGxYRBfx5aFYz2cYaLuM

Escritor. Nació en San Miguel de Tucumán en 1923 y falleció en la misma ciudad en 1985. Egresado de la Escuela Nacional de Náutica, ha recorrido el mundo como marino. Recibió en dos ocasiones el Premio Bienal Ricardo Jaimes Freyre, la mayor distinción de la provincia de Tucumán para el género poesía, y en otras dos oportunidades el Bienal Pablo Rojas Paz, máximo galardón provincial para obra narrativa. En el Primer Concurso de cuento Argentino, organizado en 1982 por el Círculo de Lectores —y cuyo jurado integraban Jorge Luis Borges, Josefina Delgado, José Donoso, Jorge Lafforgue y Enrique Pezzoni—, fue distinguido su relato ¨Playas¨, incluido luego en el volumen Cuentos de hoy mismo.
Genial ese cuento, hace mucho rastreo ese libro en la búsqueda del relato Ciudad subterránea sin poder encontrarlo. hay alguna reedición…Muchas gracias