Por Verónica Juliano |
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En el palier del edificio donde vivo se apilan diversos folletos y volantes: servicios varios, que pueden ser de interés para la vecindad. Días atrás, una vecina había comentado en el grupo de WhatsApp que los miércoles y viernes, alrededor de las 14, hay recolección de residuos reciclables (papel, cartón, plástico –envases varios–, vidrio, latas). Entre la pila del palier encuentro el anuncio. En mayúsculas se lee: SEPARADOS NO SON BASURA.
El recorrido de la recolección comprende las cuadras delimitadas por Av. Colón, Av. Mate de Luna, Pellegrini y Av. Néstor Kirchner. Un recorte espacial correspondiente a Ciudadela, barrio de trazos sumamente diversos, que conjuga edificaciones nuevas con una intensa vida en torno a un corazón pintado de rojo y blanco. Nota: necesitaremos actualizar los croquis barriales con urgencia porque la fisonomía de la ciudad cambia a pasos agigantados y corremos el riesgo de no encontrar nuestro camino de regreso.
Con algunos vecinos acordamos abocarnos a la clasificación de los residuos: sumarnos a esta acción (o al menos decir que lo haremos) nos ofrece una suerte de tranquilidad que abrazamos y que evidencia alguna inquietud compartida acerca de cómo gestionar la basura que generamos. Un vecino agrega que en la Plaza de la Fundación –contigua al parque Avellaneda– hay tres contenedores ecológicos cuyos colores indican, con pelos y señales, qué debe depositarse en cada uno, aunque no siempre suceda de esa manera y se los use en forma indistinta o se los omita con alevosía.
En la esquina de Mate de Luna y Pellegrini, donde resisten los vestigios de la ex papelera, las raíces vigorosas de un palo borracho detonan la vereda y dejan entrever, entre la lluvia algodonada que desperdiga y que el viento esparce, algún descartable abollado, colillas de cigarrillos, envoltorios de golosinas, algún preservativo usado, en fin, un desdichado inventario que corrompe el desinteresado regalo de las ceibas y que se replica exponencialmente en la ciudad. En la parada de colectivos de esa esquina, el refugio ostenta la ironía de su nombre: no nos refugia ni del sol, ni de la lluvia, ni de la mugre, ni de nosotros mismos (esta postal también se multiplica).
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Una serie posible dentro de la producción dramatúrgica de Carlos Alsina es aquella que comprende las obras Limpieza (1985) y La guerra de la basura (1999), como formas de representación de la violencia política sistematizada en el contexto de la dictadura y de la postdictadura en Tucumán. En ellas, “limpieza” y “basura” operan como signos ideológicos que construyen un espacio de significación para inscribir a nuestra sociedad: entre la suspensión del estado de derecho durante los gobiernos autoritarios que “depuran”, “blanquean”, “higienizan”, y la falta de políticas del cuidado social durante los gobiernos llamados democráticos.
Asociadas a esta secuencia que focaliza en las prácticas siniestras del aparato bussista, podemos inscribir algunas de las piezas breves de Eduardo Rosenzvaig, incluidas en Menos que un recuerdo (2009). En el texto de contratapa, Raúl Serrano las define como “erupciones de la memoria bien escrita”. En la frontera de los géneros, resultan claves para la comprensión de nuestras fábulas de identidad. La figura de Rosenzvaig es, sin duda, central en la historia de nuestra cultura. El cuarto texto, llamado “El olor del teniente rubio”, recrea una escena cuya condición de realidad vulnera por completo el pacto de ficcionalidad que sostenemos los lectores. Resulta evidente el carácter fronterizo de estos textos:
Un día el soldado vio algo como una media en el escritorio del teniente. Parecía eso que uno se pone en la cabeza, porque se advertían los agujeros de la boca y de los ojos.
Un día ella le contó lo que “el hijo de puta” le hacía. Ordenaba a su esposa, dos hijas y la sirvienta ponerse de frente, en hilera, en posición de firmes cuando él volvía de las operaciones, mientras enguantaba la mano por el guante blanco de ceremonial y la pasaba suavemente por los muebles buscando una subversiva película de polvo que quedara obscena y adherida a su blancura. Comprobado el exterminio sucesivo de la “mugre”, se acercaba a olerlas a las cuatro y, entonces, era mejor que ninguna oliera remotamente a hembra.
El entrecomillado, además de demarcar en el texto la presencia de una voz diferente de la del narrador, funciona como guiño a los lectores construyendo una correspondencia semántica. En efecto, la obscena mugre no radica en la supuesta película de polvo adherida al mueble. Nuevamente, “basura” y “limpieza” adquieren valencias políticas capaces de representar el horror y de construir metáforas de nuestra historia. ¿O propician la muerte de la metáfora, dado el exceso de su literalidad?
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Siempre me ha interesado la definición de punctum que ofrece Roland Barthes en La cámara lúcida. En una fotografía el punctum es aquello que, sin ser buscado, sobresale como una flecha que punza al observador. Dice Barthes: “es ese azar que en la fotografía me despunta”. Punzada que hiere al espectador y lo inquieta, suscitando en él un ejercicio sentipensante que puede derivar en acciones concretas, además de la toma de conciencia. El lunes 24 de agosto, en su cuenta de Instagram, Diego Aráoz publica una foto de su autoría que denomina “Naturaleza muerta” y corresponde al registro diario que está realizando desde el inicio de la cuarentena. Día 158, reza el pie de la foto.
La imagen recorta un fragmento del canal Norte (límite entre San Miguel de Tucumán y Tafí Viejo) atestado de basura. Sin quererlo, construye un inventario infinito de la tristeza. Y de la indignación. Le escribo y, generoso, me comparte en forma privada otras capturas. Me anuncia que una de ellas será tapa del diario al día siguiente. La imagen vuelve a recortar un fragmento del canal, igualmente saturado de basura, pero en el que comienzan a divisarse otros actores que complejizan la escena: la vegetación que crece en las grietas del cemento, dos caballos flacos que pastan en el basural, un perro en idéntica actitud, otro diluido en el paisaje, más atrás, y dos niños: uno de ellos mira hacia abajo y el otro, con los brazos en alto, saluda para la foto.
El contorno de su silueta, perfectamente discernible en este paisaje infame, punza el ojo de los observadores. Decía Barthes que la fotografía reproduce al infinito lo que ha tenido lugar una sola vez: “la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”. Si la fotografía es capaz de reproducir infinitamente algo que ha sucedido una sola vez, ¿qué ecuación le cabe a aquello que no deja de acontecer? Infiero un número imaginario, imposible.
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Mientras con los vecinos del edificio acordamos separar, clasificar y reciclar nuestros residuos, y aplacar –quizás– nuestra angustia de clase media, me pregunto si podremos conjurar la otra trama de la basura. Esa que nos atrapa y nos entrampa. Me pregunto, si podremos descatalogar tantos inventarios de la tristeza y de la indignación que habitan en nuestra historia reciente y que saturan de evidencia nuestro presente. Me pregunto, a fin de cuentas, si en este contexto de “lavado de manos permanente” hay un lugar posible para la metáfora.
Verónica Juliano nació en San Miguel de Tucumán, donde reside. Es docente e investigadora en la UNT. Lleva a cabo diversas acciones vinculadas a la promoción de la lectura. Eventualmente, escribe.