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Las memorias del espejo

Por Máximo Hernán Mena |

Cosas transparentes, a través de las cuales brilla el pasado.

Vladimir Nabokov

I

Un espejo es un territorio, una superficie bruñida que representa un espacio, una geografía móvil y silenciosa, un acallado recodo, como las imágenes que allí vemos; porque en los espejos no hay voces ni música. Sin embargo, un espejo es un retrato, un recorte que nos muestra sus límites y fronteras, pero también puede insinuar un lugar que puede expandirse hasta el infinito si enfrentamos dos cristales con las mismas propiedades, allí nos anuncia la necesidad de ir más allá, de superar ese non plus ultra de las columnas de Atlas. Creo que este libro, que ahora el lector tiene nuevamente entre sus manos, es una invitación original para esa navegación; los lectores no deben permanecer en el influjo de la imagen que aparece en el cristal y necesitan dirigirse resuelto “hasta aquí, no más”, que traduce el nombre de Tucumán. Siempre la mirada debe desmadrarse sobre las fronteras claras y distintas que propone un espejo, salir del sortilegio de la imagen que nos propone y que es, como señalaba Carlos Fuentes, “tanto un reflejo de la realidad como un proyecto de la imaginación”. La mirada o, en este caso, la lectura, debe salir de ese embrujo que trama el espejo cuando parece que nos refleja a nosotros mismos. No nos podemos quedar en la falsa compañía que encubre la indócil soledad de nuestra propia imagen.

II

Se procura aquí, en cada ensayo de Ocho narradores. Reflejos de Provincia, proponer nuevos recorridos zigzagueantes entre narrativas de autores diversos que se abocaron a representar y refractar las formas y siluetas de una ciudad. Además, es preciso señalar que, unos años atrás, me permitía aseverar que no existían muchas investigaciones críticas dedicadas a establecer diálogos y contrapuntos entre la narrativa de diferentes autores de la provincia. Sin embargo, este libro de Mabel Ruiz, publicado por primera vez en 1986, se mueve provechosamente entre estas coordenadas para armar un “gran lienzo” que nos invita a apreciar perspectiva, fondo y figura. Por lo tanto, nunca es tarde para hacer esta necesaria y provechosa salvedad. Acaso, desde ese entonces, haya intuido la autora lo decisivo que sería estudiar la narrativa tucumana para entender cómo las palabras e historias imaginaron Tucumán. Por ello, los reflejos ensayados aquí son trazos móviles y no una imagen detenida.

En este sentido, el significado del término “Provincia” no debe remitir al lector a un registro provinciano, al tono localista o al color local, sino a la necesidad, reconocida por David Lagmanovich, y porque no, por Juan José Saer, de leer la narrativa como escritura de un lugar, desde un lugar, que, necesariamente, es una escritura sobre el lugar, una sobreescritura.

III

Las intersecciones y cruces propuestos por la autora en este libro son reveladores, ya que ponen a discutir diversos textos narrativos para comprender la ficción escrita en Tucumán en la segunda mitad del siglo XX. Estimo que el ensayo sobre la obra de Alba Omil se articula en clave de homenaje. Entonces, en estos textos, el tratamiento de la muerte y el destino, condensan la preocupación por el tiempo: “Días, meses, estaciones, van corriendo bajo el embrujo de una música sin que los personajes del cuento lo perciban”. La consideración de Raúl Albarracín destaca en sus relatos la yuxtaposición de voces, la simultaneidad de planos narrativos y los cruces temporales, y se cierra con un lamento porque el autor no ha publicado más libros hasta el momento, vacío que procurará ser remediado años después por los descendientes de Albarracín, por ejemplo, con la publicación póstuma de su novela “El extraviado”. Los ensayos siguientes abordan la relevancia de las figuras de los niños y las representaciones de la infancia en cuentos de Omil, Albarracín y de Julio Ardiles Gray, serie a la que podríamos agregar a un autor como Pablo Rojas Paz: los niños son los únicos que pueden vislumbrar las verdades de los otros y el modo en el que los adultos se afanan en las mentiras y apariencias para seguir con vida. En este sentido, la autora remarca que, en la obra de Julio Ardiles Gray, los niños son metáforas del choque entre la realidad-imaginación con el mundo externo; es este desencuentro lo que se traduce en la búsqueda del paraíso perdido, como tiempo de la infancia y como territorio irrecuperable. De los cuentos de Ramón Alberto Pérez deslumbra su capacidad para retratar el momento crítico, el punto de inflexión en la historia de sus personajes, y el modo en el que la ambigüedad de los finales obliga al lector a adoptar un punto de vista para, en un último instante, notar lo aparente. Es poderosa la imagen que encuentra Mabel Ruiz en los relatos, al identificar a los perros como signos de la llegada de la hora final o, releyendo el relato a la luz del documental Vals con Bashir, como cancerberos del pasado que se arrojan al presente reclamando la memoria justa: la muerte no es el olvido.

Mientras tanto, en los relatos de Juan José Hernández, se problematiza la superficialidad, las apariencias, la decadencia y los dobleces en la vida social, cuestiones estrechamente vinculadas con los reflejos de la escritura que impactan sobre la calma de un espejo social. En los ensayos siguientes, la autora lee los apocalipsis y los choques de los tiempos en la novela Pretérito perfecto de Hugo Foguet; la necesidad, en los cuentos de Manuel Serrano Pérez, de hacer restallar, en el papel, la vida más allá de la muerte; y los cruces entre campo y ciudad en los relatos de Octavio Cejas, como forma de ampliar un territorio.

Todo lo mencionado con anterioridad son estaciones posibles en el espacio de una provincia narrada, incisiones en la urdimbre de la ficción. Lecturas que quizás fueron leídas o compartidas por los mismos narradores.

IV

La reedición de un libro lo extrae de la contingencia del pasado y del presente, de esa posibilidad casi certera de que un lector nunca llegue a encontrarse con sus palabras. En un artilugio de tinta, papel y voluntad, llega, como una sorpresa, el pasado a hacerse nuevamente presente. Se hace nuevo, toma vida otra vez entre el albor y la tinta. ¿Cómo habrá sido esa primera presentación en 1986? ¿Quién habrá sido ese primer lector que pudo leer los reflejos y rearmar también ese mapa narrativo? Estas preguntas que menciono nos llevan a pensar que el libro que está en sus manos, es un libro nuevo pero que, al mismo tiempo, ya tiene una historia, porta un pasado que resignifica todo lo que vino después; esas páginas intermedias reescriben con seguridad ese hiato de cambio de siglo y de milenio.

Volver a publicar un libro es una forma de volver a traer a la luz, de recuperar algo opaco y silencioso y traerlo a la superficie del presente: esa luz contenida y oculta del espejo puede deslumbrarnos otra vez. Entonces, este libro vuelve a ser contemporáneo. Como lo fue en el momento de su escritura, ya que la autora consigue trabajar con textos para siempre inéditos y libros que aún estaban por publicarse. Hay entrevistas y consultas con los escritores sobre las lecturas realizadas, lo que imprime una dimensión dialógica fundamental a algunos de los ensayos: podemos escuchar conversaciones entre las páginas. El libro, como un espejo, vuelve para mirarnos y leernos de cerca, para hablarnos de una genealogía de autores y de textos que nos escriben desde mucho tiempo atrás, sin pausa.

Una respuesta a “Las memorias del espejo”

  1. Beatriz dice:

    ¿Dónde se consigue el libro?

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