Por Santiago Garmendia |
No es lo mismo visitar Tafí del Valle que ir todas las vacaciones de la vida a pasar dos meses en las casas de los abuelos y abuelas. Ellos mantenían aquellos refugios con esfuerzos que sólo dimensionamos cuando caen sobre nuestras espaldas esas paredes de piedra. Dimos por sentada su existencia. No sólo me refiero a la casa, sino las camas, las colchas, los tenedores, platos, los mazos de cartas, algunos parchados con naipes de otros lados. La institución familiar solía relajar sus enlaces de control que eran rígidos en la ciudad, por lo que allá nos soltaban a la mañana y nos arriaban de noche. Por tal clima de libertad y seguridad es que recuerdo tanto el episodio del latrocinio de Lázaro, su horrible traición y las consecuencias insospechadas de sus actos.
Félix Eduardo Herrera, el mono, el tío Eduardo, era un método con patas. Lo esquivábamos porque su forma de estimular nuestras mentes era plantearnos problemas aritméticos, fundamentalmente cálculo combinatorio, absolutamente imposibles. De todos modos, insistía en que no esperaba que lo resolvamos, sino que hagamos un correcto planteo del asunto. Para que la ficción no esté ausente, a fin de cuentas quería seducir a niños para la causa de las ciencias formales, hizo de un perro, el negrito, una especie de Beremiz, aquel personaje del personaje Malba Tahan. “El perro que calculaba” sería la saga eduardiana. El acecho del tío era muy persistente así que tarde o temprano nos increpaba ante cualquier descuido nuestro. Por ejemplo, podíamos estar jugando ajedrez y una sombra alta nublaba el tablero. Feliz de tenernos como sus presas, empezaba alguno de sus planteos. Recitaba el dilema matemático-ficcional cerrando los ojos para escucharse y modular la velocidad del relato, siempre muy lento y pausado. Hacía una mueca de risa, sabiéndose un plomo legendario.
—Saben ustedes que me lo encontré al negrito y le pregunté “Negrito, perro inteligente, dime lo siguiente: Si se colocase sobre un tablero de ajedrez (lo suficientemente grande) un grano de arroz en el primer casillero, dos en el segundo, cuatro en el tercero y así sucesivamente, ¿cuántos granos de arroz habría en el tablero al final?”-
—¡Ese perro, tío!
Se reía de que lo tomemos en broma, pero tenía el número en la cabeza.
—446 744 073 709 551 616. ¿Qué opinan ustedes?
—Mucho arroz tío, terrible guiso.
Un año Eduardo encontró que la casa de las herramientas había sido violentada. Casi no tocó nada, sólo se sentó, apoyó el mentón en el bastón de caña y comenzó a contar granos de arroz.
—Fue Lázaro Chacón. QED.
Intentamos darle a entender que había muchas más personas en el mundo, nada vinculaba el robo con ese plomero, que tenía la particularidad de que carecía de olfato y probaba los escapes con un encendedor que hacía chispear y según la ignición determinaba los niveles de gas metano en el aire. Era además particularmente culto y de pocas pulgas. Eduardo explicó sin muchas ganas que estaba entrecruzando datos de 1: conocimiento del lugar, al que había accedido varias veces, 2: la amarga pelea que puso fin a su relación vinculada a las simpatías populistas de Lázaro, 3: Las tres discusiones sobre presupuestos exorbitantes anteriores a la ruptura. Sumaba a la evidencia un hecho negativo, 4: el mal viviente no entró a la casa, fue directo a la casilla.
Afirmó que le preocupaba por sobre las herrramientas, la degradación moral del hombre de oficio. Antes de cerrar la casa ese verano -era Marzo y volvería en Diciembre-, clavó en la puerta del taller su razonamiento escrito y un llamado a la reflexión.
“Lázaro. Detente. Sé que erés tu. No quieres hacer esto, un plomero honrado, que puedes ser todavía, tendrá trabajo siempre y sentirá la alegría de la retribución merecida. Baja tus expectativas presupuestarias, la gente te llamará”.
Desde luego, en diciembre la casilla estaba nuevamente abierta y el cartel había desaparecido. En marzo redobló la apuesta. “Lázaro. Sé que sabes que lo sé. Detente”. Sumó al asunto un queso M, un salamín y una damajuana de vino en el interior, en una mesita con mantel y todo.
La escena se repitió, la comida había sido arrasada y el vino bebido. Eso sí, bastante prolijo. Le observamos que si no era Lázaro jamás dejaría de hacerlo. Y que si era, tampoco.
Volvió a dejar un cartel, esta vez sumó bibliografía “Lázaro. A Jean Valljean lo salvó su víctima”. Le dejó un ejemplar de Les Miserables, con la escena marcada. Se esmeró con el menú.
En diciembre se encontró con la misma escena, casilla abierta sin herramientas, sin libro y sin comida. Debe haber seguido por seis años el asunto, casi era parte del folclore. La esposa le decía, con resignada diversión, que era como una especie de ofrenda a la Pachamama. Siempre libro, queso, salame, vino y cartel.
El año que dejaron de entrar a la casilla, Eduardo le dedicó una sonrisa profunda al taller. Para nosotros era el fin de un delirio que no dejaba de asustarnos. Grande fue nuestra sorpresa cuando con mi prima lo encontramos al mismísimo Lázaro en la Villa de Tafí del Valle, saliendo de la municipalidad con una niña que nos presentó como su hija-nieta. Una niña hermosa y sonriente que nos presentó como Melchora Cosette.
Es doctor en Filosofía, docente e investigador de Filosofía del Lenguaje en la Universidad Nacional de Tucumán y la Universidad Nacional de Salta. Integra el colectivo “Dudas Razonables”, desde el cual se producen contenidos de radio, teatro y talleres de Filosofía. Su primera obra de ficción fue la novela La religión de los dioses (Culiquitaca, 2015). Publicó Mal de muchos (y otros cuentos de libros) (Lago Editora, 2016). Nació en 1976 en San Miguel Tucumán, ciudad en la que reside.
Inagotable cantera de sutilezas literarias, nostalgia familiar y reflexión profunda sobre lo humano. Cerca de Tolstoi pensaría uno por ahí.