Por Juan Ángel Cabaleiro |
Ya en el ámbito más puramente académico, dejo a consideración de los lectores parte de mi trabajo de investigación titulado: Esbozo de apuntes para el inicio de un acercamiento paulatino a las fronteras de una posible literatura tucumana vista con un catalejo: Los márgenes de la investigación de una poética regional, o la región poética de una investigación marginal.
Metodología
La metodología empleada para este estudio responde a las consignas aportadas por Malinowski sobre el concepto de trabajo de campo. El tema es la literatura tucumana, sus ámbitos de producción y distribución y las propias manifestaciones directas de sus protagonistas. Se utilizan las técnicas de la entrevista reportaje y la observación directa, en línea con famosa recomendación de Levi-Strauss: “El investigador debe ponerse los pantalones y afrontar los hechos con valentía y coraje”. El trabajo es parte de un proyecto de investigación más amplio, que continúa pendiente de aprobación por el CONICET desde 1993.
Contexto
Un Gran Evento Anual que convoca a lo más granado de la provectumbre poética del NOA, y que se organiza en el Centro de Cultura Birlada.
Llegado mi turno, como no sé escribir poemas, ni siquiera malos, leo como propio uno de mi autor favorito, Héctor Gagliardi, con burdas modificaciones que lo tucumanizan y lo arrastran con brutalidad al tiempo presente. Es entonces cuando reafirmo, una vez más, mi vocación de plagiario. Allí donde ponía “compadrito” o “guapo del 900”, aparece “hincha de Atlético”, y donde decía “Caminito” y “La Boca”, he puesto “senderito” y “Villa Amalia” (Resuenan roncas las voces de los buques / partiendo de Villa Amalia / y un farol alumbra a un hincha / de Atlético en el senderito). Nadie nota el estropicio. Pero alguien, a mi vera, sí advierte algo exótico y tal vez apetecible en mi presencia, como notaría una jauría de lobos hambrientos la aparición de un corderito ciego embadurnado en escabeche y salsa de trufas.
―Me encantó ―dice ella―. No sabía que escribías poesía, te lo tenías guardado.
Cuando le toca su turno, declama cuatro poemas al hilo, casi idénticos, de un erotismo vociferado y estridente, como el reclamo de una codorniz en medio del campo. Versos que pasan del puchero al sushi en el más repentino encabalgamiento, y terminan gritados, despertando al senecto público.
―Impresionante, te felicito ―digo, retribuyendo. Y comenzamos una charla sobre sus motivaciones poéticas y editoriales según los parámetros ocultos de mi investigación. Al otro extremo de la mesa, alguien comienza a tejer con paciencia monocorde una larga bufanda de adjetivos, y el público va recuperando la placidez del sueño.
Puesto ya en harina, lanzo la pregunta obligada:
―¿Cómo es que te decidiste a publicar?
―Porque soy una mujer muy apasionada. Tengo mucho fuego adentro, y si no lo largo, exploto, ¿me entendés?
Con discreción anoto la respuesta e insisto a la manera de un periodista bisoño o de un adolescente en plan levantisco, añado:
―¿Hace mucho que escribís?
―Bastante, ya pasé por varios talleres. Iba a ir al tuyo, pero me dijeron que vos abofeteás a tus alumnos, que los insultás y les rompés los cuadernos en la cara. Y que la casa donde estás viviendo era de una pareja de ancianos que tenés secuestrada en el sótano.
―Son patrañas, en mi casa no hay sótano, y ya no hago nada de eso, muy al contrario. Pero contame de esos talleres, a ver.
―¡Uf! Pasé por varios, ya te digo: el del PAMI es bueno, pero es como si no te escucharan, no sé, además de que los alumnos no les duran nada. La mejor experiencia fue con Arrimarse a Rimar.
Tomo nota. Avanzo:
―Y aparte de la escritura ¿a qué te dedicás?
La respuesta me llega cruda, sorpresiva; premonitoria, en cierto modo, del cataclismo:
―Con mi hermano tenemos un negocio de repuestos para tractores, en la Banda del Río Salí, pero sobre la ruta.
“Con mi hermano tenemos un negocio” es un bello endecasílabo, pienso con los dedos, y trato de olvidar el resto de la frase.
Una hora más tarde, pasado el copetín y ya en la vereda, la poeta se ofrece a llevarme hasta mi casa, que le queda más o menos de camino. El Duna está apenas a unas cuadras. Salimos del centro y encaramos por la avenida Benjamín Aráoz en dirección a la Facultad de Filosofía y Letras. Cuando llegamos al semáforo de Coronel Suárez, acelera.
―¡Acá tenías que doblar a la izquierda! ―le digo.
―No, es que vamos a pasar primero por mi casa un minutito, así doy de comer a los perros.
Es el comienzo de la tragedia.
*
El Fiat Duna rojo atravesó como un rayo el puente Lucas Córdoba para internarse en otro mundo, mucho más literario, tenebroso y cruel. Entre las calcomanías del parabrisas, que aludían a los aceites de esa lubricidad nada erótica de los tractores, alcancé a ver la luna, y me invadió el desasosiego. Dejamos la ruta por un camino de tierra, y llegamos a una casa algo aislada de todo, salvo del cañaveral que la rodeaba.
―Bajate que el auto se recalentó. Tenemos que dejarlo un par de horas por lo menos, si no, lo fundo al motor ―dijo de una forma no demasiado convincente.
Afuera había varios perrazos blancos encadenados y bastante furiosos. Tenían las fauces rosadas, como sangre de niño todavía sin coagular, y unos ojos muy claros, casi extraterrestres. Ella les hizo una vaga promesa de alimento y abrió la puerta.
―Pasá rápido, y no los mirés de frente ―advirtió. Uno de ellos daba saltos como cabriolas circenses.
Entramos en esa casa en medio de la nada y sentí que entraba en una pulpería del campo, y que quedaba a merced de un Ogro. Pero las pulperías y los Ogros no pueden combinarse en un relato, menos en las afueras de la Banda del Río Salí. Entonces supe que algo iba a salir demasiado mal.
―Dame un minuto que me saco esto ―dijo, y no quise mirar el qué.
Las paredes, pintadas de un rosa borgeano, me habían sugerido la pulpería. En una de ellas había una pequeña repisa con fotos suyas o de su hermano junto a tractores, y unos cuantos libros.
―Curioseá. Meté mano todo lo que quieras… ―gritó desde la cocina.
―Gracias.
Parecía una pequeña y burda biblioteca de presidio, o de celda de castigo, más bien. La mayoría eran antologías con fotos de autoras ametralladas de píxeles y páginas fileteadas a tres colores, al estilo de los viejos tranvías urbanos (en los que habrán viajado, incluso, algunas de esas poetas). También había un Manual de Astrología Moderna, uno titulado Cría y cuidado del Dogo Argentino, un catálogo de cosméticos que tenía más de cuatrocientas páginas y, lo que me sorprendió bastante, una edición muy manoseada y marcada de Las Flores Del Mal, de Charles Baudelaire (1821 – 1867), uno de los grandes poetas franceses del llamado simbolismo.
―Son mis libros, los amo. Como ves, tengo bastantes cositas. Y allá en aquel ropero hay más ―dijo, señalando la tenebrosidad de un cuarto al que me propuse firmemente no entrar.
Desenjoyada y descalza, puso una botella de café al coñac sobre la mesa, con dos vasos de vidrio tabernario y fue a perderse en aquella tenebrosidad. La botella tenía señales de bruscas arremetidas, y el café al coñac apenas raleaba en el fondo. Nunca me gustó esa bebida, pero allí estaba, como un desafío, y ella la había dejado. Por un instante añoré mi casa, la seguridad de mis cosas, como en un sueño lejano e imposible.
En el cuarto se encendió una bombilla de luz crapulosa que añadía más tenebrosidad al ambiente. Afuera los perros ladraban desesperados, exigiendo un cadáver.
―¿Te gusta Baudelaire? ―dije, a modo de cortesía, pero también porque se estaba demorando.
―¿Lo qué? ―preguntó, y asomó la cabeza. Sin aros ni maquillaje era asombrosamente parecida a su hermano―. Ah, ese librito. Se lo dejó un chico que traje una vez. Bueno, se lo dejó es un decir. En realidad, salió espantado como si hubiera visto al diablo, el cagón.
Mi intuición me decía que algo malo iba a pasar, que mi tiempo se agotaba y que mi vocación irremisible de plagiario estaba llegando a su fin y hallando su castigo. Y que, quizá, aquel Ogro escribía líneas más auténticas que las mías, y que era ella, mucho más que yo, un heraldo de la verdadera literatura tucumana. En esos pensamientos me distraje cuando la oí chistar.
Entonces la vi parada en la puerta, con una bata roja y nada más. Me sonreía con una mezcla de tristeza y perversidad. Harta ya del disimulo y las dilaciones, sabedora de que la vida corre implacable hacia los abismos de la decrepitud y la soledad como un tractor sin freno, abrió la bata y me mostró el resto de su cuerpo desnudo. Algo me desconcertó. Entre las piernas, a falta de uno u otro órgano, según enseña la anatomía más conservadora y binaria, vi una gran arroba de carne y pellejos, como un tercer sexo encarnado o transmutado por embrujos nefandos desde el mundo digital. Yo no había visto más arrobas que en las pantallas o los teclados… Pero agucé la vista y vi mejor: no era una arroba. Era un inmenso falo que se prolongaba en extensiones inhumanas, casi oníricas, al punto de hacer un giro y medio sobre sí mismo y dar forma (y quizás origen) a aquel famoso símbolo de las direcciones de mail, de Twitter, y de las indefiniciones lingüísticas de género.
―Así es, mi amor, Dios le da pan al que no tiene dientes. Entrá en la pieza.
Decidí huir, intentar salvarme y dar cumplimiento a mi destino de escritor plagiario impune en una sociedad de iletrados, y ese Ogro no iba a impedirlo. Al girarme en busca de la puerta, me di un porrazo con el batiente de la ventana. Casi me parto la cabeza. Vi en el rostro de ella el espanto y abrí por fin la puerta.
―Si te vas, te largo a los perros, hijo de puta ―amenazó.
No tenía más que dos opciones, que eran dos formas de morir, y yo preferí la mía, la más literaria y cobarde. Me aferré con firmeza al librito de Baudelaire, que acaso no sabría utilizar, y salí a la llanura.
Un lugar del cañaveral era igual a otro y la luna tucumana resplandecía.
Corrí desaforadamente por el laberinto de los surcos, y realmente me fatigué. En un descuido metí un pie en el fango sagrado de La Banda, pero pude continuar, aunque medio rengo. En la noche unánime, un perro ladró, y después varios más. Ella los había soltado, porque ya no eran los ladridos tirantes de un momento atrás. Entonces, así, sin comerla ni beberla, en el espejo de esa noche alcancé mi insospechado rostro eterno. El círculo se iba a cerrar, posta. Yo aguardaba que al toque así fuera. Pisaban la sombra los perros que me buscaban. Las befas de mi muerte, los dogos, las patas, las mandíbulas, se cernían sobre mí… Ya el primer mordisco, ya la dura dentellada que me raja el pecho, el íntimo colmillo en la garganta.
Nuevas conclusiones del estudio
La literatura tucumana, sus formas más puras, su identidad personalísima y destilada de influencias, requiere de heroicidades: la primera, desprenderse de la pesada carga de la tradición literaria, no solo argentina, sino universal. Escribir como si no se conociera a Borges, ni a Baudelaire, ni a Shakespeare, ni a Dante ni siquiera al Siglo de Oro español. Una literatura nueva y despojada. Un grupo de mujeres provectas de nuestra provincia lo ha conseguido. Ellas son el humus virginal del que florece la literatura tucumana sin influencias, la pura. ¡Gracias, chicas!
Fotografía: Martín Taddei
Buenos Aires, 1969. Es Licenciado en Filosofía por la UNT. Como escritor, ha obtenido numerosos premios nacionales e internacionales, entre ellos el Premio Adolfo Bioy Casares a su libro Cuentos de las dos orillas, el Premio Internacional de novela corta «Giralda» por su obra La vida bochornosa del Negro Carrizo, y el Premio Francisco García Pavón de Narrativa Policíaca por El secreto de la Quebradita. Obtuvo el Premio Municipal de Literatura de San Miguel de Tucumán y el Premio Nacional de Cuentos del Bicentenario. Es autor, además, de las novelas El caso Dorindo (2016), El viaje a Walden (2017), La verdad sobre el caso de R. C. (2017), Masacre en Lastenia (2019), y del libro de relatos Cómo me hice un asesino y otros cuentos (2017).
Jajajaja…terror cómico!