Por María Lobo |
Voy a tomar prestada una idea del tucumano Juan José Hernández para renombrar el concepto de literatura de capitales de Franco Moretti. En un hermoso prólogo a los cuentos reunidos de Daniel Moyano, Hernández narra la amistad que unía a ambos escritores. Dice:
“Ni a Daniel ni a mí nos importaba demasiado esa clasificación que oponía la literatura urbana a la regional. Buenos Aires por un lado, y por el otro las provincias del interior, esa especie de maniqueísmo que en cierto modo resucitaba la vieja antinomia civilización y barbarie que propiciaba Sarmiento (…) Pensábamos que, de alguna manera, toda literatura es regional. En el caso de la literatura argentina: se halla conformada por un conjunto de regiones”.
Hernández llama a las cosas por su nombre. Describe la centralidad y la periferia desde una mirada distante. Por un efecto de la perspectiva, consigue desplazar al centro del centro. Desmiente la idea atractiva del núcleo vivo; descompone las estructuras rígidas del mapa simbólico en un planisferio conformado por muchas regiones. Si uno observa desde el costado, la de la capital es una literatura regional que convive con otras; una más, entre tantas regionales. La literatura de capitales debería llamarse de otra manera: se trata de una literatura regional de centro, en este caso, la región de las capitales.
Todas las literaturas son regionales, dice Hernández. Cada zona de la Argentina tiene una forma de lenguaje con su contenido afectivo, cantito o tonada particular, pero esa tonada no es simplemente una música. La lengua de las regiones tiene un contenido semántico que subyace a la escritura literaria y es un componente esencial en el acto de la creación poética. Si la lengua es un componente del acto creativo, estar en una zona y no en otra, hablar desde cierta tonada es, en verdad, una decisión ideológica: la de situarse en un espacio capital o ser habitante de las regiones periféricas. Según cuenta Hernández, él y Moyano tenían bastante en claro esta relación entre espacios, poéticas y lenguajes. En realidad, estaban enojados. Se quejaban de lo que entendían como una idea pobre: aquella que asociaba a la literatura como una actividad realizable solo en las capitales. Se quejaban del esquema simplista entre ciudad y provincias. Estaban enojados con Cortázar, que alguna vez había declarado que Argentina estaba escindida dramáticamente entre una capital y el interior:

“¿Qué puede haber de común entre un intelectual porteño cosmopolita, políglota, abierto a los modelos europeos, y otro de una remota provincia norteña?”
Hernández y Moyano lo sabían muy bien. Ellos dos, con la tonada de Cortázar, no tenían nada en común. Pero no se sentían afuera de ningún cosmopolitismo; aquellas afirmaciones no los acomplejaban. Le dejaban a Cortázar esa idea material de la literatura, las afirmaciones residuales. Entendían que, al señalar la división entre ciudad y provincias, Cortázar suscribía al inexplicable imaginario de civilización y barbarie, tan arraigado en Argentina: en el centro está la civilización; el interior es la barbarie. En lo profundo, Hernández y Moyano estaban diciendo otra cosa. Que la centralidad y el margen no tienen relación con la espacialidad física, sino con la tendencia a suscribir a ciertos imaginarios de orden a partir de un uso ideológico del lenguaje. Decía Hernández:
“En nuestros relatos tan alejados de la literatura fantástica, entonces en boga, había gente morena de rasgos aindiados, chozas con paredes de quincho, hirvientes de vinchucas, caserones de tres patios con aljibes y espaciosas cocinas (…) Para la literatura rioplatense éramos casi exóticos”.
Para las capitales, el hecho de que Moyano y Hernández escribieran con aquella música los convertía en regionales. Sin embargo, los estudiosos de la literatura de la época también señalaban que en la obra de ambos autores se percibía una ausencia de ornamentos folclóricos y arrebatos telúricos, propios de la literatura regional del noroeste argentino. Al parecer, Hernández y Moyano no estaban en ninguna parte. Es que esa materialidad, en definitiva, no era lo importante. Hernández advierte que, en los años sesenta, lo que en realidad se jugaba en la literatura era la voluntad del experimentalismo formal o la ideología. Poco importaba, entonces, el paisaje urbano de Buenos Aires o el patio de las vinchucas. Importaba, en todo caso, discutir o no los imaginarios de orden. Con o sin vinchuca. Ellos despegaban la escritura de las extensiones terrestres. Hernández y Moyano hablaban de lenguajes, de músicas y de poética. Estaban señalando que los escritores habitan sus regiones desde una relación simbólica, y no material, con el espacio. Que el vínculo era la música que un autor decidía tocar. Y que era esa elección la que ponía a la obra literaria de un lado o de otro del imaginario de orden. Entendían que había cantos que continuaban con la música cortazariana de la frontera física, la civilización y la barbarie y lo que ellos consideraban una impostura intelectual. Y otros que, desde un espacio marginal y desapegado de la idea material de las capitales, preferían desoírla.
Esta literatura regional de centro es una literatura de capitales, pero no porque sea escrita por autores que viven físicamente en Buenos Aires, sino porque trabaja en un cantito que hace resonar cierto puñado de ideas dominantes. Ya lo ha dicho Moretti; el extrañamiento es uno de los principales rasgos de ese imaginario central que se expande como cosa nueva desde las maquinarias cultas de la difusión. Con Hernández, diríamos además que la violencia implicada en el imaginario civilización o barbarie es la tonada que compone gran parte de la música de la región del centro. Pero quisiera detenerme aquí en otras particularidades que, al parecer, integran el repertorio simbólico del centralismo. Sin dudas, aunque se trata de una construcción que excede los espacios físicos del mundo, hay algunos rasgos que caracterizan la forma en que se escribe y se lee en la lógica regional de centro en Argentina.

Lo primero que se me aparece como evidente acerca de lo que podríamos llamar literatura regional de centro, favorecida por las minorías cultas de la capital imaginaria argentina, es el hecho de que esta se denomina a sí misma como literatura argentina. Todo el tiempo, en todos los espacios, mediante todos los mecanismos de la difusión, se escucha hablar de literatura argentina cuando, en verdad, lo que se discute desde las ingenierías del dominio es siempre el estado de la literatura de extrañamiento que, por otra parte, suele provenir de la zona rioplatense. Así, la expresión literatura argentina suele ser un eufemismo para hablar de la producción central. No solo porque se trata de una inmensa mayoría de escritores nacidos en los alrededores del Río de la Plata, sino porque estos suscriben a los imaginarios dominantes de lo extrañado. Esto es lo que puede leerse, por ejemplo, en las antologías. En nuestras librerías, los lectores siempre podrán encontrar una buena población de libros titulados “antología de la literatura argentina”, “cuentos argentinos” y otras expresiones similares. Cuando recorremos las páginas de esos libros, encontramos una cierta particularidad: los autores de las antologías argentinas son nacidos en Buenos Aires y, al mismo tiempo, suelen trabajar en la literatura de lo extraño. Hace un tiempo, leí en La Nación que Elsa Drucaroff estaba sumando un volumen más a este repertorio de colecciones. El título (El nuevo cuento argentino) no parecía del todo sugerente; sí llamaba la atención el número de seleccionados: veinticuatro. Veinticuatro, como las regiones que componen la Argentina. Atendiendo a que existe cierta tentación de las minorías cultas a pasar por alto imaginarios y ajustarse a las cuestiones físicas, me pregunté: ¿acaso en ese número hallaremos una representación de las regiones argentinas? Sin embargo, y a pesar de que Drucaroff declaró haber leído más de mil cuentos para organizar su mapa de la cuentística argentina, me encontré con que el único escritor provinciano era Federico Falco, el gran autor cordobés radicado desde hace varios años en Buenos Aires. Los imaginarios, me dije. A lo mejor, pensé, Drucaroff no está pasando por alto el discurso de orden. Pensé que, aunque los autores procedieran físicamente de capitales, quizás habían sido elegidos porque sus cuentos decían algo distinto acerca de los mandatos de la literatura de centro. Pensé que podían estar discutiendo la forma centenaria de la perforación: el extrañamiento. Pero tampoco. Aunque la antología incluye al gran Eduardo Muslip —un periférico que vive a metros del Obelisco—, los paratextos de este libro nos dicen que estamos frente a una selección de lo mejor de la literatura regional de centro, en su vertiente más característica, el extrañamiento. Para la venta, se anuncia que el desenfado, la ironía, la lucidez y el desencanto —todos recursos que asociamos a las formas del extrañamiento— están presentes en estos textos. La propia Drucaroff elige definir a su selección como una serie de cuentos que recurren al tono socarrón o directamente sarcástico —es decir apela a una clásica definición del extrañamiento—. En una entrevista en Infobae, y en sintonía con la idea del inodoro en el museo —ese tipo de arte que las minorías cultas insisten en definir como novedoso—, la compiladora dice:
“El disparate llegó (…). Es el oro, el capital financiero liso y llano, son los negocios de un capitalismo sin más enraizamiento que un móvil prisma de cristal y donde la mierda ya no se disimula en prosapias, la mierda es esa cosa que se exhibe sin pudor y que se puede lucir, se puede bailar por Tv con ella en la mano”.
Tal vez en nuestro país, la literatura regional de centro es físicamente central, porque se escribe cerca del Río de la Plata. Pero también lo es simbólicamente, porque empuja todo hacia el extrañamiento; porque tiene una fe absoluta en los inodoros. El inodoro y un río; quizás estas dos sean las expresiones más frecuentes que las minorías cultas eligen para hablar de la literatura argentina.
Si prestamos atención a los artículos especializados que se escriben en los grandes medios de difusión, podemos señalar un segundo aspecto fisonómico de esta literatura regional de centro argentina. Para hablar de las obras, las minorías cultas que escriben en los medios centrales suelen marcar lo que ellos consideran como diferencias físicas entre los escritores del centro y los de las provincias. Cuando Samanta Schweblin fue nominada al Man Booker, Patricia Kolesnicov tituló para Clarín: “Una escritora argentina en las ligas mayores”. En ese mismo medio, esta vez con motivo del premio Alfaguara de Novela conquistado por Mariano Quirós, se dijo: “Un joven escritor chaqueño ganó un importante premio literario”. A partir de estos premios, los lectores supimos que Mariano ha nacido en el Chaco, aunque no nos llegó la información de la procedencia territorial de Samanta. Quizás el Chaco y Buenos Aires, para las minorías cultas, no son lo mismo. El Chaco está dentro de la Argentina pero, por alguna razón, alguien en Clarín se sintió en la necesidad de señalar la provincianía, como si el lugar de origen no le alcanzara a Mariano para ingresar en el estatuto nominal de la literatura argentina. Desde la centralidad se señaló esa diferencia de la procedencia física. Mariano es chaqueño; Samanta es argentina. Para hablar de estas obras, las minorías cultas establecen, de vez en cuando y como para mantener en claro las distancias, una diferencia material. Es la lógica que tanto enojaba a Moyano y a Hernández. Décadas después de muerto, el imaginario de Cortázar se escribe en las páginas de los diarios, está en la pluma de los especialistas. Se elige pasar por alto lo que un libro tiene para decir. Y se opta, en cambio, por la dicotomía entre capital y provincianismo. Las minorías cultas eligen; eligen oponer Chaco o literatura argentina.

Por estos días, en nuestra producción regional de centro se hace notable otra particularidad. Hay una literatura que nombra la frontera. Si tuviera que elegir una palabra, diría estática. Literatura de 1838. Porque, para hablar de los márgenes, esa literatura acude a uno de los imaginarios más conservadores e institucionalizados acerca de la frontera: en la ciudad está la civilización y en la periferia, más allá de los límites del mundo conocido, se recalienta como en un caldo vivo el peligro de la barbarie. Frontera, oponentes y una llanura peligrosa. Es en esa amenaza latente donde subyace la violencia del extrañamiento. Podríamos decir que se trata de una literatura regional de centro que nombra la frontera utilizando la estética capital de lo extraño. Y que se autoproclama rupturista, revolucionaria, violentamente renovadora, pero no discute el mandato que Esteban Echeverría añoró instalar en la Argentina. No solo no lo cuestiona. Cierta literatura regional de centro se encarga de expandir este imaginario profundo. Como ese movimiento se ejerce desde un lugar central, parecen silenciadas otras lecturas acerca de las fronteras.
En el artículo “Géneros fantásticos a la argentina”, Martín Lojo advierte acerca de cierto hilo conductor omnipresente en la literatura argentina. Explica que, en numerosos cuentos y novelas recientes, los narradores argentinos retratan el temor al caos social que amenaza a las capitales. Podríamos señalar aquí un eufemismo: el temor al caos social no es otra cosa que la enunciación de una frontera y de sus lados oponentes, porque el advenimiento del caos siempre está sujeto a que las bestias que habitan más allá de la frontera no logren traspasar los límites. El factor amenazado es la capital, y la bestialidad proviene de las lejanas extensiones que están detrás de la frontera. Lojo advierte de una manera muy clara la relación entre este caos social y una idea centenaria que habita en nuestra literatura. Señala, en efecto, que en estos cuentos y novelas está presente el mecanismo con el que Esteban Echeverría diseñó su célebre cuento “El matadero”. En esta literatura presente no hay más que una reafirmación de un puñado de ideas de centro que, a juzgar por los años que llevan reescribiéndose, han resultado efectivas. Escrito en 1838, inaugura uno de los imaginarios de frontera más trascendentes de nuestra literatura. Echeverría eligió el campo de la ficción para trabajar desde los cimientos intangibles del orden imaginario la idea de un otro periférico y amenazante. Civilización en el centro, en la periferia la barbarie. Mandato entre los mandatos ¿Cómo olvidar los calificativos que Echeverría impone para hablar de lo que está más allá de la frontera? ¿Cómo no pensar que en la elección de esas palabras se empezaba a trazar la idea de periferia atroz que permanece indestructible? Echeverría escribe en nuestro imaginario de orden, porque “El Matadero” es ese texto que leemos los argentinos en la escuela. En la inauguración de ese entramado de ideas que no olvidamos para pensar qué es el centro y cómo es la periferia, el autor ha escrito:
“La perspectiva de ‘El Matadero’, a la distancia, era grotesca. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distintas”.
Palabras inmundas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma; africanas que arrastran las entrañas de un animal; mulatas, cuatrocientas negras. Echeverría ha escrito todo esto también. Para defenestrar la figura del Restaurador, Echeverría traza su imaginario de frontera imbatible: más allá de los límites del centro, lo que nos espera son personas distintas; figuras que casi podría decirse no son humanas; figuras amenazantes. Carlos Altamirano dice que Sarmiento, cuando necesitó explicar el nuevo modo de ser de los argentinos que no tenía antecedentes conocidos, recurrió al encanto de lo novelesco para conferir fuerza persuasiva a argumentos que no suelen brillar por su encadenamiento lógico. Pienso que esto mismo podría decirse de Echeverría. Parece claro que el mecanismo de la ficción fue bastante eficiente para instalar la idea de la inmundicia, de la barbarie que habita y que amenaza más allá de los límites. Tanto que, como lo advierte Lojo, este es un imaginario que sigue expandiéndose. Lo hace a través de esta forma tan reconocible que nuestros autores regionales de centro eligen para nombrar a la periferia. Esa forma que tiene como punto de partida la idea inamovible de Echeverría, aquella que señala que de la periferia solo podemos esperar algo bestial, animal, oscuro, indeseable.

Entre los herederos de esta idea del mundo como frontera-amenaza-civilización-barbarie, según la enumeración de Lojo, figuran Pedro Mairal con El año del desierto, a la que describe como “una metáfora perfecta de la invasión que sobreviene como un apocalipsis a las grandes capitales”; Ricardo Romero y El síndrome Rasputín; Pablo Plotkin y su obra Un futuro radiante, Diego Incardona con Las estrellas federales. La enumeración de Lojo incluye a dos autoras en las que quisiera detenerme, Mariana Enríquez y su relato “La hostería”, y Samanta Schweblin con Distancia de rescate. Creo que Samanta, en efecto, en esta novela trabaja el esquema de disputa entre la civilización en peligro y la amenaza de la barbarie. Distancia de rescate es una novela cuya protagonista se debate entre quedarse en el campo —donde ella se siente y donde efectivamente está amenazada— o volver a la ciudad, un espacio más estable. Por un momento Samanta parece mirar con ojos distantes el mandato argentino: la protagonista se da cuenta de que no tiene ganas de manejar hasta la ciudad, ni de volver al ruido. Materializa la idea de la ciudad con la palabra mugre. En ese preciso instante la novela parece correrse hacia aquella perspectiva borgeana acerca de las periferias (esa que aparece en “El sur” y que propone que a lo mejor, más allá de la frontera, las personas no están del todo mal) (aunque el propio Borges sea autor también de “La fiesta del monstruo”, pero ese es otro tema). Leo a Samanta; sus palabras son tan precisas. Samanta es dueña de un modo de escribir hipnótico; creo encontrar en Distancia de rescate esa pequeña discusión al imaginario de orden que establece al centro como el lugar correcto. La protagonista se debate interiormente entre quedarse en la periferia o volver a la capital. Una voz le pregunta: “¿De verdad este sitio te parece un lugar mejor?”. Pero entonces, solo unas pocas páginas más adelante, esa posibilidad de discusión del imaginario de orden se desvanece. Los lectores asistimos a una resolución de esquema muy simple; el clásico enfrentamiento entre ciudad o periferia salvaje. Porque a medida que la narración avanza, descubrimos que es en el campo donde han pasado las cosas malas. La palabra verdad cae con el peso de nuestro imaginario de frontera recurrente. No quedan dudas de que, en verdad, el campo es el peor de los lugares. Allí es donde la gente toma contacto con algo que no es nombrado, una amenaza no dicha los acecha; y es allí, en el campo, donde las personas mueren. Desde el campo se expandirá la aniquilación de las ciudades. Hacia el final de la novela, el lector puede albergar la sensación de que, si la protagonista efectivamente oía sus instintos y volvía a su ciudad, si atravesaba la frontera y retornaba al lugar que a pesar de su mugre sigue siendo el sitio de los buenos, las cosas, al menos para ella, habrían sido diferentes. Carla es la provinciana de la historia. Una voz le señala a la protagonista que es un error haberse vuelto al campo para hablar con ella. Le dice: “Es el momento del salir del pueblo, ahora es el momento”. Pero ella ha estado indecisa acerca de abandonar el pueblo; este es un tramo crucial para la historia. Cuando la protagonista intenta recordar cómo fue que llegó al borde de su propia muerte, se da cuenta de que el error fue quedarse en el pueblo, hablar con Carla. Fue por esto que no logró escapar del final. La protagonista se pregunta: “¿Es por esto que no lo logro”? Su interlocutor responde con cuatro palabras que confirman el imaginario de frontera: “Sí, es por esto”. Es el campo, es el mal. Se ha dicho que Distancia de rescate es una novela que establece una crítica sobre el uso de agroquímicos, y bien podría decirse, desde esa mirada, que el origen de la muerte de las personas no es el campo sino el uso de sustancias tóxicas que nos imponen las multinacionales. Pero Samanta no los nombra nunca: la palabra agroquímicos no aparece en ningún momento; la novela no propone tampoco términos de sensibilidad intelectual como lo serían las palabras multinacional, culturas modernas o acumulación de capital. Como eso no está, en este relato tan febril y contundente, los responsables por la expansión de la muerte son, más bien, los habitantes del campo. El mal proviene de la provincia. Son ellos quienes conviven con aquello que ocultan. Ellos son ese pueblo que calla, el factor que hace posible la aniquilación. La pluma de Samanta no deja ninguna duda. Como la protagonista decide quedarse en el pueblo, muere; muere a causa de su decisión de no volver a la capital. Y esa amenaza que estaba en el campo, eso que no es nombra pero que provoca la muerte, ahora habrá de extenderse hacia el resto de la civilización. El último párrafo de la novela, con un personaje que intenta volver a la ciudad, expone una belleza y una claridad conceptual contundentes:

“No se detiene en el pueblo. No mira hacia atrás. No ve los campos de soja, los riachuelos entretejiendo las tierras secas, los kilómetros de campo abierto sin ganado, las villas y las fábricas, llegando a la ciudad. No repara en que el viaje de vuelta se ha ido haciendo más y más lento. Que hay demasiados coches, coches y más coches cubriendo cada nervadura de asfalto. Y que el tránsito está estancado, paralizado desde hace horas, humeando efervescente. No ve lo importante: el hilo finalmente suelto, como una mecha encendida en algún lugar; la plaga inmóvil a punto de irritarse”.
El hilo que se ha soltado es eso que ocultan las personas que habitan en los campos; personas como Carla, que allí vive y que calla perversamente. A través de su técnica impecable de tensiones y de velocidad y de ese hermoso lenguaje, Samanta afirma una vez más que la plaga de las villas, inevitablemente, llegará a las ciudades.
Más allá del cuento “La hostería” al que hace referencia Lojo, me gustaría detenerme en cambio en otro cuento de Mariana, “Tela de araña”. La historia inicia cuando la protagonista viaja hacia el norte húmedo. Allí —en las afueras de la capital, según nos dice la narradora—, respirar es más difícil. Así, Mariana traza una frontera que parece estar de acuerdo con el imaginario de orden que divide provincias y capitales y que presenta a la ciudad como un lugar más amable: en efecto, en esta primera línea, el cuento nos dice que en la ciudad se respira mejor que en las lejanías. Sin embargo, este cuento se complejiza a medida que avanza y parece discutir, por momentos, ese imaginario central. La protagonista, porteña, viaja al norte a visitar a su prima, tejedora de ñandutíes; luego emprenden juntas un viaje hacia el Paraguay. En esa historia, Mariana construye un patético personaje porteño, que es el esposo de la protagonista; parece escupir en la cara el origen y la supuesta superioridad de los agentes del centro. En un momento, la prima tejedora le dice porteño choto. Se plantea así una discusión interesante: la inversión de roles entre el porteño y el provinciano. La astucia, aquí, parece ser la del provinciano. Creo que, en esta construcción ideológica que discute el mandato, Mariana sin embargo se enfrenta a un riesgo: hablar un idioma que no es el propio. Ese riesgo, a veces, puede ser muy alto. Pienso en Hernández. La literatura regional de centro, cuando nombra a la provincia, se enfrenta a ese desafío de nombrar algo que le es ajeno. Dice Hernández:
“La lengua coloquial, separada de su núcleo existencial, tiende a estereotiparse, como puede advertirse en algunas narraciones de Julio Cortázar en que ha quedado embalsamado en los años 40, época en que el escritor se mudó a Francia”.
Supongo que la literatura que nombra a la frontera desde el imaginario de centro arriesga mucho en ese esfuerzo de nombrar lo distante. El personaje de la prima repite la expresión “chamiga”; pienso que quizás el riesgo no está en que un escritor se aventure a nombrar lo físicamente distante, pues de otro modo no habría imaginación ni literatura posible. El riesgo está, en todo caso, en que un autor asuma la tarea de nombrar lo lejano pero que, para hacerlo, elija los imaginarios más evidentes. Ajustarse al mundo tal como se supone que es. Quedarse atrapado en lo que se supone que es la realidad y la forma de hablar en una provincia. Suponer que, para la composición de un personaje provinciano, se requiere el uso de la palabra “chamigo”. En el bellísimo ensayo “Una rosa para Manucho”, Carlos Gamerro dice:
“En lo que respecta al habla de las clases populares, suena tan artificial e increíble como la de los ‘monstruos’ de Bioy y Borges, con la diferencia de que en éstos no había pretensión mimética alguna. Desde sus inicios en ‘El matadero’ y ‘La refalosa’, la literatura argentina sabe que los bárbaros meten miedo no tanto por lo que hacen sino por cómo hablan, y nunca vamos a tomarnos en serio, por más infamias que cometa, a un guapo capaz de decir: ¡Ah maula! ¿Te has creído que me vas a hablar así? ¡No te mato porque te tengo lástima! —a veces, hasta los escritores se olvidan de que la literatura es una realidad hecha únicamente de palabras”.

Creo que Mariana, en ese uso del habla que se supone periférica, corre el riesgo de que ese “chamigo” no pueda ser tomado en serio, o se deslice por la cornisa de los estereotipos. Pero sobre todo pienso que, más allá esto, ha escrito una historia que discute el imaginario de orden acerca de las periferias y el centro. Su porteño choto no se parece tanto a la mirada solemne de Echeverría acerca del unitario atormentado. Se acerca, por el contrario, a la imagen que Ricardo Piglia propone para el protagonista porteño de “El matadero”: un ridículo, una creación de Woody Allen, un idiota inverosímil.
Los autores actuales, como bien lo observa Lojo, están escribiendo acerca de imaginarios, fronteras y enfrentamientos; los límites entre las civilizaciones y las barbaries. Lo dicho: hay una literatura de centro que nombra la frontera. La tradición de esta mirada del mundo es histórica, enorme. El vuelo del mandato de Echeverría ha producido muchas escalas. Si se atiende bien, uno de los puntos más altos de ese viaje lo ha trazado el propio Cortázar. Así lo ha señalado Fernando Reati en el ensayo “Literatura argentina de la guerra sucia: el paradigma del espacio invadido”, que analiza de una manera muy lúcida las múltiples interpretaciones que se han hecho sobre “Casa tomada”. Una de esas lecturas propone que el cuento de Cortázar habla de la irrupción del peronismo como un corte violento con el pasado, y que la narración de esa experiencia abrupta es trabajada por el célebre autor argentino a partir de lo que Reati denomina, maravillosamente, el paradigma de la invasión. Dice Reati que la literatura argentina —o regional de centro, si se prefiere— ha repetido durante décadas un esquema muy evidente: la invasión de una realidad extraña en la cotidianeidad. Si se los descompusiera en fragmentos, los elementos de ese esquema serían los siguientes: “Invasión de la realidad extraña+Imposición de ciertas normas+Destrucción psicológica de los personajes o pérdida de la inocencia ante el descubrimiento de que la realidad ha sido alterada+Repliegue o expulsión”. Si hay invasión hay frontera, porque no se invade de otra forma que no sea atravesando los límites prohibidos. Si hay frontera hay enfrentamiento entre dos oponentes. Un adentro, el lado bueno que está protegido por la frontera; un afuera donde está lo oscuro y extraño, aquello que se agazapa más allá de los límites. Como en “El matadero”, la existencia de las fronteras plantea la amenaza permanente, esa posibilidad latente de una invasión.
Esta secuencia que bien distingue Reati ha devenido en paradigma porque, ciertamente, ha sido sistemáticamente repetido por los escritores de la región central argentina. El ensayo enumera esta recurrencia detalladamente. Seguramente existen variantes en el modo de apropiación del paradigma. Pero hay una insistencia en el uso de la figura de la invasión, el cruce de los límites. Enumeración de Reati: en 1947, Borges publica “La Casa de Asterión”; en 1948, un párrafo de “El túnel” de Sábato anuncia que “los muros de este infierno serán así, cada día más herméticos”; en 1984, Enrique Medina narra en “El intruso” la historia de un extraño que luego de arreglar una casa que está cayéndose, se transforma en un dictador; 1981, “Tina roja”, de Jorge Manzur, historia de un hogar invadido por un vecino.
Como Cortázar supo declarar abiertamente que entre su ser escritor cosmopolita y francoparlante y el escritor provinciano no podía haber ningún punto de contacto, deberíamos pensar que, en su paradigma de la invasión, los participantes tienen funciones y características bien específicas. En la lógica cortazariana, el intelectual de centro —que es cosmopolita y habla idiomas— deviene en un actor más importante que el provinciano. Intelectual de centro y escritor de provincia son diferentes. Un Yo, un Otro. Los separa una abismal frontera. En “Casa tomada”, ese límite es físico: los muros de la casa, las puertas. Tenemos aquí la imagen más importante del paradigma de la invasión y del esquema de civilización y barbarie: la línea que divide. Como lo expresa Camilo Lisón Tolosana, la muralla china, los muros de Sesotris y Ramsés III, las murallas romanas de Adriano, de César, de Septimio Severo y de Trajano, el de Berlín, en mirada antropológica representan la perenne tensión de la frontera. Dice Camilo:
“Una muralla es la estructura perdurable que recuerda la intolerancia al Otro”.
A veces, las murallas no son físicas. Cuenta Camilo acerca de un tapiz en Viana do Castelo, en el que puede verse la imagen de un capitán romano separado de sus soldados por las aguas de un río que creían el Leteo -el mitológico río del olvido-; el capitán los llama desde la otra ladera pero los combatientes, temerosos de perder la memoria, rehúsan seguir a su capitán. Naturales, artificialmente construidos por el hombre, imaginarios: los límites señalan la separación entre lo interno y lo externo. Son el símbolo de la distancia entre dos mundos. El propio es siempre equivalente a la seguridad; el ajeno, aquel que está detrás de la puerta, la muralla o la frontera, es hostil, salvaje. Lisón Tolosana: ese límite tiene carácter moral, porque implica identidad social y justicia ad intra. Por esa misma razón, la frontera también adquiere una connotación combativa. Es el espacio de confrontación, donde se disputa el mantenimiento del orden puertas adentro o el advenimiento de la barbarie que pueda alcanzarnos desde afuera. Una batalla que se pierde en una frontera es, por último, el triunfo de lo inmoral. Echeverría y Cortázar no hacen más que dibujar un tapiz de tiempos remotos. Especulan con ciertos actores, establecen entre ellos un límite. Diseñan la batalla imaginaria entre los polos del bien y del mal. Como en toda lucha, los de adentro del muro se sienten amenazados. Experimentan las etapas lentas y agónicas de una posible invasión. Luego, Echeverría y Cortázar escriben sobre el choque del mundo conocido y el Otro. El enfrentamiento es siempre entre ese ser de características positivas que se enfrenta a lo Otro. Lo otro en signos de negatividad. Lo otro siempre es lo extraño, lo inmoral, lo inaceptable. Bachelard podría describir a esta literatura como aquella que se aleja de la propia casa:
“La casa es nuestro rincón del mundo (…). Es realmente un cosmos. (…). Los escritores de la ‘habitación humilde’ evocan a menudo ese elemento de la poética del espacio. Pero dicha evocación peca de sucinta. Como tienen poco que escribir de la humilde vivienda, no permanecen mucho en ella. Caracterizan la habitación humilde en su actualidad, sin vivir realmente su calidad primitiva (…). Pero nuestra vida adulta se halla tan despojada de los bienes primeros, los lazos antropocósmicos están tan relajados que no se siente su primer apego en el universo de la casa. No faltan los filósofos que ‘munifican’ abstractamente, que encuentran un universo por el juego dialéctico del yo y del no-yo. Precisamente, conocen el universo antes que la casa, el horizonte antes que el albergue”.
El mérito de la fórmula matemática de Echeverría resuena. Su éxito ha atravesado generaciones. Por lo tanto, es indiscutible. Quisiera señalar aquí algunas preguntas que me hago cada vez que pienso en estas miradas en torno al espacio y a las fronteras a las que los escritores suscriben. Me pregunto, muchas veces, cuáles son las razones por las cuales la literatura regional de centro ofrece tanta obediencia a una lógica que, en términos de argumentos y razones, parece inaceptable. Reati aventura algunas. Para un autor, trabajar en el imaginario de frontera y de invasión implica prestigio, porque suscribe a ideas que forman parte de una amplia tradición que incluye a escritores del canon. Por otro lado, si se escribe lo ya escrito, se asegura aceptación entre los lectores.
“La mera invocación a un código cultural colectivo —dice Reati— basta para lograr una mayor identificación”.
También podríamos argumentar, con Bachelard, acerca de la opción por una literatura que está obsesionada con el juego del yo y del no-yo. Cualquiera fuera la razón, me he preguntado muchas veces si estos movimientos de arquitectura repetida que trazan los escritores son voluntarios. Realmente creo que no. Porque se trata de imaginarios, y los imaginarios operan como lo hacen las estructuras dominantes: silenciosamente. A lo mejor, mucha de esta literatura de centro que elige nombrar la frontera de un modo conocido se escribe mediante los mecanismos de la hegemonía. Como diría Juan Luis Pintos, todo imaginario tiene un punto ciego en el que el observador no ve porque no ve. Me pregunto entonces, y cada vez que me encuentro con alguno de estos libros, qué es lo que ese autor que se embarca en la reactualización de las civilizaciones y de las barbaries, en efecto y para la construcción de su propia ingeniería, realmente ha alcanzado a ver. Me pregunto cómo es que las historias que se narran en esta literatura regional de centro son tan efectivas y viajan estupendamente bien a través de la industria de la difusión. En ese caso, tiendo a imaginar que la efectividad reside en el hecho de que cada una de esas historias lo que hacen es reescribir las ideas de ese imaginario de orden que el centro quiere dejar tal y como está, en el estado echeverriano, cortazariano. Imagino que tal vez sea eso —y no otras músicas, no otras tonadas— lo que las minorías cultas de las capitales todavía desean oír.

Nació en 1977 en Tucumán. Estudió Comunicación y obtuvo el título de Doctora en Humanidades en la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), donde ejerce ladocencia. Ha publicado las novelas San Miguel (Qeja), El interior afuera (Qeja) y Los planes (Punto de Encuentro), y las colecciones de relatos Santiago (Mulita) y Un pequeño militante del PO (Pirani). Escribe acerca de un lugar llamado San Miguel.