Por Manuel Martínez Novillo |
Antes de irme dos años al extranjero por una beca de estudios metí mi biblioteca personal en unas cuarenta cajas y la guardé en un depósito. Regresé de ese viaje hace poco más de un año, pero no me reencontré con los libros entonces. Al llegar me mudé a la casa de mi madre y estuve todo este tiempo viviendo con ella. Hace unas pocas semanas, luego de que se venciera un contrato de alquiler, he vuelto a mi departamento -el mismo en el que vivía antes de irme. Recién ahora he empezado a desempacar las cajas. Voy, más o menos, por la mitad, y en este momento ya sé que los libros no van a entrar en los estantes que tengo. Estaban muy ajustados antes de que me fuera, y, por supuesto, en estos tres años he seguido juntando volúmenes.
Escribí un posible comienzo de esta nota hace unos meses, cuando todos los libros seguían guardados. En ese fragmento contaba que, en este último año, en un par de ocasiones fui al depósito a buscar algunos libros específicos que necesitaba. Si bien abrir cajas apiladas y embaladas es un suplicio físico, hay algo apasionante en desenterrar los libros después de un tiempo. En cada expedición encontré ejemplares que me entusiasmaron más que los iba a buscar y siempre volví con la mochila llena. La última vez que fui abrí unas diez cajas, pero no di con el que había ido a buscar para hacer esta nota. Iba a buscar Cómo leer y por qué del crítico y teórico literario Harold Bloom. Según recuerdo, en una de sus páginas Bloom dice que la lectura de buenas obras literarias nos devuelve al mundo y nos acerca a las demás personas; lo dice, en parte, para contradecir la noción popular de que la buena literatura nos aparta del mundo real. La idea es noble y teóricamente profunda, pero no tengo la posibilidad de profundizarla en este momento. No la recuerdo bien y no tengo el libro a mano.
Ahora muchos de mis libros están a mano. No todos, pero sí muchos. Aunque el de Bloom no apareció todavía, los que tengo deberían ser suficientes como para sacar un par de ideas y escribir la nota. Mi biblioteca funciona así en ocasiones como esta: como una caja de herramientas para la escritura. Sobre todo, cuando escribo poesía – o más bien, cuando lo hago con algún éxito y no abandono a mitad de camino- suelo dejar varios libros de poemas abiertos sobre el escritorio; cada uno termina con algún objeto encima (generalmente otro libro) que le impide cerrarse pero que, a la vez, no tapa el contenido de la página que me interesa. Para escribir poemas utilizo ideas de otros poemas. Cuando estoy buscando cómo decir algo, en general la mejor forma, la más útil, la que me lleva mejor a donde estoy intentando llegar, me la sugiera un verso, una estrofa o una página de otro libro. Sí me he preguntado si eso será plagiar a otros autores. Como no sé escribir de otra manera, no me queda sino asumir que no lo es. Una pregunta más interesante para hacerse sería: si no tuviera esos libros a mano cuando escribo, ¿escribiría los poemas?
Escribí poca poesía en mi tiempo viviendo en el extranjero, cuando mi biblioteca estaba lejos. Eso contestaría la pregunta negativamente. Pero no es cierto que yo no tenía libros allá: de hecho, sí llevé algunos de acá y fui comprando nuevos allá. Armé algo como una nueva pequeña biblioteca en la habitación donde vivía. La mayoría de mis libros eran de poesía. Llevé de acá, entre otros, a Borges y compré allá, entre otros, los poemas selectos de Czeslaw Milosz, traducido al inglés. Sin embargo, no recuerdo haberlos ojeado mucho en esos dos años que viví ahí.
Estaba ocupado con cosas más importantes en ese tiempo: eso suelo decirme siempre que recuerdo una época en que escribí poco. ¿Pero tampoco tenía tiempo para leer? Ahora, una pregunta honesta: ¿te gusta leer por leer o lees para ser escritor, es decir, para sacar ideas y escribirlas? Porque la secuencia de mi relación con la biblioteca muchas veces es así: tengo una idea y comienzo escribirla. En cierto momento me trabo y me quedo sin cosas para decir. Tomo un libro, lo ojeo y encuentro una idea en una página. Esa idea me devuelve al texto y me hace continuar.
¿Están los libros de mi biblioteca para eso, para ayudarme a continuar con la escritura? No solamente. No podría ser, porque ese libro que ojeo y me devuelve al texto es uno que ya he leído antes. Casi siempre es así. O que por lo menos uno que he ojeado atentamente o leído en parte. Sigue ahí en la biblioteca después de haber tenido algún tipo de comercio conmigo. Cuando lo leí por primera vez, lo hice por otras razones: por placer, por obligación, por curiosidad. etc. Hay otros motivos por los que los libros están ahí.
Pero más importantemente, ¿qué pasa con todos los libros que están en la biblioteca y que no tuvieron ningún comercio significativo conmigo? Muchos de los cuales, seguramente, ya no lo tendrán. Acabo de empezar el libro de ensayos ¿Hay alguien ahí? (Chai Editora, 2020) del narrador norteamericano Peter Orner. Me lo recomendó una amiga poeta cuando le comenté que estaba escribiendo esta nota. En el prólogo Orner describe el garaje de su casa, que es donde tiene su “oficina”: la pieza está rebalsada de libros. Los libros no entran en los estantes y a muchos no tiene más remedio que acomodarlos de a pilas en el piso. Mientras los mira, confiesa que cree que morirá sin leer tres tercios de lo que juntó ahí. Esto está al comienzo del prólogo. Pueden leerlo si se cruzan con el libro en una librería. Yo lo compré. Como tengo otras cosas que leer en este momento es posible que no pueda seguir leyéndolo. Quizás no lo lea nunca. ¿Estaría mal eso? Hay algo inherentemente triste en dejar cosas a medio hacer. Pero cuando hoy pienso en el libro de Orner, me viene a la mente una idea de Samuel Johnson, que saqué de la obra maestra que escribió Boswell sobre él. Como mi ejemplar está guardado en alguna caja, quizás la tergiverse un poco: Johnson dice que, muchas veces, un libro leído por la mitad te da todo lo que te pudo dar y que eso es suficiente, y que continuarlo no es un deber.
El libro de Orner ya me ayudó a terminar esta nota. ¿Es suficiente para tenerlo en esta biblioteca? Para mí sí. Me gusta terminar esta nota, me gusta terminar de escribir poemas; hacerlo me hace sentir mejor que no hacerlo. Todo libro que tenga en sí la posibilidad de darme esa ayuda algún día quiero que esté en estos estantes, quiero que esté a mano.
Fotografía: Atilio Boggiatto
Nació en Tucumán en 1988. Es Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional de Tucumán y Máster en Ciencias Políticas por la Universidad de Nueva York. Ha publicado los libros de poesía Las vidas del amanecer (Ediciones Último Reino, 2006) y Cómo llegar a dónde estás (Culiquitaca Ediciones, 2015).