Por Gabriel Bellomo |
1
Ocupan un amplio y antiguo departamento en un edificio de principios del siglo 20 en la Vía Etnea, en Catania, importante ciudad costera de Sicilia. Altos ventanales con vitrales, pisos de listones de roble, muebles que eligieron con cuidado en casas de antigüedad de la isla y del continente labrados por ebanistas. El departamento lleva el número 33 y está en el tercer piso y esta simple coincidencia las complace, como si el azar hubiera intervenido para gratificarlas con el número que, casualmente, ambas prefieren porque es impar y han leído la cábala y lo consideran uno de los números “propicios y benéficos”. En suma, como mujeres instruidas que son, por razones relativamente defendibles. Lo cierto es que el departamento es amplio y luminoso y de los tres dormitorios usan sólo uno como tal y en los dos restantes tienen sus respectivos escritorios y bibliotecas con cientos y cientos de libros que abarcan específicos de la disciplina que comparten, y asimismo clásicos de ficción y no ficción, libros de historia, enciclopedias y diccionarios. La fachada del edificio es distinguida y asimismo, los bloques de piedra que la conforman, algunos más oscuros que otros, la hacen lúgubre. Se trata de piedras del volcán que humea permanentemente y se divisa desde Vía Etnea en línea recta en el límite del horizonte. Las piedras del frente fueron trabajadas por canteros que devastaban con pericia las rocas. El edificio no dista más que trescientos metros del Parque Bellini, con su profusa arboleda, sus monumentos (el principal dedicado al gran músico, que es el orgullo de la isla), sus sinuosos senderos, y esa enorme glorieta de hierro, acristalada y alta, que es sin dudas otra obra de arte.
Se conocieron estudiando arqueología, durante una de las campañas que abarcó Agrigento, Siracusa y Taormina. Acampaban junto a las ruinas. Las miradas cruzadas precedieron a la invitación de compartir la tienda formulada con una mirada desafiante por Chiara a Alessandra, y esta no se arredró. Esa noche fue el comienzo de todo. Nunca más se separarían. Hijas de padres católicos, en una sociedad sometida al cumplimiento de los mandatos bíblicos, tan dura e intransigente como hipócrita, debieron abrirse camino contra los mandatos familiares, de los lazos de sangres, incluso de amigos. Los primeros tiempos fueron duros. Sortearon las dificultades económicas dando clases. Terminados los respectivos doctorados con calificación excelente, sus papers fueron aceptados por revistas prestigiosas y obtuvieron becas y reconocimiento que le valieron puestos en la facultad. Se cumplían no más de cinco años de convivencia cuando Alessandra heredó por testamento de una tía libertina y sin hijos que la amaba, el departamento de Vía Etnea y ya no tuvieron que lidiar con propietarios que rentaban pequeñas habitaciones sin ventilación a precios de Villas frente al Parque Borghese. Los cataneses las veían andar por la calle de la mano y desviaban la vista. Somos como fantasmas, solía decir tentada Chiara. Casi todo el año, pero más en verano, cada atardecer, ocupaban sendas sillas y se acomodan ante la pequeña mesa circular de hierro y mármol que cubría casi todo el ancho de uno de los tres estrechos, pero suficientes balcones al que accedían desde el salón principal —el que permitía vislumbrar la cima del volcán y parte del Parque Bellini — y disfrutaban del crepúsculo y de la vista de la ciudad que despertaba lentamente del sopor de la siesta. Allí instaladas, fumaban, conversaban y vaciaban con morosa delectación la botella de Nero d’ Avola —“negro del diablo”, ese vino tan particular suave y a la vez picante— la cepa regional que preferían, y hacían planes de futuro. En esos planes buscaban un sitio apartado en otro continente. Desplegaban planos, recorrían el planisferio de este a oeste y de norte a sur excluyendo Europa, y estos últimos meses se concentraron en América del Sur, coincidiendo sin razones que pudieran o quisieran desentrañar. Mientras tanto, conversaban sobre sus jornadas de trabajo, se tomaban de las manos entrelazando sus dedos, Alessandra rozaba con sus pies desnudos, los pies desnudos de Chiara, como promesa de lo que luego sucedería a pocos pasos de donde estaban. Se amaban con lealtad y alumnos y discípulos acudían a ellas cuando estaban en problemas y ellas nunca los defraudaban. Las dos en la cuarentena, tenían ojos rasgados y claros y eran, cada una a su manera, hermosas. Más de una vez se cruzaban con grupos de muchachos que luego de traspasarlas en la vereda, se decían entre ellos: uno spreco, un desperdicio, y ellas comenzaban a contonearse provocativamente y a sonreírles torciendo las caras y acomodando sus cabellos.
Ahora, que han rendido prueba por más de veinte años, de su amor incondicional, donde estén, siquiera se repara en ellas, o cuando sucede, es porque algún amiga o amigo, algún colega o alumno, incluso vecinos del edificio que se acercan a charlar con ellas, manifestándoles su cariño y su respeto. Es como si todos en Catania reconocieran y aceptaran la nobleza de esa relación. Pareciera, dijo en una oportunidad Chiara a Alessandra, que en la isla solamente se condenaba no amarse con lealtad y hablar mal de la mafia o del Duce. Desatender esas tácitas normas morales podían condenar más que al ostracismo o al exilio, a perder la vida.
—¿Cuánto dinero pedirá? —dice de pronto Chiara, volviendo como sucede desde hace quince días al recorte del Corriere della Sera que leyeron y releyeron porque les parecía increíble que alguien ofreciera en venta una montaña selvática en una provincia argentina que, increíblemente, habían salteado en sus muchos viajes, algunos de los cuales habían dedicado al noroeste y a la Patagonia en ese país.
—No será poco —murmura Alessandra, alzando el recorte manchado de vino, donde aparece un apellido alemán Schüller, y un teléfono en Roma.
Les intriga a las dos, y de algún modo, el anuncio las apremia porque idealizan los montes y la selva, las orquídeas y los posibles restos arqueológicos nativos que pudieran hallar y para colmo en una propiedad que sería de ellas. Bastaría construir una cabaña donde alojarse uno o dos meses al año. Y estaban dispuestas a invertir no solamente sus ahorros, sino también a vender el departamento que tanto querían. Si el proyecto resultaba un fracaso, regresarían a Catania, alquilarían un pequeño departamento, quizá una casita cerca del mar, y hasta quizá podrían comprar una.
Al día siguiente bebieron el café en el balcón a primera hora de la mañana —plácida, como todas, el cielo celeste y plano, el cielo del que Alessandra decía que parecía haber sido pintado por Gauguin. A lo que Chiara, replicaba que les señalaba el rumbo hacia el sur, hacia el África Septentrional, y provocaba a Alessandra por qué un monte selvático en Sudamérica y no una choza en una aldea en Eritrea, o Sierra Leona o Mozambique. La respuesta de Alessandra era siempre la misma: para desierto tenían su isla, que, por supuesto, sería difícil de abandonar, y ella anhelaba la exuberancia y la naturaleza virgen.
Leyeron cuanto pudieron sobre la Provincia de Tucumán. Y quedaron encantadas con su historia, con sus selvas y ríos, con su flora y sus animales en extinción, con sus culturas y tradiciones. Cuanto leían, hacía crecer su anhelo. Finalmente, no era más que esa llamada telefónica postergada, tal vez un regateo, y por qué no, un buen negocio. Asintieron serenas, diciéndose después, como si lo hubieran pensado al mismo tiempo, que no debían aguardar más, no permitir que el lento y seguro devenir de sus vidas les quitara el afán de aventura y audacia que siendo jóvenes tanto las había inspirado.
2
F., mi amigo escritor, recibe la propuesta de S., una de sus alumnas de taller literario para pasar un día al aire libre en la finca de S. y de R., su esposo, en Raco, uno de esos mágicos rincones entre cerros bajos y de vegetación espesa que es el paisaje propio de la provincia en casi toda su extensión. La esposa de F. (poeta, amiga), mi esposa y yo, estamos incluidos en la generosa invitación (acaso nuestra fugaz visita a los amigos tucumanos y a sus discípulos, haya propiciado el encuentro).
Por lo tanto, pasaremos el domingo previo a nuestra partida de vuelta a Buenos Aires en una localidad que no conocemos pero que, como nos anticipan nuestros amigos, es agreste, apartada y selvática, ubicada entre montes. Nos dicen que un río rodea la finca. Imagino el entorno: flores del sotobosque entre las que no faltarán orquídeas nativas, y esa exuberancia propia del clima siempre cálido —cuando no calcinante— y húmedo de Tucumán se impondrá a todo. Es otoño o estamos entrando en el otoño, si es que en San Miguel de Tucumán existe el otoño, ya que no detecto demasiados árboles caducifolios y si los hay las hojas quedan sustituidas por hiedras, plantas trepadoras. Daría la impresión de que, si uno permaneciera en la selva tucumana sin moverse por tres o cinco días, terminaría germinando o con el cuerpo cubierto por flores aerófagas, helechos del bosque, líquenes y musgo; una suerte de ser mitológico.
Al cabo aquí estamos, nuestros amigos y nosotros, las dos parejas que todos identifican como amigos íntimos, en medio de un grupo de escritores tucumanos. Tras el cálido recibimiento de los dueños de casa (ella, S., agraciada y sonriente; él R., amable, con una gentileza que no borra la suave ironía que, evidentemente, es su naturaleza), somos protagonistas secundarios en un paraíso que se abre tras sortear un puente angosto sobre un brazo de río que hizo construir el propio R., y que a su fin se abre a un camino que termina donde comienza la finca: una extensión enorme, con suaves ondulaciones de un terreno cubierto por un césped parejo e impecable que lo asemejan a un campo de golf, o a una de esas vistas propias de las serranías bajas de Tandil o Sierra de la Ventana en Buenos Aires.
La casa de S. y R., es una casa de campo de un buen gusto y un estilo notables. La rusticidad disimula la hermosa ferocidad de maderos devastados a golpes de maza y gubia, cerámicos calcáreos antiguos o que al menos lo parecen y, en el interior, tapices aborígenes, horno a leña, cocina económica de hierro, paredes pintadas en colores tierra que varían entre el sepia y el marrón pálido: materiales nobles trabajados de modo tal que marcan una estética singular y acogedora. R., con la soltura de los hombres que saben qué hacer y cómo hacer con la materialidad en este mundo, nos muestra a una distancia prudencial de la casa una de sus creaciones: la transformación de un vagón de ferrocarril traído quién sabe desde dónde y cómo (nos lo dijo, lo olvidé), en un dormitorio con comodidades y detalles que bien podrían ser las del tren expreso a Oriente, aunque, como todo lo demás aquí, sin perder su condición de aparente tosca originalidad a partir de un estilo que da envidia. Todo lo que veo, aquello que se ve en el interior de la casa, en el parque, en la finca, da pruebas de lo que abiertamente confiesa R., el trabajo duro que le ha llevado y hecho por sus propias manos, a partir de un ingenio impar, merced al cual cuatro maderos encastrados con muescas conforman un cómodo asiento. El esfuerzo y la creatividad que S. pondrá al servicio de la literatura, R., la pone al servicio de su finca que, bien vista, queda transmutada en una postal que a nadie de espíritu sensible pasaría desapercibida.
Cada rincón aquí, tiene mucho de la pareja que convirtió selva en finca, o que la mejoró, puesto que, si no me equivoco, R. la recibió como legado familiar. Como sea el origen del apoderamiento de este sitio en medio de una tierra que tiene mucho de impiadosa para ser habitada, no le quita mérito. Y la distinción que nos rodea tiene que ver, sin dudas, con esas preferencias que hacen de un matrimonio una pareja, que transforman la mera convivencia en un modo de estar en la vida.
Con voz suave y cara apenas expresiva, R., diría que, sin proponérselo, o al menos, interpreto que, sin esfuerzo, cuenta anécdotas realmente graciosas de su infancia, hace comentarios prudentes y sentenciosos cargados de ironía, y es, a la vez, espontáneo y, por, sobre todo, capaz de despertar hilaridad en quienes lo rodean sin que se altere una sola facción de su cara, lo que torna sus palabras en toda una actuación, un número de stand up que daría envidia a muchos profesionales del género. Da gusto escucharlo. Me siento, nos sentimos con mi esposa A., muy cómodos aquí, se diría que agasajados de una forma que no se impone ni se hace notar. Creo que todos quienes nos hemos reunido hoy, nos sentimos así, bien acogidos como huéspedes por amables anfitriones.
Después de empanadas, quesos, muy buenos vinos y un almuerzo magnífico (un cocido regional extraordinario), quedamos a nuestro albedrío, en esa libertad condicional de ir y venir, conversando de a dos, de a tres, perdiéndose uno u otro, en solitario o en parejas o tríos en las lindes del parque, entreviendo el entorno de montes estremecedores y diría casi amenazadores en su crueldad que los hará difíciles de doblegar por la mera manía antropocéntrica del hombre. Nos entretenemos charlando de casi todo menos de literatura, recorriendo con disponibilidad la finca, deambulando por aquí o por allá. Mi esposa A., criada en un pueblo rural de Buenos Aires, quien acompañaba a su abuelo al campo y ama el campo y a los caballos, encuentra un excelente interlocutor en R., quien también ama y tiene caballos. La invita a un cobertizo junto a la casa donde charlan e inspeccionan monturas, cabezadas, aperos propios del monte tucumano y R. le hace ver fotos de caballos, fotos que les revelan una suerte de pasión compartida.
Atardece con la misma placidez con que transcurrió el día. De pronto, todos reunidos, se hacen pausas tras comentarios más o menos triviales, silencios. En uno de estos, R. alza el brazo hacia un monte selvático que distará quinientos, quizá mil metros de la finca —imposible para mí siquiera conjeturarlo y no le veo sentido hacerlo—, y refiere que ese monte de allí (no viene al caso preguntarle ¿cuál de ellos?), aunque nos parezca mentira, fue vendido a una pareja de mujeres sicilianas, dos profesionales que él llegó a conocer y apreciar en dos o tres encuentros hace unos años. Esa pareja de italianas, compraron el monte a ciegas en Roma. Y es, dice, como haber comprado una parcela en el desierto del Sahara, en medio del Rif del norte de África, sin oasis ni poblados cercanos. O peor, agrega, como haber comprado una isla de piedra yerma en medio del océano. Eran dos arqueólogas, nos hace saber R., dos mujeres hermosas, de una formación asombrosa, que habían estudiado español durante seis meses antes de emprender su viaje a Argentina, y se hacían entender y entendían perfectamente nuestro idioma.
—Ese monte es inaccesible —dice morosamente R.—. Inaccesible. No se puede llegar a él siquiera a caballo. Y de llegar, ¿para qué? —dice con esa tonada dulce, melodiosa y, en su caso, no exenta de una atenuada mordacidad—. Pobres mujeres —añade tras una pausa, y estas palabras finales suenan serias y afligidas.
R. se extiende en el relato. Y con voz más expresiva refiere que el monte se los vendió un tipo de Buenos Aires. Un ricachón de Recoleta, del barrio norte de Buenos Aires que heredó el monte, junto con edificios, campos en Santa Fe y Córdoba y que vio así acrecentada su fortuna, ya de por sí bien provista y sin necesidad de estos bienes caídos prodigiosamente en sus avaras manos. Y, por avaras, no se consolaba —lo conversaron una tarde aquí mismo, en la finca, R. sin haberlo visto nunca antes, y el otro, vestido en Mc Taylor, con bridges cuando nunca había montado a caballo y un sombrero de guardaparques que usaría tan sólo por la fotogenia y la apariencia— con perder, así como así, ese monte que no servía más que para probar la insaciable indiferencia de Dios durante los días de la creación.
—¿Usted qué me aconseja? —le había preguntado, dijo R., el falso caballero de Buenos Aires.
—Y…—recuerda haber dicho R.—, si encuentra una víctima, véndalo. Si le da la conciencia, véndalo.
—No es cuestión de conciencia sino de dinero —dice R. que le dijo el porteño. Y el porteño, paseando la vista del monte a su entorno, del entorno al monte, relató con sus verdes ojos pícaros R., asentía para sí, acariciándose el largo mentón partido (“cara de caballo árabe”, acotó R., “de ahí los bridges”). Y sus ojos chispeantes por la avaricia —prosiguió R.—, ese hombre volvía a encenderse, ya que albergaría un alma más pobre y seca que la de un amonite del terciario.
—En suma —dice R.—, dos damas exquisitas, refinadas, ingenuas, estafadas por ese sátrapa que no puso nunca más un pie en Raco y que me obligó a pedirles disculpas a las arqueólogas sicilianas, oriundas de Catania, en inútil reparación por el delito cometido por un compatriota inmoral, en nombre de la República Argentina, de sus habitantes y autoridades…Una de ellas —dijo mirando hacia el monte—, me dijo que provenían de un país donde no daban ejemplos de ética ni moral, y que, en suma, el monte estaba. El hecho de que fuera imposible de hacerse de esa tierra por la que habían pagado no sólo todos sus ahorros de veinte años como profesoras, sino también el producido de la venta de un gran piso costosísimo en el centro de Catania, no era la muerte. Les había quedado un remanente para adquirir alguna propiedad más pequeña y no menos amable quizá en Taormina, o en alguna de sus bellas ciudades de la isla. Seguirían adelante y dejarían atrás aquella quimera del monte.
R. se queda callado y finalmente parece rememorar algo más: incluso le dijeron que en cuanto pudieran volverían a la provincia de Tucumán, que les parecía encantadora, a Raco, que era un lugar paradisíaco, a contemplar su monte, que, acaso, con el devenir de los tiempos, se tornara accesible. R. no se atrevió a decir que con el tiempo no sería más accesible que el enorme hoyo que dejó en Arizona un fenomenal meteorito que impactó con la tierra hacía miles de años, sino que, por el contrario, las alentó a volver y a visitarlo a él, a su familia. Serían siempre bien recibidas.
Rodeábamos a R. impactados por la historia. Una audiencia tentada por sus comentarios y ocurrencias, por su punzante e implacable inteligencia, por sus frases ingeniosas y sus estiradas pausas puestas allí donde las hubiera puesto un buen escritor. Ese día, recibí de parte de R., quien no escribía y no se interesaba por la escritura de ficción o no ficción —según afirmó—, unas cuantas valiosas lecciones de literatura.
3
Es agosto, pleno verano en Europa. Pasó tiempo desde aquél memorable viaje a Tucumán y de aquella jornada también inolvidable transcurrida en la finca en Raco. Una tarde en Buenos Aires, acordamos con Ana conocer la tierra de sus antepasados y los míos. En su caso, el país vasco. En el mío, Sicilia. Lo hicimos en ese orden, y por supuesto no desaprovechamos la oportunidad para visitar ciudades y parajes de España, la campiña francesa, un pueblito medioeval (Rocamadour, en la región de Occitania en Francia) y ya en Italia, bajamos desde Florencia, conocimos Siena, Roma, Vinci, Nápoles y la costa Amalfitana, cruzamos el estrecho de Messina (que separa el Tirreno del Jónico) en ferry. Con el automóvil alquilado en Roma, hicimos base en un simpático hotelito en Catania. Y aquí estamos, ahora mismo, en Catania. Tan sólo fue estacionar trasponiendo un portal majestuoso del medioevo, en un patio encerrado de piso de piedras, en cuyo interior había algunas viviendas y negocios, que Ana me detiene, mientras dejo las dos valijas y me descuelgo el bolso que es todo nuestro equipaje en el piso.
—¿Acá, en Catania, vivían las arqueólogas de las que nos habló R. en Raco?, ¿te acordás?
—Sí —respondo, y vuelvo a alzar el equipaje para terminar de atravesar el patio y subir al ascensor y no derretirme bajo el sol fulminante del mediodía.
—¿Quién sabe? —dice Ana, con voz nostálgica.
—Sí —digo, aliviado por el frescor del aire acondicionado que aclimata la conserjería del hotelito, más concentrado ya en lo que Ana dijo antes, y no menos interesado en qué habrá sido de esas mujeres—. Quién sabe —digo.
Ya instalados en una pintoresca habitación de altos techos, ventanales enormes y un balcón que da a Vía Etnea. Balcón desde el que se divisa, nos hizo notar el empleado que llevó nuestras valijas, el volcán Enna y el humo que lo sitúa en el horizonte, soy yo quien se queda enganchado con aquella historia que nos reveló R. en su finca de Raco. ¿Y si además de su piso, aquí, en Catania, las arqueólogas perdieron sus trabajos?, ¿Si hoy, en plena crisis económica europea, terminaron en un campo de acogida y fueron destinadas a Francia o a otro campamento de refugiados sin recursos en Europa, condenadas a transformarse en migrantes para el resto de sus vidas?
Le cuento a Ana la trama que se me acaba de ocurrir, las posibilidades de esa versión ficcional para un relato. Menea la cabeza, y no demasiado convencida, responde en tanto cuelga su ropa en el antiguo ropero: “puede ser”.
Contemplo a Ana, ágil y activa, desde la cama donde me eché a descansar, y me digo que las arqueólogas jamás pudieron terminar como migrantes, pero que, si trabajo en esa idea, tal vez pueda escribir algo más o menos decente y verosímil.
Los primeros dos días los pasamos en los pueblitos de mis abuelos paternos: Troína y Agira; ambos en el centro de la isla. Pueblitos detenidos en el tiempo y, según nos había advertido la joven que atiende la conserjería del hotel en Catania, lugar de residencia de familias pertenecientes a la mafia. Los próximos diez días que nos quedan, recorreremos las ciudades costeras y aquellos sitios donde los griegos dejaron su legado que, según dicen los italianos, es más rico que el que se conserva en la misma Grecia.
Tomé notas. Cuantas pude. Todas apuntando a ese relato que conjeturé no bien llegamos aquí, con las dos arqueólogas como protagonistas. Cada día el destino es uno distinto, cada cual con sus tesoros y maravillas, naturales y obra de los griegos: Cefalú, Agrigento, Taormina, Siracusa, Selinunte, Segesta. Todo era deslumbrante: el valle de los templos, el mar, la comida. Esta última me trajo un sabor que estará en mi sangre. O así lo quiero.
Cada mañana, tras un desayuno muy temprano, partimos con el auto con un destino distinto. Cada noche, al atardecer, regresamos al hotelito de Catania. Ayer, quinto día en esta ciudad imponente, con la caída del sol, invité a Ana a un aperitivo en un bar cercano a nuestro hotel y al Parque Bellini. De pronto vimos llegar a dos mujeres de aproximadamente sesenta y cinco o más años de edad. Ambas tomadas del brazo. Elegantemente vestidas. Ocuparon una mesa cerca de la nuestra, fumaron y conversaron con tranquila distinción, y cada dos o tres minutos señalaban un balcón en uno de los antiguos edificios de Vía Etnea. Parecían fijarse en el edificio en general, en su fachada de piedra labrada, aunque apuntaban con insistencia a un piso en particular, a un balcón entre tantos. Con Ana nos miramos, y casi al mismo tiempo, dijimos en voz baja: “las arqueólogas”. Ese primer atardecer las vimos partir. Pero nos impusimos repetir la ceremonia los días siguientes. Y puntualmente, a las siete de la tarde, las dos aparecían con sus trajes de lino y sus zapatos y carteras de cuero color suela, zapatos y carteras finamente trabajados, como sólo los italianos saben hacerlo.
Al segundo día resolvimos apurar nuestros vermuts no bien ellas pagaban la cuenta, y, discretamente las seguimos. Manteníamos la distancia por las sendas sinuosas del intrincado Parque Bellini. Nos deteníamos a unos metros cuando se paraban para observar, como si nunca la hubieran visto, la pérgola de hierro y cristales, una pieza magnífica que parecía replicar una iglesia swedenborgiana. Hubiera bastado con tomarles una fotografía o más de una desde el bar hasta el parque y enviárselas a R. para que nos dijera si se trataba de las mujeres que años atrás conoció en Raco. Ana, siempre más práctica, más lógica, menos complicada que yo, respondió que más inteligente sería detenerlas y preguntarles. No hicimos ni una cosa ni otra.
Pero, al fin, cada atardecer, y a medida que anochecía, ellas se internaban más y más en el parque, apuraban el paso y aunque hacíamos lo propio, otras personas se nos cruzaban, un seto terminaba en un muro ciego, el monumento a Bellini se nos interponía, e indefectiblemente, desperdiciábamos el paseo y la pesquisa, y para disimular el disgusto hablábamos de Raco, de la historia de R., del monte en la selva tucumana, de nuestros amigos tucumanos, y todo por el hecho de que las arqueólogas hubieran vuelto a perderse de vista.
Nació en Buenos Aires, 1956. Es autor de los libros de relatos Historias con nombre propio (1994), Olvidar a Marina (1995), Marea negra (2001), Formas transitorias (2005, Premio Fondo Nacional de las Artes) y El silencio de las abejas (2013), y de las novelas El ilusionista (2006), El informe de Egan (2007, Premio Fondo Nacional de las Artes), Cita en Rabat (2017), entre otras. Es colaborador del suplemento de cultura de Perfil y se desempeñó como jefe de redacción y colaborado de la revista literaria Los inútiles de siempre. Colabora con la publicación bilingüe Viceversa Magazine, de Minnesota. En 2008 y 2015 el Fondo Nacional de las Artes le otrogó la Beca Nacional de Creación Literaria.
Bella historia y relato. También, impecable descripción tanto de Raco como de Sicilia. Nose si técnicamente se tratara de un final abierto. Lo entiendo así y me gusta mas. Saludos.
me comí un viaje hermoso.