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ISSN 2684-0626

 

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«está comprobado que una comunidad que apoya su literatura tira menos papeles en el piso»

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Monte

Por Gabriel Amos Bellos |

Hace ya once inviernos, a fines de julio del año 2009, participé –“profesional a cargo de la coordinación transdisciplinar”-, de una campaña arqueológica en cercanías de la localidad de El Alto, Catamarca. Se excavaría bajo un alero de un cerrito próximo a un riacho pedregoso cuyas márgenes estaban ocupadas por un tupido monte nativo con marcado predominio de cebil. La prospección preliminar, en la que se apoyaba el proyecto de investigación, había detectado signos de intensa actividad humana (restos de fogones, pinturas rupestres y piedras de mortero, entre otros), bastante anterior a la ocupación española, en el alero y cercanías.

Debido a las figuras presumiblemente rituales de las pinturas, la profusión de morteros, la proximidad del cebilar, a la ínfima habitabilidad atribuible al alero y la cercanía de otras estructuras naturales modificadas (una de ellas, particularmente interesante, es una pequeña cueva de techo bajo, aislada y de difícil acceso, sobreelevada en una pared vertical de roca, cuyo suelo está tapizado de una suave arena ausente en la zona; sólo caben en ella dos adultos sentados o uno recostado sin estirar del todo las piernas. Fantaseando que pudo haber sido utilizada para prácticas meditacionales, la nombré “templete”).

Parte del equipo conjeturaba que el sitio había sido utilizado como refugio semipermanente (estacional) de varias generaciones de chamanes –o, como prefiero yo llamarles, “brujos”-. Algunos, creí que con excesiva audacia, pensábamos que pudo haberse tratado de una “escuela de brujería”: un lugar de entrenamiento/transmisión de conocimientos/saberes altamente especializados acerca de la relación mundo/humano. Días después, gracias a unas entrevistas, supimos que nuestra conjetura coincidía con la creencia de muchos lugareños, quienes en general preferían mantenerse cautamente apartados de esa zona (quedó explicado así que nos fuese tan difícil conseguir un guía baqueano; el que muy vacilante aceptó orientarnos, sólo nos acompañó por una única vez y hasta el pedemonte).

Para la tarea específica (!) que se me había asignado, los momentos más oportunos eran las pausas en el trabajo de los otros: descansos, comidas, preparativos para pasar la noche; también “interferir” en las conversaciones de los subgrupos de trabajo, las instancias de replanificación y distribución de tareas, las breves (aunque de a ratos acaloradas) discusiones en que se proponían conjeturas, etc. El resto del tiempo, es decir, mientras los demás miembros del equipo estaban abocados a sus tareas puntuales, si no estaba yo colaborando como curioso amateur, importuno fotógrafo o bienvenido aguatero, me aburría bastante. Por lo que “salía” a pasear (así fue como encontré el templete):

Y también así fue como me perdí en el monte.

Cuarto día de la campaña. Nos despertamos poco antes de amanecer, desayunamos, caminamos desde el punto de acampe, monte adentro y arriba hacia el alero. Me sentía inquieto y molesto porque los varoncitos habían despertado particularmente ruidosos esa mañana, y la caminata hasta el sitio se me había vuelto un ejercicio de paciencia por sus gritos, bromas y risas; un rato después de asignadas las actividades del día, quedé desocupado y decidí seguir subiendo solo, como otras veces, en busca del aislamiento y la tranquilidad que se encuentran poniendo apenas unos cuantos metros de bosque entre uno y las voces. Pero estaban muy ruidosos, así que seguí colina arriba por un largo trecho, para dejar de oirlos. Y oir al viento golpear las ramas y hojas.

Los tres peligros primarios del monte, se nos advierte, son las víboras, los cerdos salvajes y los pumas; ninguno de ellos abunda. Los pumas son animales tímidos que prefieren evitar la cercanía de los humanos siempre que pueden; las víboras no nos atacan a menos que, coincidentemente, una de ellas sea demasiado lenta en apartarse y uno de nosotros sea lo bastante torpe o distraído como para patearla o pisarla. Queda el “chancho’elmonte”: hembras y machos son pesados y ágiles, tienen unos colmillos respetables y la astucia de hacer un repentino ruido de rama rota en un lado, para luego rodear veloces casi en silencio, y atacar por otro flanco al desprevenido invasor de su territorio. Una herida profunda en una pantorrilla o muslo, si no un hueso largo roto por el choque, no parecen una condición deseable si se está aislado en la espesura. Por lo mismo, el cuarto peligro es la propia torpeza: andar por ahí exige un tipo de atención (múltiple, liviana y aguda) que los citadinos no solemos cultivar.

El monte me fascina, en el estricto sentido del término: me magnetiza y aterra por igual. Me infunde desde siempre un profundo respeto (esa mezcla de miedo y amor pincelada de odio); me invita al silencio. Los sonidos y olores, casi todos desconocidos o al menos inusuales, me turban y sorprenden; me intrigan las plantas, los animales, la luz, los colores; nada está realmente quieto: todo vive; me atrapan las formas de las sombras y hasta las temperaturas y humedades cambiantes del aire a medida que el sol asciende, entibia, funde la escarcha… el día era perfecto. Tanto que, cuando finalmente noté, detenido ante un enorme sampedro, agitado, que ya no oía las voces, noté además que había equivocado el camino hacia el templete y que no tenía idea de por dónde había estado subiendo. Ni por cuánto tiempo.

La sorpresa rápidamente deja paso al enojo con uno mismo… y enseguida el enojo es desplazado por el miedo. La racionalidad procura recuperar su dominio; las ideas de a poco dejan su atolondrado desorden y se encauzan… se vuelve a pensar con claridad, pero uno sigue solo, asustado y sin saber por dónde anduvo. Revisar mentalmente varias veces lo que se hizo, sin moverse del sitio. Incrustación en ese amenazante sector de mundo, mi pulcra adolescencia scout, breve pero intensa, reaparece asombrada, se despereza ingenua e idealista tras tres décadas, entrega un dato certero: casi todo el tiempo estuve subiendo (pero “siendo sin estar”), y casi todo el tiempo con el sol (el Este) ascendiendo un poco atrás a mi derecha. Así que más o menos a la derecha y abajo debería estar el cauce pedregoso y seco: si lo encontraba, seguir su caída hacia el Norte me llevaría al pie del barranco, justo debajo de la terraza, del alero… de los molestos gritos y risas de los changos.

“… es importante sentirse seguros, aun cuando presintamos que somos poca cosa y tenemos escasa resistencia a las cosas adversas”, nos recuerda vanamente Kusch en “El hedor de América”.

No lo sabía entonces, pero acababa de comenzar el segmento más trascendente de mi viaje. Esas pocas horas, más cercanas al ridículo que a la heroicidad, redefinieron mi relación conmigo mismo y con el mundo, más allá de lo que durante varios años fui capaz de entender; mucho menos de admitir. Siento, además, que sus consecuencias no han alcanzado todavía un límite. No es la primera vez que lo relato, pero sí la primera en que lo pongo por escrito.

Desde muy niño he disfrutado mucho de estar solo. Dotado de la renovada defensa de mi racionalidad scout, sintiéndome seguro de mis inferencias y bastante calmo a pesar del miedo, atrincherado en mis supuestos saberes, tomé la situación como un interesante desafío; examiné gozoso el paisaje a mi derecha y, riéndome un poco de mí mismo, comencé el descenso en dirección al cauce. Ya no me sentía perdido, ni temía no volver a encontrarme con la gente del equipo.

Para mi sorpresa, noté que a cada paso hacia el EsteNorEste podía observar florecer en mí un miedo nuevo: de resbalar y caer, de herirme o torcerme o esguinzarme, de quedar incapacitado de valerme de mi cuerpo, del dolor y del frío, de la falta de agua… de morir. No eran miedos “sociales”… sino muy personales. Mi escapada de los ruidos de la gente se había tornado cosa de vida o muerte. De la mía. Cada crujido seco podía ser un chancho’elmonte, cada ramita manchada podía ser una serpiente… cada pisada podía ser un tropiezo; cada socavón, el cubil de una puma amamantando. Tal vez podría encontrar un camino de regreso, pero ser capaz de recorrerlo era algo todavía más incierto.

Bajando, sentía crecer en mí una difusa sensación de que, aunque la dirección era correcta, el rumbo estaba errado. Por supuesto, mi boy scout la descartó varias veces con buenos argumentos… hasta que encontré una barranca. No la del riacho. Abrupta aunque no demasiado alta, la pedregosa caída se perdía a ambos lados en el monte; no veía cómo eludirla, y no parecía sensato “practicarla” a mano limpia. Con una sensación extraña, molesto, caminé unos metros al Norte bordeando con cautela la barranca, antes de volver a subir casi por donde había venido. Mientras, me reprochaba insistentemente por “no haberme escuchado”, por no haber atendido a mi sensación difusa pero precisa de que “por ahí no es”. Decidí, consecuente, “hacerme caso la próxima” y, persistiendo en mi “razón”, le atribuí a “mi inconsciente” ese saber sobre lo errado de mi rumbo.

Un poco más tarde, decidí que era tiempo de retomar el descenso EsteNorEste, y esa incómoda sensación reapareció. Pero, curioso como soy, rompí mi promesa de acatarla, esta vez con intención de constatar si “mi inconsciente” volvía a acertar en advertirme sobre lo errado del rumbo. En mi extranjería respecto de ese entorno, aunque no obturaba ni intentaba refutar la incómoda sensación, la desobedecía para someterla, racionalmente, a una constatación pragmática. La barranca (visiblemente la misma) volvió a impedir mi paso. La carcajada que se me escapó al verla me sobresaltó, y me reí de nuevo… de mí, de mi sorpresa por escuchar mi propia voz. Observé un rato el terreno, estimé lo tupido del monte al pie de la caída, recorrí con la vista la zona desde la que había venido bajando, y volví a caminar a buen ritmo hacia el Norte, bordeando unos doscientos pasos antes de, creía, volver a subir. Pero la barranca a mi izquierda fue haciéndose menos profunda, y terminó por darme paso con apenas un (cuidadoso) salto. EsteNorEste, entonces; bajando en una diagonal aguda en dirección segura hacia el cauce, iba relajado y casi canturreando. No duró mucho: la incómoda sensación volvió; tomé nota pero caminé hasta que el terreno se fue poniendo horizontal y empezó a subir de nuevo; comenzó a acentuarse y pronto terminé

mirando desde arriba una linda quebradita, que me devolvió al miedo de no encontrar ni el cauce, ni el alero, ni las pesadas burlas del equipo.

Entonces decidí “dejar de pensar y que mi cuerpo haga lo que sepa”, aunque en verdad seguía transitando un paisaje: no me sentía parte del peligroso monte. Sin detenerme, viré directo al Norte caminando por un ancho sendero en que se juntaban dos colinas. El vallecito comenzaba a inclinarse, descendente, lo que resultaba muy tranquilizador. Avancé así varios cientos de metros, mientras la colina a mi izquierda se hacía más y más baja, y muy suavemente se allanaba y luego descendía, delicada, perdiéndose en la espesura. La sensación de estar avanzando en rumbo errado no volvía a aparecer, así que seguí esa suave pendiente retomando la dirección en la que había inferido que encontraría el cauce. Cada vez que la sensación reaparecía, viraba un poco al Norte y se hacía más suave.  Así volví a meterme, decidido, en el monte, en una zona de vegetación bastante más espesa; no mucho después esa espesura terminó en el filo del cauce.

Moviéndome hacia el Norte de piedra en piedra, observé cómo el margen derecho iba ascendiendo, formando un  barranco; la orilla izquierda, en cambio, era monte cerrado y cebilar. Por un rato mi único temor era el de dar un mal paso y romperme o torcerme un tobillo; minutos después vi a la izquierda un túmulo de roca tapizada de pasto  medio seco, con una boca que miraba al cauce del riacho: un cubil –supe antes de saberlo-, y la idea de tener que pasar ante su acceso me erizó los pelos de todo el cuerpo. El aire trajo un fuerte olor a gato… pero seguí bajando y me acerqué a mirar: algo en mí sabía que el puma no estaba en casa… y –más extraño todavía-, ese “algo” sabía además que me estaba observando, desde qué dirección y a qué distancia (lo “sentí” a no más de quince metros, entre los troncos, con una certeza que me llenó de asombro); al mismo tiempo, “supe” que era un macho y que estaba ocultándose de mí; nunca llegué a verlo. De todos modos, me acerqué cauteloso hasta pasar a unos metros  por delante de la boca del cubil, siempre mirando adentro y al lugar en que pondría mi pie en mi próximo paso: estaba vacío…

Bajé por el cauce todavía unos quinientos o setecientos metros, viendo al barranco elevarse a mi derecha hasta unos doce o quince metros. Entonces los escuché reirse, pero… ¡a mi izquierda! Tardé unos segundos en entender que escuchaba un eco, que las risas venían de lo alto del barranco, del alero, que ya había dejado un poco detrás mío. Tuve que seguir todavía otros cincuenta metros, impaciente, hasta encontrar una pendiente más suave por la que subir hasta el nivel de la terraza. Algunos del equipo ya se habían ido al acampe, y los demás me esperaban mientras se preparaban para bajar: era casi hora del almuerzo. En total, había estado en el monte poco menos de cinco horas, por lo que no creo haberme alejado del alero mucho más de cuatro kilómetros, medidos en línea.

No tengo modo de saber si en verdad puse o no mi vida en riesgo en algún momento de esa mañana. Con el tiempo y apoyado en otras experiencias, algunas claras aunque bastante menos intensas, terminé por dejar de atribuirle a “mi inconsciente” cualquier imposible conocimiento de aquellas topografías; un poco sin darme cuenta, evitando pensar demasiado en el asunto, fui reconociéndole ese saber, y también la capacidad y voluntad de orientarme, a una entidad abstracta, potente e impersonal a la que persisto en llamar “el monte”. También noté, especialmente recordando lo del cubil del puma, que mis sensaciones y certezas no fueron solo mentales o emocionales sino (aunque sigo sin entender cómo), también físicas, corporales.

Así, con la decantación de esa experiencia, fui llegando a la convicción de que es el mundo el que imprime el «tempo» y la tonalidad adecuadas, no lo humano: lo humano debe buscar y encontrar una voluntaria adecuación para, armonizado así, hacerse pasible de ser atendido y protegido por ese poderoso entorno, en virtud de estados de ánimo que no pueden ser considerados naturales (quiero decir, espontáneos), sino que requieren de intencionalidad, de una búsqueda consciente de armonizarse, de acompañar el estado de ánimo de la naturaleza-mundo. Por eso mismo, siento que el vínculo es una tarea para el humano, e implica tanto una percepción del «afuera» como del «sí mismo»; la armonización se logra casi como una mímesis, me parece, y sospecho que a esa finalidad sirven y se sujetan, en las culturas originarias, tan distintas de la nuestra, los rituales, las actitudes, la vestimenta, (albergo algunas inquietudes o intrigas acerca de la adecuación de comidas y bebidas), la manera de habitar los espacios exteriores e interiores, los instrumentos musicales y la música misma con el ánimo propio.

Escribí esto basado en una certeza total que me acompaña hace varios años, y que no puedo eludir ni explicar: lo que inclinó al monte a cuidarme y guiarme pese a no ser yo un yatiri, pese a mi desconocimiento de los ritos y de los comportamientos apropiados, fue nada más y ninguna otra cosa que mi respeto.-

Una respuesta a “Monte”

  1. Ricardo Gandolfo dice:

    Así pasa con los poetas citadinos como usted y yo Gabriel. Fuera de nuestro elemento, la ciudad pura y dura deambulamos con una mezcla de perplejidad y altanería. Gracias al hombre existen las ciudades! Muy buen texto,por otra parte.

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