Selección a cargo de Marcelo Martino |
Las llamadas “creencias populares” son una parte esencial de nuestra cotidianidad. Constituyen un universo que no es paralelo, para nada, sino superpuesto y yuxtapuesto con ese otro que llamamos religión, ciencia, realidad objetiva. Lucía Jiménez nos abre una ventana para que echemos una mirada en ese universo, benéfico pero también maligno, según el cristal con que se lo mire, según los usos que hagamos de sus fuerzas. El relato se articula desde una voz femenina, iniciada en ciertos misterios familiares sobrenaturales -botón de muestra de una prometedora saga-.
“La importancia de pedir bien”, Lucía Jiménez
(incluido en Memorias de la iniciada, Monoambiente editorial, Tucumán, 2020)[1]
Mamá Tita me lo había dicho un millón y medio de veces: “No te olvidés de pedirle bien”, ¿por qué?, “vos hacé lo que te digo”, decía ahuyentando moscas con la mano. Así era a veces, no le gustaba dar explicaciones, o quizás lo hacía para reírse después, cuando por error encontraba las razones. Porque si hay algo que hacía a la perfección era meter la pata, y a ella le encantaba ponerme en penitencia haciendo trabajos con la hiedra, que por más que le pidás con todos los centros alineados te hace picar hasta las axilas.
Aquella vez nos encontrábamos pasando unas malas semanas en casa, toda la familia enferma con una indigestión que las jeringas no podían solucionar. Hasta Mamá Tita había accedido a dejarse pinchar, creo que por eso el boldo no le dio flores esa primavera.
Yo no tenía nada, lo único que sentía era cansancio de llevar galletitas de agua remojadas en té, limpiar los pisos que se llenaban de tierra teñida de la pintura descascarada y mantener el altar de Mamá Tita. Fue por eso que me llamó para enfrentar esa peste que nada tenía que ver con algún karma familiar.
“Andá hasta el fique y rigorealo un poco, hija. No te olvidés de pedir bien, ubicate”, tuve que pegarme a sus labios porque susurraba. Me sentía enojada, tenía un miedo terrible porque esa mujer fuerte tenía la piel de papel.
Caminé dando tumbos hasta el jardín, le grité a Truman que no quería jugar ahora y cuando llegué hasta el fique lo apunté con un dedo y le di un sermón de media hora. Agarré un par de sus hojas con espinas y las agité como si se tratara de sus orejas. Sentía el pulso latir en mis sienes, la nuca caliente. Luego regresé pateando piedras y me dormí en el sillón agotada.
Desperté sintiendo un frío infernal, la casa en silencio. Ni Truman gruñéndole a la nada, ni la Cheche quejándose de los retorcijones. La puerta se abrió de un golpe, un guerrero de dos metros se aproximó apuntándome con una lanza. Corrí a esconderme en el altillo pero me encontró, tuve que arrodillarme a fuerza de chicotazos. La lanza silbando, clavada entre mis rodillas raspadas.
Truman estaba encima mío cuando abrí los ojos, juzgándome. Mamá Tita en la cocina poniendo la pava.
“¿Qué te dije? Mirá, menos mal que el fique es honrado sino se habría secado y yo seguiría en cama”, detestaba su tono aleccionador. Delante de mí puso un plato con manzanas ensartadas en pinchos de espada, el jugo deslizándose por el filo. Ojos de lechuza, la ceja levantada en arco, una mano en jarra y la otra enrollando un mechón. “Necesito de nuestra amiga picosa, es hora de una limpieza. Ya sabes qué hacer, mamita.”, me ordenó socarrona en cada sílaba. Y así, con el hoyuelo temblando bajo la piel de su barbilla y una bombeante vena azul en su sien, se alejó a pasos de emperatriz.
Detrás de escena
Este cuento nace para completar la tríada de las Memorias, un proyecto destinado a acompañar la publicación de El Alhajero. Fue (es) una manera más para indagar en este universo abuela-nieta por el que siempre sentí mucha atracción. Mis abuelas son muy distintas y cada una, a su manera, me mostró un amor inconmensurable. Mamá Tita es una mezcla de ellas, mi abuelo y mis bisabuelas, de sus anécdotas, sus silencios, sus cuentos, su practicismo; su bisnieta es más eléctrica, pero al final es la única que le tiene paciencia a su viejita y la que sabe disfrutarla antes de que se termine el tiempo prestado. “La importancia de pedir bien” también toma algunas creencias sobre cómo funciona el mundo, desde niña aprendí que a las plantas había que charlarlas para que crezcan fuertes y si queríamos algo de ellas, pedirles permiso (en casa tenemos un aloe al que agradecemos la nobleza de cuidarnos las quemaduras y un fique que nos pincha si no saludamos). Tomar un jardín y reconocer sus propias necesidades es dar cuenta de que son seres vivos con los que coexistimos, para mí fue acercarme al jardín del abuelo y entender por qué se paseaba entre sus rosales cuidando sus pimpollos y acariciando las espinas.
[1] Tanto Memorias de la iniciada como El alhajero pueden adquirirse en la tiendita de “La Papa”.
Marcelo Martino es docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán e investigador del CONICET. Publicó el poemario Remota cercanía, en coautoría con Ariel Martino (Ediciones del Dock, 2018).