Selección a cargo de Marcelo Martino |
Orson Scott Card, al compilar sus cuentos, se tomó el trabajo de escribir un breve texto por cada relato que diera cuenta, entre otras cosas, de las circunstancias de la creación del mismo. Más cerca nuestro, los suplementos “Verano12”, proyecto estival de Página12, suele publicar cuentos, uno por día, acompañados de una ilustración de Rep y de un recuadrito titulado “El cuento por su autor”. En esa línea, y sin pretensiones de originalidad, esta sección consagrada a cuentos tucumanos los publicará acompañados de un “Detrás de escena” que revele, por fin, eso que a muchxs nos interesa saber: ¿cómo es que lo hizo?
“Comer en Familia”, Daniel Ocaranza
(Del libro Comer en Familia, Falta Envido ediciones, Tucumán, 2018)
Hemos estancado nuestras vidas, me dijo Alberto el día que llamó por teléfono para invitarme a comer a su casa. No le contesté nada porque me parecía que contestarle no era necesario y que su afirmación pluralizada era tremendamente estúpida, acepté, ya que hacía mucho que no nos veíamos y me pareció oportuno volver a verlo como ejercicio para recordar lo que fue, algo que, a mi edad, viene más que bien.
Al llegar me recibió su madre, Clara, como si fuese el hijo que hacía veinte años que no veía, más allá de que yo no la había visto jamás en mi vida ya que nunca nadie había subido las escaleras de la casa de Alberto. De atrás apareció Alberto con un vagón de años encima que se le multiplicaban por dos, el tiempo no fue generoso con él. Me saludó como si hubiese sido ayer que nos escapamos sin pagar de ese restaurante y caímos a refugiarnos debajo del puente de República del Uruguay a la orilla de la vía, eructando como los dos hombres llenos de comida que éramos en ese entonces, solo que con pantalones prestados.
Llegaron las preguntas y las respuestas sin preguntas que ameritaba la ocasión. Él había abierto un negocio de repuestos para bombas de agua que no nadaba muy bien; y viste vos con la última crisis casi nadie quedó en pie y mi viejo murió ya hace cinco años y bueno viejo que le vamos a hacer, y te acordás de Ricardo? Me resonó el nombre sin el rostro y en el medio de buscar y buscar apareció Isabel desde la cocina cantando “a comer la comida, a comer la comida así llenamos la barriga!” y todos se plegaron a cantar la para nada pegajosa canción y cuando digo todos me refiero a dos tías y un abuelo que aparecieron desde la escalera y que estuvieron todo el tiempo allí, tan quietos que ni las moscas se les asentaban por no tomarlos en serio. Me levanté por costumbre y miré para todos lados buscando la puerta, cuando me quise retirar por problemas laborales ya estaba mirando el plato en mi lugar, frente de Alberto y al lado de Isabel que me sonreía como un clown mal pintado en la cartelera de un circo.
La tía Marité era la encargada de servir la mesa bajo la ahora rigurosa supervisión de los ojos inquisidores de mamá Clara. La distribución se hacía en partes exactas e iguales para todos, esto incluía un vaso de agua para cada uno de los comensales, no dije ni media palabra cuando mamá Clara gritó por culpa de esa aceituna que queriendo ser la número tres se cayó en mi plato, todos hacían silencio.
Al comenzar la comida los intercambios rondaron en torno a mi presencia sin dejar rincones donde ubicar las acciones de los otros.
De todas formas las palabras fueron pocas. Nadie decía nada, salvo mamá Clara.
Levanté las cejas, vi delante de mí como Alberto levantaba una de sus manos tan tímido como siempre:
—Puedo tomar otro vaso de agua?
—No, no podés. No ves que tu hermana y tu tía aún no terminaron los suyos?
Se me congeló el tenedor a medio camino y me quedé como un nabo mirando la mesa y pensando en cómo tomarme el palo. La comida terminó en el más absoluto y sediento silencio.
Siguió el café que toda familia sirve para verse como algo más que una manada de rumiantes que se juntan sin ceremoniales a mascar y nada más, como que les da estilo, viste?
Todo se fue sucediendo con la mayor naturalidad. Las canciones a capella de la tía que debíamos aplaudir aunque duelan, la llave del baño colgada del cuello de mamá Clara y a la que solo se podía acceder por cinco minutos y con permiso previo, el cuadro de papá colgado de cabeza con una cinta amarilla que rezaba “a ver si a vos te gusta hijo de puta“, el perro vestido de perra que corroboraba su sexualidad contra mi pantorrilla ante la pasividad del resto y del moño rosa, el sacarse los zapatos para ver la tele y dejarlos a todos juntos, uno a la par del otro, como una liquidación barata, mamá Clara con el cortauñas a mi lado diciéndome que no me tengo que descuidar y que ella me perdonaba pero que los lunes era día de uñas y que no vuelva a pasar y que sea la última vez, haber visto, cosa seria.
Pude comprobar que las canciones abundaban. La iniciadora siempre era Isabel, a las cinco más o menos “la lotería a jugar, la lotería a jugar, para los Álvarez que no pueden pasar”, no me tomé en molestia el preguntar por los Álvarez menos con una quintina en la primera vuelta y cartón en la tercera.
—Hacé de cuenta que no sacás nada, ya no cantés que si la tía no gana ni una vuelta llora por horas —me dijo Alberto.
—Ah —le dije— que jodida la vieja, justo ahora que me estaba gustando che!
—Es que nos apoyamos entre nosotros, viste como es la familia, no?
Su afirmación me pareció tremendamente pelotuda, característica de él y de esa solemnidad que siempre quiso tener y nunca supo cómo conseguirla, pobre. Se lo dije a mamá y ella me dio la razón como siempre, yo siempre fui muy atinado en mis comentarios y eso no lo podía negar nadie, no señor, y me sonreía que daba miedo che.
—Quién se queda a almorzar, se queda a cenar!— sentenció mamá
Clara de una forma que para qué contradecirla a la pobre con lo entusiasmada que estaba con que Isabel cocinara.
Como a las nueve estuvimos comiendo en silencio, nadie dijo nada, ni pidió agua por sobre los demás, ni ninguna de esas huevadas de estar abusándose por sobre el resto.
Antes de acostarnos Alberto me dijo que estaba un poco cansado y que le gustaba María de los Ángeles, una chica que atendía en la farmacia de la otra cuadra.
—Mañana te la muestro, querés?
—Bueno, pero que sea entre las compras, ya viste vos como es la vieja —le dije, Alberto me miraba y faltaba que se ponga a saltar nomás el infeliz, cosas del pibe, me dije.
Al otro día todo fue normal; con unos postres que preparó la tía que estaban para repetir pero nos quedamos con las ganas culpa del tío que no quiso más.
Mamá me dijo que al otro día quería ir a ver la obra en la capilla porque actuaba la nena y que esta era la tercera vez y que no íbamos todavía y que a la vuelta quería hacer las roscas de pascuas porque don Alonso le había conseguido unos huevos que Juan sin nombre perdió subiendo al caballo, vieras vos viejo!
Como a las once me agarró un apolillo que para qué te cuento y la vieja me llevó a la cama para poder así dormir tranquilos porque tampoco era cosa de andar acompañándolo al nene todas las noches porque ya está grande para esas cosas y lo mismo pueden hablar mañana, viejo, yo también te extraño, no te das cuenta? así que vamos a dormir che, vamos que mañana te cocino lo que vos me pidas, me dijo, mientras me besaba cerrando la puerta.
Detrás de escena
“Comer en Familia” surge de situaciones y anécdotas que me fueron referidas por una amiga, hace unos años ya, sobre una relación que mantenía en ese momento y las costumbres “raras” que presenciaba al ir de visita a la casa de su novio. Ese material de la memoria fue tomado, elevado y llevado un paso más allá, en otro tipo de encuentro, siempre mirando tras la puerta para buscar lo extraño y a eso llevarlo al terreno del desconcierto que nos provoque leer el cuento otra vez para saber qué fue lo que pasó y en qué momento. La nebulosa del no entender debía envolver al lector, todo trabaja para eso, la mezcla de escuchar historias de otros, la historia propia, lo que vemos sin ver.
“Comer en familia” se escribió en soledad, en los meses estivales de calor agobiante, al refugio del alivio que traen las noches, en una pc prestada.
Daniel Ocaranza
Marcelo Martino es docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán e investigador del CONICET. Publicó el poemario Remota cercanía, en coautoría con Ariel Martino (Ediciones del Dock, 2018).