Por Santiago Garmendia |
Cuando mi padre descubría un autor fascinante, pero denso y demasiado prolífico, recurría a la fórmula: “Lo voy a tener en cuenta si naufrago en una isla desierta”. Una ambigüedad fecunda, porque por un lado podía ser que anhelara un claro en sus actividades para arremeter contra esos libros; pero por el otro r una forma elegante de decir que ni loco se metía con el escritor en cuestión. O sea que a veces la isla era un lugar real, otras una entelequia exculpatoria.
La “pregunta literaria insular” (PLI) tiene sin embargo otros matices además de las dos ricas acepciones de mi padre. Muchos cargarían en este naufragio cultural sólo libros o autores que conocen de memoria. Infiero que lo hacen porque precisan -en esas condiciones de extrema soledad-, afianzar su identidad repitiendo las palabras de sus favoritos cual rezo o mantra. En esto Borges parece haber reparado, cuando dijo que a una isla no llevaría poesía porque tenía tantos versos en su memoria que no le parecía necesario.
Entonces a la isla algunos llevan libros de los que aferrarse, pero otros confían en conjurar el silencio con nuevas palabras. El riesgo que corren los últimos es que las páginas sean estúpidas, incoherentes o falsas, arriesgándose a tener que descartarlas o convivir con ellas. Para entender su precaución, piense cada uno en el infierno sartreano de vérselas con sus textos más aborrecidos. Para siempre.
Tenemos la situación, así las cosas, que por razones entendibles algunos eligen sus libros amados por miedo a equivocarse en el salto a lo nuevo. Pero el resultado es el tedio de la repetición infinita que puede llevarlos a a aborrecer sus textos amados, por lo que el infierno asoma de nuevo.
¿Cómo salir de esta trama literaria más que mortal? Ensayemos, en vano, algunas posibilidades.
Los textos demasiado abiertos son un peligro: puedo creer que si llevo libros plagados de aforismos muy generales del tipo “El universo es uno”, voy a tener una polisemia tal que siempre me voy a encontrar un nuevo texto. Pero hay que tener en cuenta que en algún momento se encontrará polemizando consigo mismo sobre los pasajes y llegar a las manos en esta situación implica golpes de ambos bandos. Llevado al extremo: ¡No se le ocurra llevar sólo papel y lápiz! Es que su lector y su crítico pueden tener un mal día –y por cuestiones matemáticas lo van a tener, con bajas garantizadas.
Resulta entonces que el panorama es muy complicado. Yo recomendaría tres: Aforismos de Ernesto Esteban Echenique de Roberto Fontanarrosa, , La Ideología Alemana de Carlos Marx y Federico Engels y las Investigaciones Filosóficas de Ludwig J.J. Wittgenstein. No es una lista caprichosa, es que me harían reír de la sola idea de que en la isla desierta –que es la muerte, vamos- vaya uno a tener inquietudes literarias.
Imagen: Ormuz, Irán

Es doctor en Filosofía, docente e investigador de Filosofía del Lenguaje en la Universidad Nacional de Tucumán y la Universidad Nacional de Salta. Integra el colectivo “Dudas Razonables”, desde el cual se producen contenidos de radio, teatro y talleres de Filosofía. Su primera obra de ficción fue la novela La religión de los dioses (Culiquitaca, 2015). Publicó Mal de muchos (y otros cuentos de libros) (Lago Editora, 2016). Nació en 1976 en San Miguel Tucumán, ciudad en la que reside.