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ISSN 2684-0626

 

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«está comprobado que una comunidad que apoya su literatura tira menos papeles en el piso»

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Ser (o no ser) escritor

Por Máximo Chehin |

1.

Los escritores tienen (tenemos) predilección por pensar, leer y escribir sobre cosas que no le interesan absolutamente a nadie, salvo a los escritores. Son cuestiones que tienen que ver con el oficio, o la figura del escritor, o la idea del escritor. Y dado que, justamente por nuestro oficio, tenemos bien entrenada la habilidad de adornar con la palabra asuntos naturalmente opacos -o directamente aburridísimos-, logramos que en nuestro discurso estos temas parezcan intrigantes y profundos. Así, todos los años se publica una cantidad asombrosa de ejemplares en los que se insiste en ir a fondo en cosas como la trastienda de la escritura, o el proceso creativo de los que escriben. Yo comparto el interés, pero me resulta extrañísimo que estos libros se publiquen, se compren y se lean. Supongo (y aquí hablo más como lector) que, como un buen libro es de alguna manera un objeto que nos acerca de modo misterioso al filo del sentido de las cosas, contemplamos esas rumiaciones de los escritores sobre su oficio como quién se asoma a la ventana de un alquimista. Queremos ver la fórmula con la que se convierten piedras en oro. Somos voyeurs.

Entre estos temas, el que más me preocupaba cuando comencé a escribir seriamente era, y de algún modo sigue siendo, el que se pregunta sobre qué es ser escritor. Todavía, tantos años después, sigo sin entender por qué es tan importante la respuesta a esa pregunta; es como si esa certeza derribara barreras y abriera puertas a… Bueno, quién sabe qué lugar. Esto no me pasa solo a mi: hay (obviamente) centenares de libros que discuten la ontología del escritor, y la pregunta sigue siendo una preocupación de los que arrancan con el oficio. Un escritor que participa del taller que coordino recibió una oferta de una editorial chilena para publicar su primer libro. Cuando me llamó, al borde del llanto, para contarme la noticia, este escritor -un tipo de mi edad, que arrancó grande y trabajó muchos años en su primer libro- me dijo que sentía que se había “recibido de escritor”. La frase me desconcertó, porque yo lo consideraba escritor desde el momento en que lo conocí, incluso antes de que se sumara a mi taller. Esa idea del “título” de escritor también volvió a atizar mi vieja duda, y me hizo pensar que, quizá, tiene sentido indagar un poco, buscarle algunas respuestas.

2.

Hebe Uhart solía decir que ella era solo escritora cuando escribía. En una entrevista, Haroldo Conti dijo algo similar: que era escritor solo cuando estaba escribiendo, y después se perdía entre la gente. Creo que es una idea que busca desmontar la figura mítica del escritor como un ser superior, receptor de un don divino. A mí, sin embargo, me genera sentimientos bastante contradictorios: es una idea muy linda -muy literaria, incluso-, pero pone al escritor en el lugar del superhéroe: es una persona común, que anda entre la gente, y que al momento de escribir se calza el traje de escritor y despliega sobre la página sus superpoderes.

Esa era la imagen que yo, que leo desde muy chico, tenía de los escritores que me gustaban: Julio Verne, Cortázar, Ray Bradbury eran hombres extraordinarios que habitaban una especie de Olimpo (lo que se dice, una verdadera idolatría). Es una idea fantasiosa, hasta pueril, aunque aún hoy me parece difícil pensar que las Crónicas Marcianas hayan sido escritas por manos normales, humanas, de carne y hueso. El hecho es que mantuve esa concepción sobrenatural del escritor durante largos años, y recién comencé a sacudírmela de la cabeza cuando comencé a participar de un taller literario y a cruzarme con personas que, a todas luces, eran escritores de verdad. Algunos ya habían publicado su primer libro, otros estaban en proceso de escribirlo, pero había en ellos una actitud, una manera de pararse frente al mundo que declamaba, sin dejar lugar a dudas, que eran escritores. Yo llevaba mis cuentos, los corregía, los leía ante el auditorio ferozmente crítico del taller y no podía dejar de preguntarme: ¿Soy escritor? ¿En algún momento seré escritor? ¿Cómo me doy cuenta si soy o no soy? El tema me preocupaba tanto que escribí por esa época un cuento en el que un escritor inédito visita una editorial para proponerle la publicación de su manuscrito. El editor duda: el material es interesante pero el escritor es desconocido, no sabe si podrá vender esos libros. El escritor arguye que ni Borges ni Joyce consiguieron editores para sus primeros libros, y que quizá el editor está perdiendo la oportunidad de su vida. El editor le contesta que Borges era Borges, y que Joyce era Joyce, y le pregunta al escritor si está seguro de que él es quien es. Acto seguido, invita a pasar al escritor a una habitación contigua a su despacho, vacía salvo por un espejo. Este es el espejo editorial, le dice el editor al escritor, paresé al frente y mírese en él, a ver si usted es quien piensa que es. Al escritor el espejo le devuelve un reflejo brumoso, indefinido.

El cuento era malísimo y afortunadamente nunca verá la luz. Su trama sirve para este texto porque da cuenta de mi obsesión con el tema, y de mi persistente idea sobre la escritura como algo mediado por lo mágico. Mientras tanto, el taller me daba pistas más terrenales. Un compañero cuyos cuentos me parecían geniales se iba temprano de las reuniones, y a veces directamente faltaba, porque temía perder la combi que lo llevaba a su casa. Por otro lado, una compañera que ya había publicado su primer libro (y que iba a convertirse en una de las grandes figuras de la literatura latinoamericana) me contaba que trabajaba medio tiempo para poder dedicarse a escribir, por lo cual llevaba una vida muy austera. Comencé a sentir que ahí, y no en una impostura ni en las ideas mágicas, estaba la respuesta a mi pregunta.

3.

Circula por ahí una idea, defendida por varios escritores locales, que dice que no se puede aprender a escribir. Yo no podría estar más en desacuerdo. La materia prima de la escritura es el lenguaje, y cualquier persona que cumpla con lo que prescribe la ley en Argentina tiene que haber tenido al menos doce años de educación sobre la forma, el uso y la manipulación de la lengua, desde la formulación de una sentencia simple hasta la estructuración de oraciones con cláusulas subordinadas. En general, a pocas cosas le ponemos tanta atención y práctica como al lenguaje, y hoy en día la tecnología ha incrementado a niveles impensados hace un par de generaciones la necesidad de usar la palabra escrita para comunicarnos. Además (aquí voy a arriesgar la hipótesis de que todo escritor es antes que nada un lector) la lectura constante y progresiva de textos de ficción aporta conocimientos de estilo, de estructura, de técnica que el escritor en ciernes irá, de modo inconsciente pero inevitable, incorporando. Creo que cualquier persona de veinte años que haya cumplido con la educación obligatoria y haya leído con pasión desde su adolescencia, ha estado formándose en las herramientas básicas de la escritura, y es un escritor en potencia.

Pero creo también que la escritura es antes que nada un oficio, y que el escritor se forja en el trabajo de escribir. Hay escritores que no necesitan más que las herramientas que nombré en el párrafo anterior, y son capaces de hacer su camino sin otra guía que la lectura de los autores que admiran. Otros -como quién escribe este texto- necesitan un apoyo como los que ofrecen los talleres literarios[1] para orientarse en una labor compleja, en la que suele ser muy difícil evaluar el resultado del trabajo propio. Es que la escritura es un oficio creativo, en el que se busca un objetivo que no es del orden de lo material [2](quizás sea estético, o moral, o, lo más probable, algo cuya naturaleza el propio autor desconoce por completo). No escribimos por encargo[3], para cumplir unas especificaciones definidas a cambio de una compensación monetaria, como es el caso en un oficio práctico, como el de un herrero. Ahí estriba, quizás, el problema, o la confusión: el oficio de escritor se aprende, y a diferencia de cualquier otro oficio, todo el que pasa por el sistema educativo está entrenado para comenzar a practicarlo; lo que no se puede es aprender a escribir Zama o La Edad de la Inocencia. La genialidad en la escritura, como en cualquier otra forma de creación, es un misterio. Pero no hace falta ser Di Benedetto ni Edith Wharton para ser escritor.

4.

Creo que la idea de definirse por una profesión o un oficio (algo muy común en nuestra sociedad) es problemática, no solo porque uniforma y encasilla a personas que son naturalmente únicas y dispares, sino también por el peso que esa definición le pone a cada uno encima. Prefiero pensar que los oficios integran el conjunto de los múltiples atributos que poseemos pero que no nos constituye. Alguien es escritor, pero también sociólogo, buen cocinero, bailarín, petiso, depresivo, y un sinfín de otros pequeños rótulos, que individualmente significan muy poco. Pero esa persona no es escritor solo cuando se sienta a escribir[4], tal como alguien no es herrero solo desde el momento en el que se pone la máscara y entra a la forja. Somos, al final, una única persona, hagamos lo que hagamos. Algunos de estos atributos están más cerca de nuestro corazón, para qué negarlo; en la escritura, como (imagino) en cualquier oficio creativo, se pone en juego algo íntimo cuyo origen desconocemos y cuyo propósito nunca terminamos de comprender. Aun así, mantenemos la casi siempre vana esperanza de conmover a otros; de llegar a nuestros lectores, como dijo Hegel, trascendiendo nuestra propia subjetividad.

La escritura produce (evito aquí la palabra arte, que me suena demasiado grandilocuente y bastante confusa) un objeto que carece de utilidad. Un cuento, una novela, un poema no sirven para nada práctico, productivo o rentable -y no estoy hablando aquí del libro como mercancía, que es algo posterior y completamente ajeno a la escritura-. Oscar Wilde dijo que el único motivo para construir algo inútil es que ese objeto nos genere gran admiración. Y, sin embargo, ¿cómo admirar lo que uno escribe, sobre todo al principio, si no existe patrón ni medida para un cuento o una novela? De esa inseguridad surgía mi duda, que, creo, sufren en algún momento todos los que se dedican a este oficio. Algunas personas tienen una especie de revelación temprana, y saben que van a ser escritoras a los diez años; otras llegan a una convicción que surge del amor por la literatura. En mi caso, entender y aceptar que soy escritor fue un proceso trabajoso y gradual. Solo después de tres años de hacer taller literario, de dedicarle a la escritura solo el tiempo que me quedaba después de todas mis obligaciones, de preparar un manuscrito para el concurso del FNA y sentir que a mis cuentos les habían faltado tiempo y trabajo comenzó a rondarme en la cabeza la idea de que tenía que tomarme las cosas de otra manera. Poco tiempo después dejé mi empleo, y me dije que en adelante sólo buscaría trabajos que me permitirán dedicarle al menos tres horas por día a la escritura. Un par de meses más tarde me avisaron que había ganado el premio del Fondo; fue la confirmación de algo que en realidad había venido decantando hacía tiempo y que terminaba cristalizándose en la posibilidad de publicar un libro.

Arranqué este texto planteando una pregunta, y me parece que vengo dando vueltas, acercándome de costado al corazón del asunto, divagando un poco. Así que va una posible respuesta: creo que ser escritor es asumir un compromiso vital con el oficio, lo que en la práctica implica priorizarlo sobre otras actividades, dedicarle tiempo de calidad todos los días, aplicarse con constancia a su ejercicio y a la búsqueda permanente de mejorar lo que se escribe. Esto implica renunciar a comodidades y seguridades materiales, a cierto confort, quizá a amistades y amores, por una ocupación que probablemente nos traiga más frustraciones que alegrías. Visto de afuera, supongo, no parece un buen negocio, y probablemente no lo sea. Lo que lleva a la siguiente, inevitable pregunta: ¿por qué escribimos? Pero eso es otra historia.


[1] Hay una costumbre de un buen número de escritores argentinos de denostar alegremente los talleres literarios y los cursos o carreras universitarias vinculados con la escritura. Son descalificaciones que postulan la idea de que los talleres achatan la obra de los escritores participantes, o de que las carreras de escritura producen una obra uniforme y normada, o de que la guía de un mentor convierte todo libro en el producto de sus gustos y sus prejuicios. Sin excepción, estas valoraciones no incluyen argumentación razonable, ni evidencia, ni un mínimo intento de justificación. Mi sincera recomendación es que si escuchan a un escritor que, luego de leer un texto de un colega, dice “esto es el típico cuento de taller”, agarren su billetera con las dos manos y salgan corriendo.

[2] No renegamos de lo material: queremos la abundancia de lo material, queremos un adelanto en divisas, queremos un contrato jugoso por los derechos de una serie de seis temporadas en una plataforma digital, pero queremos escribir lo que nuestra energía creativa -para decirlo de una manera elegante- nos dicta. Ahí está nuestra contradicción y nuestra condena.

[3] Vale la aclaración: según lo veo, cuando un escritor escribe por encargo, lo hace siguiendo un objetivo pautado por quién paga: una crónica sobre tal tema de tantos caracteres, un libro escrito como ghost writer, un guión armado siguiendo la pauta estricta de una productora, son aplicaciones prácticas del oficio de escritor. En ese caso, la pregunta que se formula al principio, y todas las que se desprenden de ella, se responden de una manera simple y directa.

[4] Como prueba de esta idea, recuerdo a Hebe Uhart, siempre aguda y encantadora, en los pasillos del FILT del 2017, sacando cada tanto una libreta en la que tomaba notas para una serie de crónicas que estaba escribiendo, si mal no recuerdo, sobre animales. O sea, observando el mundo como escritora aún lejos del teclado y la pantalla.

2 respuestas a “Ser (o no ser) escritor

  1. Marta Katz dice:

    Creo que hay una pulsion en escribir
    . De algún modo todos somos escritores. Es un a acto casi mecánico
    Las palabras salen de tu mano. Y no sabes quien mueve esa mano. Después de un tiempo lees eso
    Y dices: que lindo !!! Quirn lo escribió? No te reconoces ahí. Es curioso….como si se tratase de algún otro que estuvo en ese momento dentro de ti. Pues…no se …

  2. Maxi querido, me gustó mucho tu reflexión. A mí en lo personal me genera mucho pudor definirme como escritor. Una vez, en un viaje de laburo, me animé, de manera juguetona, a completar el formulario de migraciones con la palabra «escritor» (suelo poner docente). Cuando recibió el formulario, el señor de migraciones, estadounidense, me preguntó «what is escritor?», «author» le respondí; y el tipo, un encanto, me empezó a pedir recomendaciones de libros y me preguntó qué tipo de libros escribía. Un entusiasta. El problema es que detrás mío había una inmensa fila de personas y me empezaron a putear a coro por la demora. Fue la última vez que me definí como escritor.

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