Por María José Bovi |
Pueblo chico integra la colección Narradoras, escrituras hechas por mujeres, de La Papa Editorial. Y para mí se inserta en un campo más grande que la región del NOA, que es la escritura latinoamericana escrita por mujeres y disidencias contemporánea. Esto lo pienso porque la lectura del libro, la forma de relatar de María Diaco, las temáticas y los personajes explotan algo siempre. En esta nueva explosión de mujeres que cuentan, que no es un boom sino explosión, nos permite apartarnos de una visión latinoamericana real y maravillosa, lúdica, impresionista para mostrar también una realidad latinoamericana cruda, dolorosa, horrorosa, extraña que es la realidad de todos los días y que es la realidad de las mujeres y disidencias: los femicidios, los acosos, los abusos, las violencias de género en todos sus formatos y con todos sus discursos. Además, en estas nuevas propuestas escriturales que explotan en la visión del mundo que les lectores tienen de las mujeres que escriben, el marketing editorial no es el primer impulso de escritura, sino lo que nos atraviesa por los cuerpos de hoy, en el mundo de hoy, en nuestras representaciones culturales e ideológicas. María nos promete una nueva forma de pensar el NOA y los pueblos chicos apartada de la lógica binarista “civilización y barbarie” y de “centro y periferia”. Eso ya es de otro de tiempo. Aquí hay yuxtaposición y mixtura cultural, genérica, etaria. No hay mirada denigrante hacia las otras formas de actuar-vivir. Aquí hay abrazo. Y colectividad que resiste a ese “todo” que nos rodea.
María Diaco es una escritora mujer que mira, mira mucho y narra todo lo que ve. La escritura aquí, en este libro, para mí, se despliega como un registro consciente de lo que sucede en el día a día. Y es su mirada atenta lo que permite que se conozcan bien las historias de mujeres que están, que ESTÁN en su narrativa y que están al lado de nosotres siempre. Todas somos, fuimos, personajes de este libro. María cuenta acciones en imágenes poéticas: ahora no nos podemos olvidar de los escenarios que nos comparte, porque están nítidos, es como si todo lo que cuenta sucediera frente a nuestros ojos para hacernos pensar ¿cómo seguimos después de haber presenciado esto? Es imposible apartar la mirada ya. Aquí nada está contado en clave metafórica, pero tampoco quiero hablar de realismo. Aquí es todo es vida y es muerte compartida con otres que también saben reconocer la vida y la muerte.
En el cuento Pueblo chico una frase dice: “todo sigue tan igual y nadie parece notarlo”. Me hizo pensar, como jujeña que soy, que esa es la sensación que siempre tenemos al volver a los pequeños lugares de los que nos fuimos para no ser atrapados por las lógicas de tradición hostil: esos que nadie nota. Los pueblos del norte latinoamericano, pero también pueblo chico son las familias, las maternidades, los vínculos de amor hegemónicos. Entonces, la pregunta que me hice durante toda la lectura fue: ¿Acaso no deberíamos preocuparnos por sentir que nada cambia cuando el tiempo pasa cada día más rápido? ¿no debería esto ser extraño? ¿hacernos ruido? ¿preocuparnos?
Porque mi sensación en la lectura de cada una de las historias que María nos cuenta es que, aunque todo sigue igual, algo está pasando. Y efectivamente eso sucede. Siempre algo pasa y es violento. Las mujeres que vuelven de donde se fueron, miran de otra manera el lugar del pasado y se comportan como puntos de fuga de lo establecido como “natural”. Es “natural” que estas cosas pasen en el pueblo: un marido que golpea a su madre y a su mujer, un muerto en la ruta del que nadie se hace cargo, un taxista que nos incomoda, hombres que nos culpan por no ser madres. Pero, ¿para qué vuelven a la oscuridad? Me arriesgo a compartir que mi lectura es que ellas regresan a los “pueblos chicos” para acompañar a las mujeres que se quedaron y ayudarlas a resolver no lo que las aqueja, sino lo que las mata. Entonces, se arman clanes y organizaciones colectivas para cambiarlo todo: vengándose, haciendo rituales, engañando, enojándose. Pero, sobre todo, lo hacen desde el amor por salvarse todas y acabar con lo que esconden esas tierras alejadas a donde nos ubican. Como dice el último cuento que se llama “El motor del mundo”: Las mujeres fuertes se reconocen y “son las que se construyen unas a otras, no las que se destruyen”. Siento que María nos trae un mensaje sororo que dice: “Querida, verás que somos el motor del mundo”.
Siempre, por alguna razón, los pueblos chicos terminan en pantallas grandes y ahora en libros que se tienen que escribir, publicar y difundir. Porque, repito, vinimos a cambiarlo todo. Quizás estamos un poco cansadas de estar atravesadas por discursos de valentía: somos las que soportamos todo y nunca bajamos los brazos. Sin embargo, a pesar de que esto quede demostrado en muchas historias de Pueblo Chico, creo que lo más valiente y austero es poder decir que sí, que lo soportamos todo, pero que en el medio el sufrimiento, la perversión, la matanza y la imposibilidad se transita. Y como nunca se nos permite todo, ahora nosotras, entre nosotras, nos lo permitimos. Ya no hay posibilidad de un discurso romántico de nuestra existencia. Pero tampoco de una mirada apenada. Aquí no hay deseos de que les lectores se apenen, sino de que les lectores miren: esto está pasando. En la literatura, y fuera de ella.
Hay una frase que para mí atraviesa cada uno de los cuentos que dice: “Ojalá se pudiera huir del cuerpo, pero no se puede. No me queda más que asimilarlo, mutar, aunque en el camino me vuelva inmune y vil. Asimilar que estoy rota por dentro, hecha polvo, y nadie puede romper el polvo”. Entonces pienso que ojalá se pudiera huir de los males que trae el patriarcado y de los pueblos chicos, pero todavía no se puede. Así que tenemos que asimilarlo y mutar. No hay cuerpo femenino que no esté hecho polvo, pero es verdad que al polvo no se lo puede romper. Lo bueno es que, entre tanta historia dolorosa, que me atraviesa no solo como lectora, sino como sujeta social, aparece un suspiro, un respiro y una acción: la transformación. Transformamos, quienes escribimos, desde el lenguaje. Lo impregnamos de un Yo femenino que viene a fugarse de lo establecido: “lo que las mujeres tienen que escribir”, “lo que las mujeres escriben”, “lo que venden las mujeres en el mundo editorial”. María Diaco se cruzó de vereda y narró, con el acompañamiento de una editorial también del NOA. María Diaco es una narradora, que sin sutilezas ni eufemismos habla de lo que no se nos permite hablar: que nos matan, que nos golpean, que nos maltratan y que tenemos miedo. Habla de los fantasmas de la maternidad, de los duelos y los intentos desesperados de buscar vida donde todo está quieto y muerto. Viene a poner en escena, en primera pantalla, a culturas silenciadas y despreciadas: tucumanas, santiagueñas, jujeñas, bolivianas; a creencias; a rituales; a gestos. Del NOA al mundo, porque también en los pueblos chicos suceden cosas todo el tiempo que no son mitos y no son leyendas, sino verdaderas historias.
Creo yo que el silencio ya no es una forma viable de existencia. María Diaco y cada personaje de este libro se suman a la militancia escritural de poner la palabra a aquello que está prohibido, a nombrar aquello de lo que no se quiere hablar en voz alta. El peligro no está en los pueblos chicos, sino en los sujetos, en el silenciamiento.
Mi pregunta a ustedes es: ¿están listos para mirar? ¿qué vamos a hacer después de mirar tanto?
María José Bovi, jujeña radicada en Tucumán. Profesora en Letras (UNT). Editora de Monoambiente Editorial, editorial independiente. Dinosaurios, novela de género, es obra de autoría publicada en el año 2017. Tiene cuentos publicados en diferentes antologías y muchos talleres dictados de lectura y escritura para niños y jóvenes.