Algo brota entre su ventana y la mía
Por Ana Jeger
Al principio no tenía forma de saber casi nada de la vecina. Recién mudada, la pequeña pantalla 14 pulgadas que era su ventana no me dejaba ver más que pedazos de pared vacía y una bacha de cocina igualita a la mía. Lo poco que podía adivinar de ella viajaba hasta mí, flotando en el aire, en forma de canciones noventosas de bandas internacionales, llenas de guitarras acústicas y el mismo sonido de batería. Cada tanto podía adivinar un perfil, la tonalidad de su pelo, la contextura, pero nada muy concreto porque ella estaba siempre en movimiento, entre cajas, desembalando, subida a escaleras o detrás de un taladro.
Yo ya llevaba un par de años viviendo en el mismo lugar y todo en mi departamento me delataba. Sobrecargado y colorido, las paredes chorreando algún recuerdo, la heladera tapada de imanes de países haciendo como un mapa de mis recorridos. Esa era mi casa. Hasta la ventana que daba a la de la vecina tenía un par de eternas aromáticas, siempre al borde de la muerte, que la seguían luchando. Si la vecina hubiese querido espiar por mi ventana en apenas dos minutos habría descubierto, mínimamente y sin mucho indagar, que toco la guitarra, que me gusta el azul, que soy hincha de San Martín, que tengo un gato gordo y malcriado, que tomo demasiado café, la escuela a donde fui, las marchas a las que voy y que me encanta La Historia sin fin. En cambio yo de ella, allá por esa época, no podía saber nada.
Lo primero que vi fue esa papa. Antes de colgar un cuadro en una pared visible, antes de poner adornitos en la ventana o un reloj en el fondo, o plantitas aromáticas y sobrevivientes como las mías, mi vecina puso en su ventana una papa en un frasco con agua.
Yo había estado esperando por semanas algo así como una pista para tener alguna idea de la persona que tenía al frente y ahora, que por fin aparecía algo, no sabía muy bien qué pensar. La papa estaba sostenida por unos escarbadientes como en una especie de sauna, medio cuerpo adentro y el resto afuera, relajada, esperando sin apuro el brote. Para mi vecina, por alguna razón, era prioritario que apareciera esa papa antes que casi nada en su casa nueva. Cada quien necesita lo que necesita para sentirse en casa, quién soy yo para juzgarlo, pero mientras alguna gente se dedica a comprar lámparas por Mercado Libre o hacerse con un buen juego de tuppers, a mi vecina del edificio del frente le urgía germinar una papa para, probablemente, después ponerla en una maceta en el balcón y que no le faltara nunca.
Mi vecina era fan de Sixpence none the richer y de las tortillas de papa, del pastel de papa, de las papas fritas o de todo lo anterior. Y eso era todo lo que sabía yo de ella.
A lo mejor le gustaba germinar cosas y había porotos en otra parte de la casa, y batatas. O quizá le interesaban las huertas, o más, las plantas. Todo eso tal vez porque era vegetariana, incluso casi vegana; tal vez en la adolescencia había juntado firmas en alguna esquina para Greenpeace y ahora lo cuenta con vergüenza. Puede que mi vecina fuera de esa gente que siente que vivió muchas vidas dentro de la misma, y que habla sola y se pregunta cosas para tratar de entenderse. De esa gente que se muda para sentir que las cosas pueden volver a empezar para ser, además de diferentes, a lo mejor, mejores. Y que empieza por germinar una papa en la ventana para que la vecina del frente se pregunte “¿Y esta quién es?”
* Este texto forma parte de la saga de “La vecina”: una serie de relatos publicados en entregas periódicas y por Facebook, sobre mi vecina del edificio del frente cuya ventana da a la mía. El siguiente es un capítulo inédito y una edición especial para La Papa en la literatura tucumana.
Es cantautora y Licenciada en Letras por la UNT. Además de cantar, le gusta contar, por eso escribe las columnas de relatos “Limón y Sal” y “Aquí hay palta encerrada” para La Palta Comunicación Popular.
Ana Jeger la poderosa visión de la papa de tu vecina y sus adyacencias me atrapó. Siempre con tu mirada luminosa y profunda. Gracias!