Por Lucas Cosci |
Fue una especie de lobo solitario. Un creador en el silencio y en la medialuz de una soledad de escasas cercanías.
Reacio a los cenáculos, agrupaciones, academias y formas gregarias de tramitar la literatura, Carlos Manuel Fernández Loza se hizo solo entre miasmas autodidactas; como lector, primero, refinado y voraz lector; como escritor, después –-si se puede hablar de un “después” –, un escritor casi sin parangón en estas latitudes.
Perteneció a una generación de narradores de estirpe que alcanzó su madurez alrededor de los 80, entre los que encontramos a Dante Fiorentino, Alberto Alba, Raúl Lima, Julio Carreras, entre otros. Todos cultivaban el cuento como género supremo y lo han llevado a intensidades desconocidas en nuestra literatura del Noroeste.
Lo vi por última vez en el año 2005. Nos cruzamos en la calle. Nos saludamos y nos demoramos en una charla. Me dijo que se iba para el viejo bar Los cabezones para darse un momento de recogimiento y de goce. Me dijo que estaba por publicar un libro de ensayos. Me dijo que lo iba a titular simplemente “Ensayos” y, ante mi mirada desorientada, me dijo con la cara llena de luces: “¡Essais!… ¡como Montaigne!” y me cayó entonces la ficha de la sutileza prodigada. Entiendo que es el libro de publicación póstuma “Ensayos sobre literatura y cultura” del año 2006.
Si hubiese sabido que era la última vez que lo veía, me iba con él a sacarle una de aquellas charlas imperdibles que acostumbraba a dar en una mesa de café. Pero no. Yo no podía saberlo y él se fue sin despedidas y me dejó su voz inconfundible, empotrada en algunos libros que laten en mi biblioteca.
No fuimos amigos. No es la palabra capaz de definir ese vínculo. Fuimos dos presencias solitarias que se observan en la distancia y, desde esa distancia, me enseñó –y me sigue enseñando– muchísimo más que si hubiese estado siempre cerca.
Su pluma es la más exquisita de los últimos tiempos y todavía no se han revelado muchas de sus claves.
Carlos Manuel Fernandez Loza ha transitado con destreza por casi todos los géneros, pero sobre todo es un narrador, un encendido narrador. La cadencia del relato es el agua en que se mueve como con sus mejores artes.
Sus cuentos son la combinación equilibrada entre lo cotidiano y lo extraordinario, lo cándido y lo truculento, lo regional y lo universal. Son las historias que les ocurren a nuestros vecinos o a nuestros parientes en el propio zaguán de nuestra casa. Pero esas historias casi cotidianas, se re-narranan con un estilo exquisito que combina el habla coloquial con giros inesperados de la mejor poética y una erudición fresca, limpia de toda ostentación gratuita. El deslumbre de su pluma acaso no esté en las historias mismas, sino en el abordaje narrativo, en el modo sutil de narrarlas, en la arquitectura de los textos. Dueño de una exquisita prosa de largo y sostenido aliento, escribía con un fraseo jadeante, torrencial, cargado de tonos y de luces, impredecible, voluptuoso.
Escribió poco, es cierto. O no. ¿Cuál es la “medida” de un escritor en los márgenes? Escribió lo suficiente, en todo caso. Alcanza para posicionarlo como uno de los mejores narradores de la literatura del Noroeste.
Al cabo de un puñado de cuentos publicados en diarios y revistas, se estrena con un libro que conjuga el imaginario popular santiagueño, con sagas universales que desbordan cualquier delimitación geográfica. Hablo del libro de los cuentos Para el fuego de 1987, título que evoca la leyenda de la Telesita, Telesfora Castillo. No aquella Telesita que todos conocemos y que celebra tanta chacarera, sino una Telesfora otra y a la vez la misma, tras una metamorfosis estética y social; alguien que sale de las profundidades de nuestra propia ruina, que tiene la voracidad del fuego y el resplandor de la noche, el ardor del deseo colgado en “la manga mota” y la voluptuosidad del crimen. Despojada del ropaje mítico con que la tradición oral la ha investido, se inscribe en los trazos de una mujer moderna, glamorosa, urbana, transgresora, mortal, erotizada. Hay una traspolación simbólica muy fuerte en esta operación sobre el mito, que vamos a ver repetirse en otros textos.
El libro se publica en una versión muy artesanal en el año 1987. Aparentemente habría una edición anterior con el nombre de “A ver pasar el tren”, en el año 1983, pero ese rastro es casi inescrutable.
En 1991 publica una miscelánea con el nombre de De libros y melancolía.
Diez años después de Para el fuego, aparece Casas enterradas, en 1997, monumental novela que lleva a sus últimas consecuencias el refinamiento de su prosa a la vez que conjuga una experimentación no menos audaz que rigurosamente calculada, sobre la expedición de Diego de Rojas o “primera entrada” española en la región del Tucma.
Se publicaron además dos libros póstumos Ensayos de literatura y cultura en el 2006 y El lugar y la hora en 2012.
En esta página me interesa especialmente hablar de sus cuentos, sobre todo de los reunidos en Para el fuego, libro que merece ser revisado bajo una nueva luz al cabo de más de tres décadas. ¿Por qué sus cuentos? Porque han sido su laboratorio, la sala de pruebas adonde pondría en marcha buena parte de sus procedimientos innovadores. En ellos ha sabido generar un modo de narrar único, exhuberante, diferente a cualquier otro proyecto narrativo de la región. En este libro ya está prefigurado con todas las letras el autor de Casas enterradas.
¿Qué hay en los cuentos de Carlos Manuel Fernandez Loza, que lo distinguen de los narradores de su generación y de las anteriores en esta tierra?
En primer lugar, lo que hay es estilo, una impronta inconfundible grabada a fuego en cada página. Con un claro aire de Onetti, pero también de Borges. De Borges, pero también de Faulkner. De Faulkner, pero también de Joyce. De Yourcenar y de Beckett. Pero también de Rulfo y los clásicos, ¡cómo no!, infaltables los clásicos y más, mucho más; en su prosa se agolpan nombres y tradiciones muy diversas en un arco que se abre como un horizonte inagotable de la cultura universal.
En segundo lugar, uno de los secretos de su escritura es que hay una puesta en intriga sin relato. Carlos Manuel “pone” entre palabras una historia sin narrar. Lo narrado no está en “la palabra”, sino que se desliza “entre la palabra”. No hay relato en sentido explícito. El relato es en el mejor de los casos una hipótesis de punto final. Un hallazgo trabajoso, un devenir posterior, un después que nunca se consuma, un constructo final que el lector deberá recuperar en una aventura hermenéutica. Como las imágenes de una manta incompleta del telar, se va tejiendo punto a punto entre voces de monólogos y diálogos, coros, epitafios y ecos de ultratumba. El elemento clave aquí es la función narrativa de la voz. El relato se construye con ecos, murmullos, gritos y silencios, aun cuando se esconda en la tercera persona del narrador. La voz como función narrativa no es solo lo que sigue al guion de diálogo. Es la inscripción de lo dicho, el anclaje de las hablas, la subjetivación entrecortada del discurso. Es en este sentido que los cuentos de Para el fuego están hechos de voces.
En tercer lugar su escritura es lacunar, fragmentaria, incompleta. Siempre el guiño, el acertijo, las incógnitas y lagunas, siempre una carta robada, siempre la provocación a la inteligencia del interprete, siempre la invitación a poner el nombre y la acción del nombre, el verbo ausente; la invitación a reconocer el suceso y su víspera, a des-cubrir una sombra que se escurre.
Nombres, incidencias, fechas y lugares que nunca se dicen, los cuentos de Carlos Manuel llevan hasta las últimas consecuencias la doctrina Iceberg de Hemingway: el relato se funda sobre lo latente; lo manifiesto se reduce a una expresión casi irrelevante. Su tempano es un elefante con tan solo una uña por afuera de la superficie. Por eso sus textos no cierran, nos dejan llenos de preguntas, de dudas, de sospechas, de incertidumbres.
Leer los cuentos de Carlos Manuel es sentarse en una mesa de trabajo, es poner la vista en alerta para reconocer señales, no bajar la guardia y buscar el hilo invisible que zurce por detrás de las palabras.
Para el fuego reúne catorce cuentos que podemos reconocer en tres grupos de relatos: Históricos, míticos y urbanos. Fue uno de los primeros escritores en hacer una narrativa urbana, cuando en Santiago el canon de entonces mandaba hacer literatura de una tierra impenetrable.
En el primer grupo encontramos temas irresueltos de la historia de Santiago y del país: La muerte del cabo Paz, la batalla del Pozo de Vargas, las noticias de la guerra de las Malvinas mezcladas con las guerras fratricidas del siglo XIX, el crimen y la sepultura por parte de miembros de una organización, un cuento sobre las oscuras peripecias del cadáver sustraído de Eva Perón, presentado de manera elíptica y confusa.
Los sucesos históricos están aludidos sin nombres ni referencias espacio-temporales, o en la oscuridad de una metáfora críptica. Los nombres propios son deliberadas omisiones. Aparecen solo para asumir una función específica al interior del relato. Sería el caso de “Rosario, Francisca, Malila, Dorotea”, en donde justamente el título juega el exceso como un recurso. O también el de “Vargas”, cuyo nombre evoca a la batalla homónima. De lo contrario, son espacios en blanco, lugares de conjetura.
En el grupo de los míticos encontramos el que da nombre al libro, que re-narra en clave urbana la leyenda de la Telesita y “Oscuridad de los pájaros” que lleva adelante una operación similar con la leyenda del Kakuy.
Y, por último, están los cuentos de temas estrictamente urbanos como “Vida de sapo” o “A ver pasar el tren”, en los que nos damos con semblanzas de seres pintorescos, extraños, lejanos y cercanos a la vez, fugaces, vecinales, entre-caseros, que se muestran en el vertiginoso instante de luz de un destino trágico o absurdo.
Casi por fuera de la clasificación anterior, “Escribir un hombre” sería una historia que navega las fronteras difusas entre lo real y lo fantástico, en esa línea borgeana del soñador soñado o el escritor escrito, a la manera de las “Ruinas circulares”.
Para el fuego es un libro que no termina con la última página. Nos deja un colofón que remite a la obra póstuma El lugar y la hora del año 2012, lado oculto del mismo Iceberg.
Estamos en este caso ante un libro que combina once poemas y ocho cuentos, todos inéditos o publicados en revistas y diarios de la región. La compilación y ordenamiento de estas páginas perdidas ha estado a cargo de Olga Astudillo, su compañera de caminos.
Los cuentos que aquí salen a la luz son esfuerzos experimentales a los que ya nos tenía habituado en Para el fuego, en los que intenta reconstruir sentidos presentes en nuestras tradiciones regionales, pero también presentes en la historia universal. Su enunciación es la misma: indirecta, elusiva, fragmentaria, una trama que se teje con los hilvanes que pone el lector. Sus historias van y vienen en espacios y tiempos –físicos y simbólicos– , lugares y horas, tan próximos como distantes.
Un irresuelto conflicto en un obraje entretejido de creencias santiagueñas como San Esteban, El Carvallito, San Gil; el conjuro del azar para la salvación; el amor, siempre la melancolía del amor; un suicidio precipitado entre oficios de fecha patria; el trabajo de la memoria; las exequias de la historia.
Lo innovador se manifiesta –una vez más– en el uso del lenguaje, que conjuga giros de oralidad con cultismos y evocaciones literarias, en procedimientos de enunciación a través de voces anónimas como Coros y Madrigales, en el fraseo desmelenado, en saltos en los puntos de vistas, en la expresa omisión de datos y acciones que son esenciales a la construcción de la trama, para convocar al lector a una pesquisa interminable.
Alguna vez he escrito a propósito de El lugar y la hora que era un acto de justicia la publicación de aquellos inéditos. Que era un acto de amor, leerlos. Y que era un acto de fe escuchar sus templadas sonoridades. Hoy cierro estas páginas con palabras de Walter Benjamin que acaso le quepan mejor que a nadie: “el narrador es el hombre que permite que las suaves llamas de su narración consuman por completo la llama de su vida”.Una vida Para el fuego.
Vive en la provincia de Santiago del Estero. Es doctor en Filosofía por La Universidad Nacional de Córdoba. Docente e investigador en la UNSE y en la UNT. Autor de libros de ficción, entre los que se encuentran Faustino (novela, 2011), La memoria del viento (cuentos, 2012), 1958, estación Gombrowicz (novela, 2015), Ciudad sin Sombras (Novela, 2018); y del ensayo El telar de la Trama. Orestes Di Lullo, narrativa e identidad (2015). Es autor del blog El cuaderno de Asterión, en línea desde el año 2009, donde publica artículos literarios y de actualidad política