Por Maximiliano Cárdenas |
“Cualquier cacatúa sueña con la pinta de Carlos Gardel”. ¿Cuál era ese tango? Leyendo publicaciones locales sobre literatura, puede que no resistamos el impulso de apuntar unos dardos por el estilo a esos articulistas más o menos coterráneos, más o menos de nuestra edad. No es una apología de la violencia, ni de la cacería de aves de curioso pico. Es que las premisas increíblemente convencidas de las que esos artículos parten pueden ser tan recalcitrantes, tan desentendidas del contexto y por ende del alcance de las cosas que sostienen, que proponerse discutirlas se parece al tedio de tener que explicar el valor de la investigación pública, o que las reservas de los bancos no están en sus bóvedas, o que no se debe comerciar con niños ni con los órganos de la gente. Lo natural sería despacharlos sin más, con la economía de un verso, de un solo trazo. En cambio, toda respuesta que no sea la carcajada o la burla demanda un esfuerzo singular: el desafío de intentar reflejar, con la poca o mucha elocuencia a nuestro alcance (y de seguro abusando del espacio), la real medida de la desorientación de esos articulistas, de su desfase respecto de cosas que hace ya tantas décadas se dan por sentadas aquí, allá y en todas partes salvo en esas publicaciones tucumanas, o sea en el ancho mundo que se abre por fuera de esas publicaciones de circulación local. Una tarea nada menor, que compromete virtudes como la paciencia, la compostura o la tolerancia, sin las cuales podemos terminar matando cacatúas a garrotazos. Y ni hablar de la amenaza (el riesgo morboso siempre latente) de responder nosotros mismos desde una voz similarmente profesoral, perdonavidas, pagada de sí, no menos insufrible a fin de cuentas. La eficacia enloquecedora de esos artículos publicados en Tucumán radica en su desconocimiento de pactos de lectura muy básicos, de consensos demasiado sólidos y extendidos. Una arrogancia en principio infantil, pero que no por eso deja de ser desmesurada y prepotente: la pretensión de que en el lugar donde nacimos se pueda decir prácticamente cualquier cosa sobre literatura, sin que casi nadie lo registre o se oponga.
Tal vez sea un signo de los tiempos: la necesidad (por no decir la extrema urgencia) de insistir sobre determinados acuerdos, no importa lo elementales que sean. Menos con afán pedagógico que para vencer el estupor, como un mecanismo de defensa, como una suerte de “no pasarán” dirigido a quienes, ya sea por pura indigencia lectora o porque conviene a sus fines, en un mismo trámite se saltean los datos de la realidad y dinamitan los términos de la conversación con esa prepotencia, obligando a un volver compulsivo a fojas cero, a remontarnos a cuestiones que creíamos consabidas. Se trataría de refrescar ciertos conocimientos que a esta altura pueden y tal vez deban sonar trillados, pero que en su momento nos permitieron delinear un mapa de lecturas que todavía nos representa. Un mapa crítico y de autores que no podemos permitir que se haga de cuenta que no existen o que nunca existieron, agradecidos como estamos de que contribuyeran a ponernos a salvo de todo ese calvario de mandatos que, afinando el foco y sin ir más lejos, todavía hoy esas voces tucumanas no sólo trafican como requisitos de la escritura literaria, sino que se enorgullecen de presentar como las premisas que rigen su propio hacer, como pilares de un ars poética, si es que cabe la expresión, cosa que debería quedar demostrada con sólo citar textualmente a un par de esos articulistas de la provincia.
Larga vida a los bartlebys
Una de esas publicaciones locales leída por estos meses intenta responder, en unos cuantos párrafos, la pregunta acerca de qué es “Ser (o no ser) escritor” (este es el título de la pieza). Aunque breve, el articulista tucumano en cuestión se hace tiempo para dejar dicho que en sus comienzos participó de un taller literario, y que en la actualidad coordina uno de esos espacios. Más adelante ganó un concurso (consigna el nombre de la institución que lo premió), reconocimiento que asimismo canalizó en la publicación de un primer libro. Es desde ese lugar que el articulista despliega su argumento, basado en definir a la escritura como “un oficio” entre tantos: un oficio “creativo” al fin, que como tal se adquiriría con aplicación, con sólo asumirlo “seriamente”. Una propuesta de raíz plural, abarcadora, sin escalas ni rangos (al menos en apariencia). Según este articulista local, todo argentino con estudios secundarios completos (siempre “que haya leído con pasión” desde chico) es directamente “un escritor en potencia”, y esto “por haber tenido al menos doce años de educación sobre la forma, el uso y la manipulación de la lengua, desde la formulación de una sentencia simple hasta la estructuración de oraciones con cláusulas subordinadas”.
Dejemos para otro desarrollo esta reducción escolar de la escritura a una aptitud gramatical (la idea de la literatura como función informativa del lenguaje, que explicaría tantos cuentos y novelas monocordes), para centrarnos en los aspectos del “oficio” y el tesón de los que nos habla el articulista de Tucumán. De acuerdo a sus ideas, “ser escritor” podría resumirse en dedicarle “a la práctica”, todos los días, “tiempo de calidad”. Un camino de superación productiva (pico y pala), que asimismo traería aparejada la amenaza de “una vida muy austera” (ajo y agua), una dramática cuota de sacrificios, renuncias “a comodidades y seguridades materiales, a cierto confort, quizá a amistades y amores, por una ocupación que probablemente nos traiga más frustraciones que alegrías” (son todos textuales del articulista).
Estamos, desde ya, en el archi visitado terreno de “la disciplina” y en última instancia de “la profesionalización del escritor”, de la literatura como otra “ocupación” del capitalismo. Tópicos demasiado recorridos, tanto que uno se ve tentado a creer que hay pocas chances de que en el cerebro del lector criado en Sudamérica no resuene, aunque sea quedamente, la muy famosa lección de Onetti a Vargas Llosa. La anécdota es tan conocida que no tiene sentido volver a redactarla, ya que antes otros lo han hecho muy bien. El español Sabas Martín Fuentes la cuenta así:
Ante una botella de whisky en un bar de San Francisco, el autor de El infierno tan temido se “espantó” cuando, al confrontar sus métodos de trabajo, Vargas Llosa le explicó que él escribía de forma metódica y disciplinada, casi como un oficinista. Onetti, por su parte, lo hacía sólo cuando sentía necesidad, en cualquier parte, sobre cualquier trozo de papel, y a veces pasaba largas temporadas en blanco. Entonces fue cuando Onetti le dijo: “Lo que pasa es que tú tienes relaciones conyugales con la literatura, y yo tengo unas relaciones adúlteras”.
Y agrega sobre el uruguayo:
De esa manera, afrontando la escritura con la pasión, el riesgo y la incertidumbre de quien se entrega a una amante, no con las obligaciones y servidumbres rutinarias que se deben a una esposa, ha surgido uno de los mundos narrativos más excepcionales de nuestro tiempo.
En YouTube se puede ver a Onetti referirle esta historia candorosamente célebre a Joaquín Soler Serrano en 1976, en uno de esos reportajes en blanco y negro de la TVE. Pero su antigüedad no implica que se trate de diferencias zanjadas: cuarenta y siete años más tarde, es posible que siga siendo practicable dividir a los escritores entre quienes toman a la literatura “como a una amante” y los “oficinistas”, al decir de Onetti, los que marcan tarjeta, así como la gente sigue siendo dueña de elegir sus propias formas de flagelarse (la gente, por lo pronto, es dueña del relato de sus flagelaciones). Todo lo que esta vieja anécdota quiere indicar es hasta qué punto la falta de información (cuando no de sentido común, combinada quizá con cierta confianza excesiva en los propios avales) puede producir afirmaciones temerarias, gratuidades fatalmente fuera de escala. Como en este caso grave, en el que la inferencia lógica nos llevaría a la insensatez de negarle la condición de escritor no sólo a Juan Carlos Onetti, sino a tantos autores queridos y admirados. “Un montón”, como dicen los chicos de ahora, y todo bajo la acusación inquisitiva de no haber invertido el debido “tiempo de calidad todos los días”, es decir por no haberse rebajado (esa infinidad de mujeres y hombres) a equiparar una pasión sensible y genuina a una rémora del servicio militar, o a una auditoría de área de personal de call center, o a esos sensores que los propietarios de taxis ponen bajo los asientos para que los choferes no los timen con los viajes.
Porque en caso de dar crédito a esta grosería, por poner otra obviedad, ¿en qué rincón tiraríamos a todos los que una vez dijeron “preferiría no hacerlo”, tantas y tantos que se plantaron ahí? Hay toda una literatura sobre ellos: los llamados “bartlebys”, por el cuento de Melville, la galería inabarcable de excéntricos a la que Vila-Matas se asomó en ese libro estimulante del año 2000. Toda gente que si en algo falló fue en “aplicarse con constancia a su ejercicio” (el de la escritura), así como “a la búsqueda permanente de mejorar lo que se escribe”. Hasta donde se ve, según el articulista de Tucumán serían motivos para quitarles, con el filo de un machete zafrero, los galones del “ser escritor”. No desperdiciemos la ocasión de llenarnos la boca y gritar: “¡Fuera Rimbaud, fuera (complete el lector con sus propios bartlebys)!”, como quien arranca nombres de ministerios garabateados en post-its. Y dado que hasta esos alienígenas quedarían al margen, mejor ni preguntar qué sería de tantos otros marginales de verdad, los quemados, olvidados, autores de uno o dos libros o que murieron sin obra, y que sin embargo, como en el poema de Borges, “dejaron un verso, o una hazaña”. Por lo pronto, nadie podrá disuadirnos de que nos aseguraron más literatura que la que nunca encontraríamos en varias obras completas. Todos podemos habernos cruzado con seres así, que hayan sido determinantes en nuestra nimia pero personal comprensión de las cosas, de manera que sólo podamos recibir como una afrenta la imposición de que no hayan sido, o no sigan siendo, escritores. Malas noticias para ellos y nosotros, porque para el articulista tucumano no entrarían en la moratoria.
Un blanqueo de capitales
Pero este metejón de la escritura como una suma de martirios y su magra compensación material guarda una clave: la completa falta de referencias a toda dimensión simbólica, como plano en el que se juegan las formas del reconocimiento social a los escritores. No hay que mirar bajo el agua, es algo que se manifiesta por no ser nombrado. Un marco teórico esencial, pero que en la ecuación del articulista tucumano brilla significativamente por su ausencia.
Sostiene el articulista de Tucumán:
(…) la escritura es un oficio creativo, en el que se busca un objetivo que no es del orden de lo material (quizás sea estético, o moral, o, lo más probable, algo cuya naturaleza el propio autor desconoce por completo).
En efecto, si hay algo que esta sentencia “desconoce por completo” es la vieja definición de “capital simbólico”, del francés Pierre Bourdieu. Un concepto lo bastante común a las facultades de Humanidades como para que su ignorancia entre lectores y gente vinculada a los libros resulte casi un milagro.
Probablemente sea el tipo de conocimiento que los talleres de escritura no se caracterizan por impartir a sus abonados (una justa manera de apreciar el saber que difunden nuestras universidades nacionales). Pero convengamos que no hace falta tener un título en Sociología, Comunicación o Letras, ni siquiera ser o haber sido alumno regular: bastaría con una amistad, una pareja, alguien a mano que nos desengañara de tanta inocencia, que nos rescatara de empantanarnos en un berenjenal silvestre de filosofía del arte como este en el que incurre el articulista tucumano, al punto de adjudicarle a su “oficio” (o sea de reclamar para sí, para su propia práctica de “todos los días”) nada menos que un “objetivo” de posible orden “moral”. Tan enorme como suena. En verdad, bastaría con que el articulista se hubiese ocupado (“con dedicación”, “seriamente”) de averiguar qué cosa escribió el tal Pierre Bourdieu al que tantos hacen mención al tratar estos temas, porque lo increíble sería no haber siquiera leído o escuchado ese nombre. O ese concepto, el de capital simbólico, una perspectiva accesible a cualquiera, que ayuda a mirar más allá del “confort” y las “seguridades materiales” por cuya carencia se compadece el articulista de Tucumán, para admitir en cambio, como individuos pensantes insertos en una cultura, que esta otra clase de capital (y Bourdieu lo ejemplifica en “el prestigio del escritor”) promete a quienes lo persiguen, así como asegura a los que lo detentan, una garantía de otro orden. Un “poder” de un grado realmente constitutivo, que supera con mucho la ramplonería de la “billetera apretada” que obsesiona al articulista tucumano, y que en la teoría de Bourdieu involucra “la importancia social y las razones para vivir”.
Remacha este desconocimiento el articulista, cuando afirma:
Un cuento, una novela, un poema no sirven para nada práctico, productivo o rentable.
O cuando abunda:
No escribimos por encargo, para cumplir unas especificaciones definidas a cambio de una compensación monetaria, como es el caso en un oficio práctico, como el de un herrero.
De acuerdo: si la compensación no es monetaria (casi nunca), ¿no es ya del orden de lo intuitivo, como si dijéramos “la salida cantada”, abrirse a la posibilidad de que más bien se dirima en otro plano?
Dentro de la idea de capital simbólico de Bourdieu caen “todas las formas de ser percibido que conforma el ser social conocido, visible, famoso, admirado, citado, invitado, querido, etc.”. Todo eso que constituye decisivamente la figura social del escritor, como de la mano de esta teoría lo sabe un lector de literatura para nada sofisticado, tirando al promedio (de nuevo, no es un esnobismo sino todo lo contrario: un conocimiento de lectores principiantes, una bolilla común a los inicios de varias carreras universitarias. Invocarlo avergüenza más de lo que envanece). Bourdieu lo desarrolló en Meditaciones pascalianas, un libro que sigue ayudando a pensar:
Toda especie de capital (económico, cultural, social) tiende a funcionar como capital simbólico cuando obtiene un reconocimiento explícito o práctico, el de un habitus estructurado según las mismas estructuras que el espacio en el que se ha engendrado.
Un premio, la publicación de un libro, haber asistido a determinado taller literario, consecuentemente coordinar talleres hoy, son manifestaciones de ese “reconocimiento explícito o práctico” conferido por un “habitus”. Término este último que puede adquirir la forma de un circuito editorial, o de medios, o una institución organizadora de certámenes (con sus entrevistas, su firma en los suplementos, sus presentaciones públicas y el resto de sus rituales), entre muchos otros sistemas de legitimación. Pero hasta el articulista tucumano lo deja traslucir sin duda alguna, cuando desliza que fueron esos hitos (el aliento de sus colegas talleristas y coordinadores, el premio que lo distinguió, el consiguiente libro impreso) los que en su propia experiencia funcionaron como la “confirmación” de que todo el sacrificio antes descrito había rendido frutos. ¿No es entonces evidente que estos reconocimientos legitiman, que retribuyen en una dimensión de otra clase? No sólo es evidente, es constatable en el propio discurso del articulista, que por algo no pierde la oportunidad de ponerlos sobre la mesa, más allá de no alcanzar a contarlos entre sus haberes. Más allá de no considerarlos (ni saber nombrarlos) en su calidad de capital simbólico.
Traer a cuento esos reconocimientos personales no tiene nada de malo, incluso es lo esperable en épocas de autobombo y desesperación por figurar. Lo que no puede ser bueno es hacer trampa jugando al solitario, soslayando la medida en que esos recursos simbólicos nos constituyen hasta legitimar un lugar de enunciación. Hasta determinar nuestra ubicación en un campo, en este caso el campo literario, y no importa lo pequeño que este sea.
Un rudimento como el de Bourdieu permite desactivar lecturas autocompasivas e ingenuas. Así, el lector que conoce someramente esta teoría puede advertir que el encuadre del articulista tucumano tiene un subtexto: cualquier argentino con educación secundaria podrá ser un escritor, pero soy yo quien ganó ese premio y a quien publicaron, soy yo el que accedió a formarse con tal maestra o maestro, y lo pagué en metálico y en “horas de calidad” aplicadas a la reproducción del oficio adquirido. ¿Quién si no yo está autorizado, legitimado para ensayar sobre estos temas, para decidir, finalmente, quiénes calificamos y quiénes no?
Para más lucidez, Bourdieu:
Contar con el conocimiento y el reconocimiento significa también tener el poder de reconocer, consagrar, decir con éxito lo que merece ser conocido y reconocido, y, más generalmente, decir lo que es, o mejor aún, en qué consiste lo que es, qué hay que pensar de lo que es, mediante un decir (o un predecir) preformativo capaz de hacer que lo dicho sea conforme al decir.
Puesto en otras palabras: el tipo de capital simbólico que el articulista se empeña en no considerar es justo el que lo habilita a ensayar qué cosa es “ser (o no ser) escritor”.
Esta herramienta de la sociología nos deja en condiciones de aceptar que el camino no es tan cruel ni de espinas (ni “desposeído”) como a veces se nos vende, matizando esas obligaciones y renuncias franciscanas de una disciplina que, como vimos, llegaría a niveles de ascesis del tipo de condenar al escritor poco menos que al celibato. En las antípodas de esa simpleza, el capital simbólico conferido por un habitus social supone una potencia capaz de sacarnos “de la insignificancia, en cuanto carencia de importancia y sentido”. Capaz nada menos que de evitarle al sujeto (articulista, escritor) “la angustia de la existencia sin justificación” (Bourdieu).
Porque a la inversa, siempre siguiendo al sociólogo francés:
No hay peor desposesión ni peor privación, tal vez, que la de los vencidos en la lucha simbólica por el reconocimiento, por el acceso a un ser social socialmente reconocido, es decir, en una palabra, a la humanidad.
Tal es la magnitud del efecto que Bourdieu le asigna al reconocimiento social, traducido en capital simbólico. Precisamente el efecto “constitutivo” que el articulista tucumano persiste en negarle a la figura del escritor. No hay que olvidar que su argumento nace de postular a la escritura como un oficio entre tantos. Desde esa convicción, el articulista local planta su disidencia:
Prefiero pensar que los oficios integran el conjunto de los múltiples atributos que poseemos pero que no nos constituye. Alguien es escritor, pero también sociólogo, buen cocinero, bailarín, petiso, depresivo, y un sinfín de otros pequeños rótulos, que individualmente significan muy poco.
Lo que acabamos de leer es al articulista de Tucumán lanzado en combate contra el sentido común, contra la evidencia, contra su propio esquema de validaciones. Y, por supuesto, contra la teoría de Bourdieu, en franca oposición al franco, francamente opuesto al franchute… Perdón por las cacofonías en un texto que hasta acá venía sonando más o menos decentemente, pero es como si la matrix se descalibrara frente a semejante prueba de coraje, frente a esta autosuficiencia de refutar, desde nuestro confín del planeta, las bases mismas del estructuralismo constructivista. ¿En serio hay que discutir que “ser escritor” sí constituye al sujeto, que es mucho más que un rótulo insignificante? ¿Que socialmente reditúa más que ser el herrero o el petiso depresivo del barrio, o que cocinar rico para los amigos y la familia?
Estas parecen muestras difíciles de superar de la falta radical de contexto de la que hablamos al comienzo, de esa eficacia desquiciante de algunas publicaciones tucumanas sobre literatura. Difícil superarlas, pero no imposible, como veremos a continuación si el lector sigue ahí, si es que todavía no se duerme.
El extraordinario caso de la novelista rosa y el candidato al Nobel sin valor literario
Suplemento dominical de La Gaceta. Bajo la firma de un segundo articulista, el medio más caracterizado de la provincia incluye la reseña de un libro de César Aira, para sembrar sus interrogantes acerca de si el autor argentino no estará estafando al público, o “cuántos lectores tiene”, “a cuántos de verdad les gusta su obra”. “¿César Aira nos toma el pelo?”, provoca el reseñista ya desde el título (también deja la impresión muy vívida de estar leyendo a Aira por primera vez). Provocar es poco: el reseñista tucumano acomete la proeza de preguntarse (textual) si verdaderamente Aira “tendrá algún valor literario”. Para justificar sus reparos acude a una vieja certeza sacrosanta: un “principio elemental de la narrativa” que pone el acento en “la estructura, el orden, la proporción y la continuidad entre las partes”. Esa es la concepción de literatura que, en la crítica del reseñista tucumano, imperdonablemente Aira habría vulnerado con su obra: la narrativa como “bellas letras”, que sofoca al arte literario y lo encorseta en los atavíos que supo vestir hasta el siglo XIX. Frente a la actual pasteurización de las vanguardias históricas (su lenta pero segura estratificación en nichos de mercado), desempolvar esas viejas ideas define de por sí un programa, en el sentido de que señala un andarivel que contiene todo lo que puede esperarse de quienes las dan por verdades indiscutidas: un horizonte de supuesta prolijidad y las formas narrativas de siempre, sólo que cada vez más degradadas, empobrecidas, para más pintarrajeadas con el corcho quemado del color local.
Pero en esto lo peor está siempre por venir. Estas objeciones a César Aira tienen lugar en las páginas en las que, en otra reseña (domingos antes o después, no importa: lo que importa es que pase en 2023), el mismo articulista de La Gaceta enciende alarmas sobre un presunto complot, se desprende que de carácter global: una especie de conjura de los necios por la cual Isabel Allende (la misma de ayer, la de toda la vida) estaría siendo “víctima de un incomprensible estigma”, víctima de la “fría indiferencia de la crítica literaria seria, intelectual, llena de prejuicios” para con “la obra” de la chilena.
Subrayemos, por si fuera difícil de dimensionar: poner en duda la literatura de César Aira mientras se reivindica a Isabel Allende.
Cuesta imaginar que hoy queden capitales de población considerable en las que su principal medio escrito dé espacio a miradas así. En el caso de nuestro país, equivale a despreciar al menos medio siglo de producción y debates alrededor de la literatura artística (digamos de la Revista Literal en adelante, por poner una referencia poco inocente). En concreto, esta lectura conlleva tirar a la basura cierta deriva posterior a Borges; una línea de nuestra literatura que, para mayor asombro, en este mismo momento, léase en la más candente actualidad, vive lo más parecido a una apoteosis universal que el bestsellerismo y la dudosa quality fiction argentinos hayan soñado en sus peores pesadillas. Lo que se dice una consagración más allá de océanos y continentes, pero que además, como no debería escapar a nadie, lo hace de la mano ¡del mismísimo César Aira! Por esto, entre varias otras cosas, la posición del reseñista de La Gaceta se presenta tan carente de sustento que efectivamente logra movernos el piso. Tanto que por un momento puede que lleguemos a preguntarnos si no estaremos cayendo en una trampa genial, una clase de puesta en escena o performance literaria tan original que su propósito, en una primera impresión, nos hubiera sido esquivo, y que en verdad estuviera orientada a espantar al lector culto o informado, a hacerlo “engranar”. Movida de la que, por fuerza, participaría también el suplemento literario de La Gaceta…
De más está decir que no hay nada de eso, nada fuera del más apolillado conservadurismo estético. Naturalmente, todo esto es tan estrambótico y a la vez cavernario que en verdad cuesta dar la talla, pero por algún lado hay que empezar.
El reseñista podría aborrecer a Aira, vaya a saber por qué motivos más o menos fundados, pero estaría en las suyas. Lo que nadie debería sentirse en condiciones de omitir, apelando al principio de realidad, es que cada mes de octubre, incluido el que acaba de pasar, en Estocolmo, desde hace ya unos buenos años, César Aira suena de forma persistente como posible ganador del Premio Nobel de Literatura, siempre arriba en esos guarismos suecos (no hace mucho le dieron el Formentor). Si estos son datos palmarios, verificables, información que replican los noticieros y portales de La Quiaca a Base Marambio, ¿cómo una publicación que se dice sobre libros podría cuestionar el “valor literario” de Aira? Alguien puede entender que se discuta la justicia del premio a Svetlana Alexievich, la gran cronista, o a Bob Dylan, que compuso canciones inmortales, por nombrar dos nobeles recientes que han despertado controversias. Ahora bien, ¿negarle entidad literaria a un hombre que cada año es candidato a la mayor distinción de la literatura universal, un señor que únicamente escribió novelas, cuentos y ensayos sobre literatura y arte? ¿Cómo puede ser todo esto posible?
El reseñista de La Gaceta se atreve a relativizar, manu militari, la capacidad de Aira “de conmover o al menos divertir” a sus lectores, de los que, como se mencionó, da a entender que a lo mejor no sean tantos, ni tan sinceros en sus preferencias (¿cuántos lectores tiene?, ¿a cuántos de ellos Aira les gusta de verdad?). Pero es otro dato más que extendido que, para sus aficionados por momentos melosamente fanáticos, la obra de Aira es antes que nada sinónimo de diversión y comicidad. Y lo es contra las expectativas del propio autor, o al menos de esto se lamenta Aira, que cada vez que puede abomina de no lograr desprenderse de esa condición, y que ha llegado a parafrasear, con resignada ironía, esa reacción unívoca de sus lectores en el título de una de sus nouvelles: Cómo me reí. El conjunto de su obra ha sido descrito por Ricardo Strafacce como un “museo de la felicidad”. Claro que al reseñista tucumano nada de esto le mueve un pelo, y cuando decimos nada, es nada. Así, el reseñista de La Gaceta se permite maliciar que quizá lo que el futuro le reserve a Aira, como un puñal bajo el poncho, no sea otra cosa que “el tristísimo destino de autopsia que depara a los experimentos la voracidad de doctorandos, profesores y críticos”, en un intento risueño por confinar a una supuesta Siberia de los estudios superiores a un autor traducido a más de veinte idiomas, leído en todas partes. Y todo esto, recapitulemos, en los márgenes de una reseña que parte de la pregunta sobre si César Aira “nos estará tomando el pelo”. Frente a esta sagacidad, ¿qué importancia tiene que Graciela Speranza (y con ella una parte de la crítica y los lectores) se haya preguntado lo mismo (“Aira: ¿genio o farsante?”) hace más de veinte años?
¿Y qué queda para ese desagravio de la trasandina Allende? Parece un complemento perfecto de lo anterior, los lados A y B de un mismo long play de sandeces. Lo prueba cualquier visita furtiva a las librerías de shopping, o bien al supermercado, donde las novedades de la chilena no suelen estar lejos de las góndolas del desinfectante y los guantes de látex, a los que se recomienda agregar gafas, sombrero y solapas levantadas, para leer dos páginas y asegurarse de que los libros recientes de la longseller no se han movido un centímetro de esa vocación por el dolor rentable que le conocimos hace tanto, sino que parece haber abrazado con mayor afectación esos yeites, siempre con esa prosa de revista del corazón, de buzón sentimental…
Tengamos presente que la reseña de La Gaceta carga contra “la crítica”, así generalizada, por su destrato o discriminación para con la superventas. Pero al combinar los significantes “crítica literaria” e “Isabel Allende”, lo que surge es la imposibilidad rotunda de que alguna facultad de Letras de mínimo prestigio vaya a considerar jamás ese nombre en un programa de Literatura Latinoamericana. ¿Eso quiere decir que el reseñista de La Gaceta amonesta por su “fría indiferencia” para con la celebridad chilena al sistema universitario in toto, esto es a las facultades y departamentos de Literatura del orbe? Uno piensa también en la vulgata que, supone, viene a la memoria de cualquier lector curioso ante la mera mención de Isabel A. Piensa (¿cómo podría no pensar?) en lo que opinaron Harold Bloom (“una muy mala escritora que sólo refleja un período determinado de la novelística rosa. Después, todos se olvidarán de ella”), o Roberto Bolaño (“una mala escritora simple y llanamente, y llamarla escritora es darle cancha. Ni siquiera creo que Isabel Allende sea escritora, es una escribidora”). Piensa, probablemente, en esa respuesta también de Bolaño, de una insidia que a nuestra corrección política sólo le es dado añorar. Ante la pregunta sobre si su aversión para con los libros de su compatriota cedería en caso de que compartieran unas copas, respondía el autor de Nocturno de Chile: “No lo creo. Primero, porque esas señoras evitan beber con alguien como yo. Segundo, porque ya no bebo. Tercero, porque ni en mis peores borracheras he perdido cierta lucidez mínima, un sentido de la prosodia y el ritmo, cierto rechazo ante el plagio, la mediocridad o el silencio”.
No importa que de estos dichos un poco chismosos hayan pasado más de dos décadas, porque se trata de un problema atemporal: desacreditar la obra del candidato al Nobel César Aira requiere una indolencia anti literaria comparable a la que supone darle valor a Isabel Allende.
El susto, la astucia y la gracia
Una de las maravillas de escribir, una felicidad que a veces depara esta práctica, consiste en ver que de pronto todo se relaciona y se imbrica. No importa que sea apenas una impresión, ni que dure sólo un instante: alcanza para que entendamos que sería una pena no anotarlo, que no nos perdonaríamos por no hacerlo. La literatura se nos presenta como una máquina cíclica que se ríe de toda tentativa por definirla, así como se ríe de nuestras más airadas quejas, de su presunta originalidad, incluso en un medio tan exiguo como puede ser la provincia. Esa máquina poderosa se las arregla para conseguir que elementos a primera vista distantes confluyan hasta hacer sentido, para que cosas con las que nos vamos topando, junto con otras que vienen de muy lejos, caigan en tiempo real dentro del texto. La literatura también puede ser esta urgencia por dar testimonio de esas confluencias, al influjo de las frases que una sonoridad misteriosa pronuncia sin intervención plena de nuestra voluntad, a su propio arbitrio, mientras la imaginación las borronea en el aire[1]. La urgencia de poner estas sensaciones por escrito se parece al enamoramiento y nos ofrece la ilusión de justificarnos.
El tango del comienzo es “Corrientes y Esmeralda”, compuesto por Celedonio Flores en 1932. A cuatro cuadras de esa esquina porteña, sobre Uruguay, está la esquina en la que Buby Perrone habrá soñado con la pinta de Carlos Gardel, inmortalizado por el fotógrafo de Revista Gente en una nota a varias páginas que sus desmitificadores, los mismos que miden todo en figuración y ventas, podrían calificar de “envidiable”.
Del mismo 1932 es otro artículo local que llamó la atención de Eduardo Rosenzvaig en sus indagaciones, firmado ese año por el también tucumano Max Márquez Alurralde, en un libro homenaje por el cincuentenario de la Sociedad Sarmiento. El artículo alude a un viejo “semanario de literatura, ciencias, artes e intereses generales” aparecido tiempo antes en la provincia, en 1887, en un pasado que ya al autor se le hacía lejano. Una antigua publicación cuyo nombre, “Tucumán literario”, se repite en el título ampuloso de estas parrafadas que con la evocación de Márquez Alurralde llegan ahora a su fin.
Más mesurada, más reflexiva -la generación de hace medio siglo- trabajaba con paciencia en la discusión y en la polémica; escribían con más pasión que los de hoy, pensaban con más exactitud. Eran más sinceros y por ende más crédulos. Se peleaba con las ideas de frente. Hoy, en la lucha de ideas como en la guerra, todo lo hacemos a escondidas. Caemos siempre de sorpresa y frecuentemente para pensar necesitamos asustarnos.
El susto, la astucia y la gracia hacen hoy el estilo de fondo, si se me permite la expresión, de nuestra literatura.
[1] Más racional, menos romántico, quizá todo lo que haya detrás sea ese “decir preformativo” del que habló Bourdieu, “capaz de hacer que lo dicho sea conforme al decir”.
Nació en San Miguel de Tucumán. Trabaja como editor, redactor y periodista. Su novela «Fotos del carnaval» fue distinguida con un premio Tejeda en 2014 y publicada al año siguiente por la Editorial Municipal de la ciudad de Córdoba. Fue guionista y director del documental «Magallanes, recién tibia. Una muestra de Daniel Rivadeo», sobre el artista plástico fallecido el 2015.
filoso como diente y lobo el comoae… le da con hacha al «ser tucumano» como si él no fuera.
El articulista es imbécil.. coincidimos… pero el excesivo uso del término «articulista tucumano» tiene un rastro de melancólico punkismo x su su atoexilio del «der tucumano».
Convengamos: la imbecilidad trasciende el terruño .la imbecilidad es umiversal.