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ISSN 2684-0626

 

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Un bello cuerpo sin huesos y sin dueño

Sobre la poesía de Javier Foguet

Por Gabriel Gómez Saavedra |

El poema entra en un problema cuando pone el ojo en el paisaje y decide aprisionarlo. Porque de esa asfixia exprime el goce con que se dispondrán los versos para el lector, pero al lector llegará una visión mustia, malherida por el egoísmo del poeta que ha decidido, de antemano, cómo aquel debe mirar.

Nadie soporta por mucho tiempo un pájaro muerto entre las manos, y Javier Foguet lo sabe. Foguet es poeta del tránsito: la vida que pinta se revela ante el amor de su objeto poético y traza itinerarios con una voz soplada pero bien oscura, no por dramática, no por pesadez expresiva, sino porque ese objeto es tan inapresable que debe mantenerse suelto, para que el yo lírico no se lo robe deformándolo a su imagen y semejanza. La poesía de Foguet nos engaña, nos da a creer que celebra los destinos que la reciben, pero en realidad es una oración que se reza adentro del remolino de un río; del que se sale cuando el nadador reprime el terror y se cierra en sí mismo para descender en paz, hasta que el remolino lo suelta. Está hecha de esa violencia pasiva:

Los que me dieron sus ojos, regresen.

Esta tierra es extraña para ustedes.

Otra memoria me guiará,

sin nunca haber estado allí,

a la piedra que se halla

entre el peral y el cráter.

Cuando la alcance cambiará;

poco después será irreconocible.

Esta operación cuaja un efecto muy particular, con cada poema no nos abre al paisaje, sino que cierra las puertas que lo atestiguan. Como si el yo lírico, en vez de un caminante de la experiencia, buscara ser un fantasma que podría caer en cualquier destino inesperado para, por ejemplo, ponerse a conversar con los árboles autóctonos, que son el único refugio que puede cuidarnos de la intemperie:

(…) quizá, no superemos

la línea de bosques

(no somos los de unos años atrás)

y durmamos entre los árboles.  

Si bien se desgranan itinerarios, estos no intentan quedarse suspendidos en el lector; se diluyen, una y otra vez, con la lectura y, en esa evanescencia, lo que leemos son los intersticios del paisaje; las grietas por donde pasa el aire que le permite respirar:

durante días una isla o una borrosa selva de agua

y aunque ni siquiera la veas pura

sino color lavaza aun antes del contacto con el mundo:

algo espera al fondo de las verjas de la lluvia

algo espera y te mira y desaparece.

Quizá todo lo mencionado arriba pueda prefigurar que, en Foguet, se impone la poética de la idea, del metapaisaje. Sin embargo, reside en su obra un materialismo consistente: las cosas se nombran, pero para tocar su desplazamiento, su viento de cola con figuras que se dilatan y contraen en una mutación que, a veces, cae adentro del lirismo y, otras, muere afuera.

Otra idea que podría traer esta lectura es la del tránsito solitario del yo poético. Pero, nuevamente, la poesía de Foguet contradice. Está poblada de otredades, identificadas en el uso de la segunda o la tercera persona, que vuelve aún más poderoso el corrimiento de lo cantado:

como la montaña o el rastro

brillante del río: no fuimos

a tomar distancia de los hombres,

buscar una pureza que niegue nada.

Registros que, la mayoría de las veces, son usados para ajenizar y alejar el poema; para dejar al lector sin manija con qué sostenerlo; un bello cuerpo sin huesos y sin dueño, pero sin crueldad, porque siempre estará el diamante de la contemplación que hace más valioso al que mira: “La importancia de tus ojos / está en la sombra (…) Pero he visto tus ojos. He visto tus ojos”.

Así como en estos versos de Li Taibo, donde está el postulado: “Fugitivo relámpago es la vida, / que apenas si da tiempo a sentir su pasar” e, inmediatamente, su contradicción: “Inmutable es la faz de la tierra y del cielo. / Mas cuán súbito es el cambio de nuestro rostro”[1], la poesía de Foguet no exalta el paisaje, porque no quiere fijarlo en un herbario; aunque pareciera partir de una intención romántica, aun en sus poemas más enumerativos, siempre está la tensión de lo volátil, para que no nos olvidemos del poder de mutación:

y no hay argumentos

místicos de inmovilidad

—de culpabilidad—

que sean más poderosos

que el extrañamiento con el paisaje.

La generación de poetas tucumanos en la que podemos incluir a Javier Foguet, en su mayoría, no se destacó por estar aunada en un proyecto colectivo. La integra, más bien, un puñado de lobos solitarios nacidos en la década de 1970, entre los que hallamos nombres como Denise León, Sylvina Bach o Candelaria Rojas Paz; con una obra, por lo general, tan decantada como breve —León es la más prolífica, con 7 libros de poesía editados— y sin puntos de contacto entre sí. Esto definió personalidades poéticas muy diferentes en cada uno de ellos. Definición que, en Foguet, toma la forma del vagabundo que anda el mundo para entregárnoslo como un terrón impalpable.


Imagen: S/t, de Francisco González.

Javier Foguet (San Miguel de Tucumán, 1977) Es licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de Tucumán. Publicó La tumba de los viajes (Ediciones del Copista, 2006) y El humor de la luz (Huesos de jibia, 2009). Algunos poemas suyos forman parte de la antología 53/70, Poesía argentina del siglo XX (ES, EMR y CCPE/AECID, 2015). Colabora en la revista Hablar de poesía. Posee un libro inédito: Montaña en el mar.


[1] Li Taibo o Li Po (701-762), fue un poeta chino de la dinastía Tang. Los versos que se citan son una versión de Marcela de Juan.

2 respuestas a “Un bello cuerpo sin huesos y sin dueño”

  1. Excelente, Gabriel. Javier es un gran poeta que merece un lugar destacado en las letras tucumanas y nacionales.

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