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ISSN 2684-0626

 

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«está comprobado que una comunidad que apoya su literatura tira menos papeles en el piso»

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UN CAFÉ A PESAR DEL CALOR

Por Aníbal Costilla |

Eran las once de la mañana del sábado veintiocho de septiembre del año en curso. Faltaba media hora aún para que saliera el colectivo. El chofer nos dice, a mi compañera y a mí, que podíamos subir, pero que ya no podríamos salir, porque el aire estaba prendido. A pesar de esa advertencia, preferimos esperar sentados arriba a aguantar el calor que amenazaba con calcinarnos con voracidad. El látigo de arena que el viento hacía chasquear en el aire también era una invitación a ascender los peldaños desgastados del micro. ¡Qué bonita primavera había comenzado! Subimos. Era cuestión de minutos partir rumbo a San Miguel de Tucumán.

La ciudad de Nueva Esperanza, en el departamento Pellegrini, Santiago del Estero, (es donde residimos), últimamente se expresa de manera violenta –climáticamente hablando–  ante los desmontes que realizan los empresarios en la región sin control ni conciencia desde hace unas décadas. Y es lógico que así sea.

Los parlantes exhalaban el ritmo chillón de una cumbia de los noventa, a medio volumen pero penetrante, obstinado, como una onda de electricidad intermitente. Aun así era preferible eso a estar parados en el calor inaguantable de afuera. Por suerte los minutos pasaron volando, aunque la música seguían su tam-tam como anunciando ceremonias o ritos inminentes. O quizás sólo fue una falsa percepción nuestra.

Hacía calor en San Miguel; bastante calor como para aventurarnos con demasiada prisa hacia las calles del centro. Tuvimos que ingresar a un bar, comer algo liviano, tomar un refresco, y esperar con impaciencia a que abrieran los negocios, para comprar algunas cosas, aprovechando el viaje –dicho sea de paso.

Hasta aquí todo bien con este cuento, pero…¿a qué habíamos viajado? Mi compañera (y que esto no se malinterprete) sólo fue a hacer compras, –shopping suelen decirle a esa práctica, mundi muliebris, como dice Baudelaire– y yo me dirigía al Café Literario y Cultural que organiza todos los meses Guillermo Siles, en el Centro Cultural “Virla”, encargado por la Facultad de Filosofía y Letras. El mismo convoca a afamados escritores de otras provincias, y a innumerables e importantes escritores de la provincia de Tucumán. 

Hacía varios sábados que había intentado asistir, pero andaba de fracaso en fracaso, hasta esta vez en que pude concretar el viaje. Por fin iría a presenciar un evento cultural que, por suerte, se puede llevar a cabo, tan necesario en estos tiempos difíciles que vive el país. Todas las tentativas se habían postergado por mis obligaciones laborales, nada felices, pero que proveen el sustento, es necesario decirlo, aun contra nuestro desagrado.

Seguía haciendo calor. Pero a pesar de eso el café del Virla era una invitación a aplacar la sed de palabras, voces en sordina, murmullos de una Voz inmensurable, pero presente, que nos contenía a todos con las ansias a flor de piel, como una presencia invisible que soplaba un vientito de buen ánimo, como el que nos daba la caña dulce saboreada al costado de las acequias, en las siestas frescas de la infancia en el campo.    

Saludos de bienvenida, abrazos, apretones de manos, sorpresas, noticias de último momento sucedieron repentinamente en el recinto cuando llegamos. El coordinador, con una gentileza sin parangón, digna de sobresaltar en cualquier oportunidad y lugar, me preguntó si podía leer mis poemas, ya que uno de los asistentes había decidido no concurrir debido a problemas de salud. Por suerte había llevado mis libros. Así que leí. Pero yo había ido a oír. Eso es lo que importaba, o importa anotar aquí.

La voz del coordinador, micrófono en mano, empezó a llamar a los poetas. Así fue como Daniel Ocaranza, Estela Porta, Inés Aráoz, Silvio Mattoni (invitado especial), y este servidor, pasaron al frente a leer sus poemas, felices y ufanos, como alumnos que han hecho la “tarea para la casa”. 

Es justo y necesario destacar el respeto del auditorio, el largo aplauso sincero luego de la lectura de cada escritor, el silencio acogedor que reinaba en el pequeño ámbito, devenido en café, pero literario, por la brillante iniciativa de los que pensaron este ciclo (en realidad, es lo que imagino que pasó, porque en la hora que duró la lectura no tuve tiempo de averiguar mucho sobre el asunto). El hecho es que me sumergí en el vaivén de placer de las palabras que encendían la noche mientras eran pronunciadas –como un humilde, pero sublime, acto mágico–, y me dejé llevar por el ritmo, las cadenciosas y amables voces que se arremolinaban y se filtraban por entre las mesas y las sillas en las que estábamos. Iban y volvían, subían y bajaban, salían al calor de la calle 25 de mayo, regresaban con otros pulmones, rebotaban en el techo y descendían, plácidamente, sobre las cabezas que miraban hacia el frente del pequeño escenario, como hacia una pantalla que transmitía paz, o placidez.

Después de compartir la belleza de la poesía, goce que por suerte no se agota (“…way out miracle/ will find thee”, Jim Morrison), ya estábamos afuera. Decidieron reunirse en un bar, cenar, brindar con cervezas, acortar la noche con la camaradería de la charla amena y rica en chistes, anécdotas, historias que quedan resonando en las cabezas mucho después de que han sido compartidas.

Debo decir que, antes de ir a la cena, mi mujer y yo, terminamos con las compras que habíamos dejado a medio hacer. Luego, cargados de bolsas blancas, entramos al bar. La cerveza y la pizza nos devolvieron el ánimo para, luego, emprender el viaje hasta Monteros, destino final de nuestra ruta. Ya en plena marcha, me acordé de un poema de Fabián Casas. En realidad, de un verso que dice: “Ahí va el último colectivo iluminado de la noche…”     

      Adentro íbamos nosotros, cansados pero plenos, deseosos de regresar otra vez a ese café, que, a pesar del calor, había aplacado una sed de amor.

Imagen: Foto gentileza de Zaida Kassab y Daniel Ocaranza.

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