Por Lucas Cosci |
Han nacido entre los años 35 y 49. Publican sus primeros libros antes y después de finalizar la dictadura. Es la primera generación que ha hecho del cuento un lenguaje propio. Aunque muchos escriben novelas, se mueven en aquel género como el agua en el pez. Algunos han visto sus nombres en las portadas de la legendaria Revista Puro Cuento. A diferencia de los escritores anteriores, escriben de y desde la ciudad. Cuentan su historia, sus mitos, sus sueños y sus frustraciones.
Estoy hablando de una generación de narradores de cuentos en estado de máxima pureza. Quizás una de las pocas formaciones generacionales casi exclusiva de narradores. Entre sus integrantes están Alberto Alba (1935-1992), Dante Cayetano Fiorentino (1938), Raúl Jorge Lima (1940), Carlos Manuel Fernández Loza (1940 -2005), Alberto Tasso (1943), Jorge Rosenberg (1948), Julio Carreras (1949), y otros.[1]
Premiados en concursos nacionales e internacionales, seleccionados en antologías, publicados en revistas, no constituyen en sí un movimiento; no se aglutinan en torno a una editora; no se reúnen en círculos. Son escritores solitarios que han desarrollado por su cuenta una obra de registro narrativo. No hay en ellos pertenencia a ningún colectivo. Es probable que ni siquiera se piensen a sí mismos como parte de una misma generación. Eso sí, son parroquianos de un mismo café, un café ya sepultado entre los escombros de la ciudad vieja y que muchos extrañamos: el mítico bar Los Cabezones de la calle independencia, verdadera institución artístico-literaria no formalizada de Santiago.
¿En qué medida es posible pensar como generación a escritores tan dispares que no han tenido articulación como movimiento? ¿Qué rasgos generacionales podemos reconocer en estas literaturas?
Para reconocer una generación es preciso inscribir sus nombres en el tiempo. Son coetáneos, publican sus libros con relativa simultaneidad. El más precoz ha sido Alberto Alba, con Diario de cuatro patas en 1969, y con Corte de la memoria en 1982; lo siguen Fernández Loza con Para el fuego de 1987 y Dante Fiorentino con Shishilo en 1988, Julio Carreras con El malamor en 1992 y Raúl Lima con Cuentos de lesa literatura en 1996. Ese mismo año Tasso publica Amores que no cierran y Rosenberg El libro del Zoco I, pero los textos salían en un periódico ya desde 1992.
La contribución de Tasso ha sido, además, como Editor, ya que el sello que gestiona, Barco Edita, ha publicado algunos de sus títulos, como también una antología que los reúne: Cuentos de la ciudad vieja de 1997.
Me pregunto, ¿hasta qué punto es posible hablar en este caso de “generación”? Una generación se constituye en torno a individuos que no solo comparten una época, sino que la viven desde el interior de una misma franja de edad. En este caso, el segmento recorre una distancia no mayor a quince años entre sus extremos. Una generación, además comparte un clima cultural, un conjunto de elementos simbólicos que gravitan alrededor. Al decir de Ortega y Gasset, no basta ser contemporáneos para pertenecer a una misma generación, sino que además hay que ser coetáneos, es decir, contemporáneos de la misma edad. Los escritores de los que hablo son coetáneos en la medida en que sus edades son próximas entre sí y sus procesos biográficos son más o menos paralelos y simultáneos.
La narrativa en general, y en particular el cuento –con rescatadas excepciones– había tenido un desarrollo algo dispar hasta entonces en Santiago. Tenemos nombres perdurables, es cierto. Además de Clementina Quenel, estaba Jorge Washington Abalos con su memorable Shunko, Carlos Bernabé Gómez, Rosario Beltrán Núñez, en una lista de nombres que bien merecen ser recordados; pero no teníamos hasta hoy una generación de narradores y, menos aún, de narradores de cuentos. Ni en La Brasa ni en Dimensión, los encontramos en abundancia. Esta es la novedad que trae este grupo. Revitalizan el género, lo actualizan, lo contextualizan, exploran sus posibilidades expresivas.
Con sus marcas de estilo y sus singularidades irreductibles, no parecen tener mucho en común, aparte de ser en sentido estricto coetáneos y compartir el culto consagrado por el cuento. Solo eso. Nada menos.
Mientras algunos empezaban a publicar, en el país salía a la calle una revista casi sin precedentes, que marcaría un hito en la narrativa argentina: la Revista Puro Cuento, publicación especializada en este género. Algunos como Alba, Fernández Loza y Carreras arriman textos a sus páginas. Fundada por Mempo Giardinelli, en noviembre del año 1986, al regreso de su exilio en México, la publicación se sostiene a lo largo de treinta y seis números bimensuales hasta su cierre en el año 1992. Fue una iniciativa editorial innovadora que ejercía una política cultural de resistencia y, en ese marco, contenía las expresiones de minorías y marginalidades del sistema. La revista tiene una sección de «Rescates de Puro Cuento», en la que, desde una perspectiva regionalista, se publican narraciones de escritores del interior del país. Así es como Mempo Giardinelli refiere en su prólogo a la narrativa completa de Clementina Quenel editada por Eduvin, que el propio Julio Carreras le había enviado “un impactante relato de Clementina Rosa Quenel”, con el título “Tiempo de sequía” que se publica en el Número 10 del año 1987, con un introito escrito y firmado por el santiagueño.
La importancia de estos narradores está en el giro que van a imprimir al horizonte de las letras en Santiago. La transición de temas, perspectivas y escenarios.
Los escritores de generaciones anteriores –sobre todo narradores– focalizaban en general historias de la vida campesina, en una literatura que tendía al costumbrismo y al rescate del color local, como un valor que entraña un efecto discursivo-identitario. Con estos narradores asistimos de manera progresiva a un proceso de desruralización, del que ya hablamos en otra nota. Tienen los pies en la ciudad. Escriben, en general, sobre temas urbanos o pueblerinos, pero hablan cada vez menos del mundo rural. La literatura está corriendo su eje de referencia. Será el Zoco de la Buri Buri de Jorge Rosenberg –como lo dijimos en aquella nota– la bisagra que abriría la escena urbana como espacio y horizonte del relato. Algunos como Lima y Fernández Loza, entretejen ficción con ovillos de historia regional. Otros se derivan hacia lo fantástico como Julio Carreras, o con un toque de realismo mágico como es el caso de Alberto Alba.
El caso Rosenberg, merece un tratamiento aparte. No escribe cuentos en sentido clásico del género. Se trata de un tipo de texto atravesado por diversos géneros: entre literatura y periodismo, entre ficción y realidad, entre narración y poesía, pero nadie duda que es un narrador y que sus relatos recuperan y habilitan el espacio de la ciudad como escenario de una literatura que busca nuevas formas.
Raúl Lima escribe fundamentalmente una narrativa histórica que se articula alrededor del pasado de la ciudad. Su libro Ciudad con duendes (2001) es una suerte de cronología urbana, con cuentos que hilvanan con relativa continuidad episodios de “la noble y leal”, en distintos momentos de su historia. Como dato de originalidad, los títulos de sus cuentos incluyen fechas (años) y se ordenan en sentido cronológico a lo largo del libro.
Carlos Manuel Fernández Loza, escribe sobre temas históricos, míticos y urbanos. La magia de sus relatos –entre otras cosas– está justamente en la inserción de los mitos de la tradición en la vida urbana. Para el fuego nos muestra la vigencia de los mitos populares en personajes de la ciudad que llevan una vida moderna.
Los casos de Fiorentino y Carreras, quizás se aparten un tanto de esta consideración. Sus relatos navegan entre ambientes rurales, urbanos o semirurales. El emblemático “Shishilo” transcurre en un espacio agreste que no se sabe y que bien puede ser un suburbio, un pueblo, un paraje, casi diría cualquier sitio del Santiago profundo. Desarrolla un naturalismo -con reminiscencias sutiles de Quiroga y de Quenel-, que encuentra más amigable la atmósfera campesina. El malamor de Carreras tiene relatos en distintos escenarios, aunque en general son lugares de pueblos, de campo, o espacios fantásticos, no reales.
A tono con cierto clima de época, Alberto Alba cultiva un estilo con aires de realismo mágico, como ya se ha dicho, donde los ambientes que juegan son los espacios de entrecasa, indeterminados, difusos o lejanos.
Alberto Tasso –una excepción en el grupo, en cuanto es más conocido como poeta– también ha explorado los caminos de la intimidad y el relato de entrecasa, en situaciones que llegan hasta las orillas de lo real para tocar con sutileza la fibra de lo fantástico.
Para pasar en limpio, podemos nombrar algunos rasgos generacionales de estas literaturas, asumiendo el riesgo de disipar diferencias que son claves.
Esta generación se identifica con el formato cuento, antes que con cualquier otro género, tanto que llegan a ocupar las páginas de la revista más especializada de la argentina, señera en el mundo editorial. Tienen un conocimiento estricto de sus posibilidades y de sus límites, de sus leyes, de su gramática, de su prescriptiva. La mayoría de ellos tiene escrita alguna novela, pero se distinguen fundamentalmente por el relato breve.
Algunos de estos autores se adelantan desde épocas tempranas en el cultivo del micro-relato, cuando todavía no estaba muy generalizado. El Libro CueRtos (Cuentos cortos y relatos) de Julio Carreras en 1995 es un experimento más que interesante, sobre todo por la fecha; lo mismo Raúl Lima y el propio Jorge Rosenberg con sus “Cuadernos de bitácora”, representan todos ellos el ensayo de una narración de expresión mínima.
Exploran las posibilidades narrativas de la ciudad. En sus textos se exhiben algunos de sus iconos como la estatua de Aguirre, el Parque de los grandes espectáculos, los lapachos florecidos, la acequia de la Avenida Belgrano.
Hay una búsqueda de recursos narrativos innovadores que los distingue, en algunos con mayor énfasis. Fernández Loza, sería el más audaz e innovador en este plano; y Fiorentino, el que mantiene mayor apego a la tradición cuentistica moderna.
Hablan de Santiago, pero sobre todo hablan desde Santiago. Sus textos empiezan a tener un vuelo universal pero con entonación propia, con inscripción en el habla local.
El costumbrismo o regionalismo que encontramos en ellos es, sin embargo, bastante moderado. Sus textos no pretenden establecer una referencia identitaria. Algunos escriben sobre temas relacionados con mitos, leyendas y creencias populares santiagueños y regionales, pero lo hacen como parte de la vida y la cultura urbana.
Para cerrar. El legado de estas literaturas –y lo digo en plural para reblandecer la generalización anterior– está dado ante todo en la consolidación del cuento moderno como género en nuestra cultura del interior profundo. A partir de estas publicaciones, se abren nuevos caminos en las posibilidades narrativas. No podemos saber cuánta influencia han ejercido en las generaciones posteriores, pero si puedo presentir que sin ellos el cuento en Santiago del Estero y tal vez en el Noroeste, hoy no sería lo mismo.
[1] Toda lista es incompleta. Siempre habrá nombres que sumar. Para esta nota hemos tomado estrictamente a narradores con libros de cuentos publicados, nacidos entre los años 1935-1950, que residen en Santiago del Estero.

Vive en la provincia de Santiago del Estero. Es doctor en Filosofía por La Universidad Nacional de Córdoba. Docente e investigador en la UNSE y en la UNT. Autor de libros de ficción, entre los que se encuentran Faustino (novela, 2011), La memoria del viento (cuentos, 2012), 1958, estación Gombrowicz (novela, 2015), Ciudad sin Sombras (Novela, 2018); y del ensayo El telar de la Trama. Orestes Di Lullo, narrativa e identidad (2015). Es autor del blog El cuaderno de Asterión, en línea desde el año 2009, donde publica artículos literarios y de actualidad política