Sobre Pasar el infiernillo, de Pablo Donzelli
Por Sonia Páez de la Torre |
Arroz con leche, me quiero casar, con una señorita de San Nicolás. Que sepa tejer, que sepa bordar, que sepa abrir la puerta para ir a jugar. Camilo ha caído en la trampa. Se comió todas las perdices del cuentito que promete felicidad y amor incondicional a cambio de un trabajo de lunes a viernes y casita propia. Dolorido y desilusionado, con la certeza de que (existe y) ha perdido a su media naranja, arma su mochila y emprende un viaje. No es un viaje cualquiera, es un viaje iniciático.
En el descenso o, mejor dicho, en el ascenso por el Infiernillo, el peregrino se encuentra con una serie de simpáticos -y a veces absurdos- personajes que lo estaban esperando. Todos saben que está perdido y desamparado. Todos saben que al igual que ellos, está quebrado; y que, aunque se haya extirpado, el apéndice puede seguir doliendo durante mucho tiempo. Cada uno le brinda cobijo, le da un sabio consejo para seguir andando, claves para recordar(se) y profundizar en su búsqueda.
Me quiere no me quiere, mucho poquito o nada. A las chicas nos han enseñado a deshojar margaritas, a escribir diarios íntimos, a cantar sin vergüenza canciones románticas, a escribir mil veces nuestro nombre junto al del chico que nos gusta y a hacer incasables tests para saber si nuestro amor es correspondido. Y si nos rompen el corazón, estamos socioculturalmente habilitadas a llorar.
¿Y los chicos?… ¿lloran? ¿cómo lloran? ¿de rodillas, acurrucados en la cama o de cuclillas sobre un inodoro? ¿Qué pasa cuando las borracheras o las eternas partidas de póker no son suficientes para menguar el dolor? ¿Qué ocurre cuando no hay contrincantes disponibles sobre quienes descargar la ira con un cabezazo o una piña? ¿Cómo y qué se les ha enseñado a los chicos sobre el amor?
Camilo representa a una generación masculina que creció rezando el himno de Los Redondos (“las minitas aman los payasos y la pasta de campeón”); la misma que hasta hace un tiempo estaba convencida de que macho era el que hacía gozar a las mujeres, sin reparar en el propio goce; y de que el amor se construía entorno a un plato caliente (esa misma “que volvía al hogar, para poder comer”).
Por eso, si tuviera que ponerle un apellido a Camilo sin dudas sería Cienfuegos. Camilo es un revolucionario, porque se atreve a reflexionar sobre su pérdida haciéndose responsable de sus acciones. Camilo es revolución, porque nos muestra a los lectores el mundo secreto de los machos que ya no quieren ser tan machos, porque es un modelo pesado, demodé.
A partir de impecables juegos e ironías, de canciones, intertextos y textos fundacionales, Pablo Donzelli nos entrega una encantadora novela corta en la que se anima a desandar los estereotipos del macho norteño. El autor de Los perfectores (2003), La sonrisa que pintó Leonardo (2007), Jugo (2015) y El Diario de Pablo (2018) logra en esta ocasión una estructura perfecta, una narración ágil y divertida. Una vez más, el escritor de la mesa once, nos regala sus simples y profundas reflexiones; mientras mete un gol de media cancha, pinta los más azules cerros tucumanos, nos llena los pulmones de yungas y nos convida la mágica esencia de la vida y los personajes que habitan estos espacios.
Este libro está disponible para su compra en formato digital, en la Tiendita de La Papa
Fotografía de portada (Pasar el infiernillo): Martín Taddei
También conocida como la Ioqui, nació en Tucumán el mismo día que murió Cortázar en París. Es Licenciada en Letras y Magíster en Juventud y Sociedad. Está a pasitos de ser Doctora en Educación. En general, investiga temas sobre juventud. Colaborando como escritora, editora y fotógrafa en la Revista Trompetas Completas se enamoró de un poeta y decidieron vivir un tiempo en Barcelona. Pasaron 7 años, llegaron 2 hijas, 1 perra y 1 gato. Ama Tucumán, pero también es cierto que el mar Mediterráneo ha conquistado su corazón.
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