Sobre El golpe, primera novela de Alejandro Dallacaminá (Metrópolis Narrativas, 2024)
Por Mario Flores |
Una remera que diga. Esa es, básicamente, la ambición más grande de Miguel, alias El Griego, el protagonista de la primera novela de Alejandro Dallacaminá (Orán, 1983), en el entramado de pequeños delitos lúmpenes como travesuras de lo marginal hasta la estructura maquiavélica de un crimen digno de los libros de historia: volverse remera, volverse ícono, erigir su nombre a la altura comiquera de El Che o Maradona, el Keep Calm o incluso los logos rockeros de principios del siglo XXI, en el fondo incólume de las remeras negras del pueblo. Desde la geografía reconocible de una Salta hecha pedazos -hacia su más moderna contemporaneidad- El Griego edifica su propio mito: de la marginalidad provinciana donde roba verdulerías y motos, a la portentosa escenografía rioplatense donde la piratería del asfalto y el crimen organizado lo vuelven un personaje de <<los pesados>>, dominante de una narrativa que busca instalar una leyenda en vida, la figura del villano popular -o antihéroe- como la máxima expresión de una tentativa por fuera de La Garza Sosa o el Gordo Valor, los Doce Apóstoles o Fernando Araujo, pero contemporáneo a todos ellos. Entonces, una novela que podría etiquetarse cómodamente dentro del género policial -gente a los tiros, referencias al cine negro, detectives de los años ‘20 y coloridos locales reversionados con el lenguaje estúpidamente inverosímil de las películas donde actúa Luisana Lopilato-, acá funciona como una posible radiografía social de la Argentina de los últimos años: el periplo periodístico que, a modo de crónica grotesca, revela el intersticio entre los así llamados buenos y los así llamados malos, y cómo transitan sin culpa ni esperanza en las mismas calles que se aprecian como coloniales, representativas y tradicionales.
Es justamente lo representativo y lo tradicional lo que se pone en juego en las últimas narrativas editadas en -y sobre- Salta (“Los pibes suicidas” de Fabio Martínez, “Detrás de las imágenes” de Daniel Medina, “Fractum” de Alejandro Luna y “La casa de rejas” de Lucila Lastero), y por ello la rítimica de su realismo vertiginoso impele a los lectores no solamente a <<reconocerse>> en el escenario novelístico, sino a repensar cuáles son los elementos que componen ese escenario. Donde lo religioso se revela como corporación, lo político como alegoría del relato criminal, y lo folklórico como corolario del patetismo pueblerino. Sin embargo, lejos del corte discursivo y aleccionador de los libros que se publicitan como “literatura social” o “literatura de protesta”, “El golpe” enfrenta la ficción con la realidad para crear un nuevo mecanismo de lectura: una secuencia bíblica que erige a cada personaje según sus limitaciones, no ya con la épica intencional de los grandes asesinos seriales del país. No casualmente las películas y producciones mainstream de los últimos diez años, recuperan -por cuestiones comerciales y mercantiles, no artísticas ni cinéfilas- a grandes delincuentes de la era anterior y posterior al menemismo: el Petiso Orejudo, el Ángel de la Muerte, el clan Puccio, el robo al Banco Río de Acassuso y, en otro orden de cosas, la disección documental de los casos García Belsunse y José Luis Cabezas. En “El golpe”, como en una realidad paralela que no ignora semejante legado pero que le pasa por encima, el origen del mito se posibilita por una lectura panóptica: cada una de las tres partes en que está dividida la novela, responde a polifonías que completan una idea border del costumbrismo y lo tradicional: esas voces (según El Griego, según Cornelio, según Cristo) hacen de evangelios apócrifos que completan aquella leyenda urbana que está siempre en constante formulación. El Griego ansía la trascendencia: pero no busca repartir el botín entre los pobres, cual Pablo Escobar en un burdo intento de justificación demagógica de las narconovelas, sino que extrapola su imaginería hasta el absurdo. El golpe de “El golpe” no es un atraco más, no es el robo más grande SUS vidas (la vida de los personajes), sino el hecho histórico más importante en la historia moderna, y nosotros (lectores) somos partícipes de ello.
“No es lo mismo dedicarse a la política de pueblo, regalarles colchones a los vecinos para que te voten el domingo o pagar coimas en el Concejo Deliberante, esas cosas las hace cualquiera en este país. Mirame, boludo, mirame, esto es algo groso de verdad, el golpe final de tu vida, la oportunidad que esperaste para demostrar que sos el mejor en este mundo de mediocres que solo se copian y se cagan encima como chicos […] ¿Sabés qué vas a hacer?, vas a hacer algo grande de verdad, algo que va a poner tu cara en las remeras de todos los pibes de este país, a la altura de los mitos, con fondo negro y unas pocas líneas blancas dibujando tus rasgos. El Griego en mayúsculas. El Griego sin necesidad de apellido. El Griego sin más aclaraciones. El Griego sin tipografía especial. Blanco sobre negro. Así se construye un mito”.
En la arquitectura de la novela, Dallacaminá exige la mayor complejidad a la polifonía: diferentes registros, voces narrativas y tiempos verbales hacen de pantalla para el armado de la serie -serie, una palabra que remite autoáticamente al régimen del streaming actual, pero que igual sirve para entender el montaje dramático de este libro que también opera en términos cinematográficos, ya que su despliegue es también íntimamente visual-. En esa serie, ese montaje narrativo, la tercera persona que narra los “Hechos” se dedica a corporizar el mundo de las ideas: de los diálogos graciosos se extrae el brutalismo, y del costumbrismo picaresco se revela una sensación de vacuidad. La banda de El Griego comparten rock nacional en asados donde nadie tiene la última palabra: planean el golpe, se relamen en la expectativa del golpe, incluso cuando no tienen idea de qué se trata el golpe, cuál será el blanco o la víctima, o si acaso son todos -incluso ellos- el blanco y la víctima. Tres R: robo, religión, redención. Las primeras dos están íntimamente conectadas, ya que el periplo del antihéroe se afinca en un conocimiento profundo de la faceta espiritual de vivir en la calle, en vagones abandonados, en cuevas donde las ratas son dueñas y ellos invitados: el golpe es en sí mismo la mayor cruzada contra la institucionalidad religiosa y el rol que ha jugado el catolicismo en la matanza de los últimos siglos incluyendo la exención de impuestos y las colectas de Caritas. Pero la tercera, la redención, solo opera en la imaginería de El Griego, que tiene guardadas en su casa unas trescientas o cuatrocientas remeras: todas negras, todas argentinas, todas populares. Un coleccionista del ícono como comprobación de lo que ha trascendido, una convención social cuyo exabrupto supere incluso los estándares de la historia nacional.
“Eso es lo que yo quiero, dice el Griego todavía en la proa, quiero esta forma de reconocimiento tan argentina, que millones de pibes me lleven en su pecho con orgullo. Voy a trascender en remera: ¡para eso este golpe! ¡Quiero que me quieran querer!”.
En una escena de El Polaquito (de JuanCarlos Desanzo, 2003), se muestra al Vieja defecando en un baño público de la estación de Constitución leyendo una revista Noticias, y se emociona con la entrevista a la Garza Sosa, de cómo el origen de su mito se instala en la bronca de ver a su familia caminar por calles embarradas. Esos son los pibes a los que se refiere el Griego de “El golpe”, son esos los fanáticos incondicionales a quienes se dirige cada vez que revela detalles de su plan maestro: armamento, viaje, atraco, escape; de Buenos Aires al Paraná, y de allí al Vaticano. Pero en esa imaginería del golpe maestro, de la impunidad mágica y no comprada, el Griego decide llevar su relato a esos límites de la cordura donde nadie lo comprende a fuerza de raciocinio sino de realismo fantástico: contemporáneo al cierre del zoológico de Buenos Aires, y con cenas en lugares elegantes de Puerto Madero, el golpe sigue su curso a pesar de jueces entrometidos, periodistas ortivas, amigos de la infancia entre las ratas y los mediodías menemistas. Se trata de una novela que escapa de la siesta pueblerina, cuyo vaivén no genera náuseas sino la ilusión de analépsis cuya tensión se encuentra en el lenguaje: el Griego habla poco pero dice mucho, su ansia de ser remera es la misma ansia con la que besa a su pareja, una mujer trans que detesta la cumbia cristiana.
Cogerte a tu cuñada en el bautismo de tu hijo, eso es el peronismo. “Estamos todos condenados”, esas son las palabras con las que se cierran las sobremesas de la banda del Griego: pibes del conurbano que sienten orgullo de su brutalidad y de pertenecer al mundo de <<lo bajo>>, inmigrantes rusos de romántica génesis que devienen en mecánicos aeronáuticos, serenos de galpones llenos de armas y herramientas, sordomudos que son manos derechas para toda clase de latifundios televisados. Y, si bien, se saben condenados, embarcan inexorablemente al plan del Griego. Creen en esa ambición desmedida, de esa apuesta por cambiar la historia oficial. “Porque al argentino le gusta una sola historia oficial. Hubo una generación que era distinta y la mataron antes de crecer. Porque el argentino es más de la tala que de la germinación”.
En los capítulos que se titulan “Génesis”, acontece la juventud de estos parias que se crían en sucuchos infestados de ratas, que se masturban en conjunto como una prueba de hombría pero también de fe en la superviviencia. Sus nombres son otros: sus códigos son otros, sus enamoramientos circulan por embotellameintos nocturnos y no pasan de ser delincuentes torpes. Donde lo disruptivo en “El juguete rabioso” de Arlt se humaniza a través de los personajes que se “regeneran”, en “El golpe” de Dallacaminá los personajes emprenden una carrera sinuosa hacia la putrefacción última. No hay chance de ingresar a un centro evangélico de rehabilitación para convertirse en nobles ciudadanos: no hay deseo. No compiten con el pene del otro, sino con la propia leyenda: una suerte de mini épica salteña que se compone de robos a viejas que salen de misa, a la vez que se ríen a carcajadas de los spots de Fleco y Male previniendo sobre el uso de sustancias psicoactivas durante la mayor década alcaloide del país. Entonces hay una génesis y hay hechos: lejos de la construcción psíquica aburrida de personajes, algo que abunda en las novelas que gustan de denominarse como psicológicas, “El golpe” avanza indetenible desde la promesa, hasta el giro y la prestidigitación: las etapas de todo truco de magia que se precie de ser una ilusión perfecta que logre desafiar al espectador. Eso: un desafío.
Lo que logró Daniel Medina en “Detrás de las imágenes” (Editorial Nudista, 2018), posicionando la génesis del apocalipsis zombie durante la procesión de la Fiesta del Milagro -la máxima expresión pública y social de la circunscripción de la Iglesia Católica en la agenda turística provincial, y la muestra institucional de la coyuntura religiosa en la tradición colonial que opera como índice de identificación-, siendo el gobernador de la provincia el primer infectado cuando un zombie le muerde el culo desatando así una ola viral de contenido tan salteño como paródico, Dallacaminá vuelve a ubicar en este contexto el robo más grande cometido en Salta: el robo, durante la procesión de la Fiesta del Milagro, al Banco Macro frente a la Plaza 9 de julio. “Por ese entonces los dos habían aprendido a vestirse y caminar con aire elegante sport, un disfraz típico de clase media argentina”, dice la última “Génesis” del libro, que en realidad es el punto de inicio del otro golpe, el golpe de la trascendencia. Con un cajero del banco y un contador como infiltrados, con un camión de basura y un cómplica haciendo de campanero en la catedral, logran el mayor robo de sus entonces jóvenes vidas, de fondo el coro de llantos, rezos y cánticos al Señor y la Virgen del Milagro.
“A Cornelio y al Griego les quedaba calcado el mameluco de basureros, no hizo falta que actuaran sus caras, sus gestos, ni la suciedad en su acento. Habían tomado leche negra de los senos, habían crecido al amparo de los insectos, sus manos no necesitaron guantes para levantar la basura del pueblo”.
Hay tres capítulos bastante extraños -y por eso, necesarios- en esta novela de 238 páginas. “Crónica del siglo XIX. Mate Cosido”, retoma otra icónica figura de los bandoleros de principios de siglo: pero, en vez de reafirmar la denominación de <<el bandido de los pobres>>, cual culto popular que ha sido retratado en “Bandidos rurales” de León Gieco, en “El golpe” su rostro es más humano, y por ello contradictorio, y Dallacaminá se esmera en narrar el lado B de la historiografía sucinta del delito a caballo y los tiros: narra una historia de amor, oculto y prohibido, veloz y patético. En “Crónica del siglo XX. Kozlov”, en la segunda parte de la novela, narra la llegada del Ruso hasta tierras rioplatenses, casi una paráfrasis del sueño americano pero sin tanto glamour sepia que haga énfasis en la querencia y el desarraigo: el Ruso es quien pone a punto el avión que llevará al Griego y sus secuaces hasta el Vaticano para el gran golpe. En la parte final, “Crónica del siglo XVI. Francisco de Victoria”, se trata de un texto que opera como rareza dentro del libro, casi como un prolegómeno necesario para entender por qué tanta fascinación por establecer un coito dialéctico entre lo desaforado y lo religioso, pero a su vez comprende (AL FIN) un texto correctamente narrado sobre la llegada de las imágenes del Señor y la Virgen del Milagro y el milagro en sí mismo, lejos del paternalismo de los catecúmanos y las remebranzas panfletarias de aniversario, que bien podría leerse como una breve pero acertada sinopsis de la leyenda en que se basa aquel colorido local, telúrico y fantasma, infernal y onanista que es Salta.
La primera novela de Dallacaminá, que sí está etiquetada como <<novela policial>> en los datos de catalogación, escapa del género impuesto por el ISBN y emigra a territorios más difíciles de estandarizar, donde una génesis del realismo sucio dialoga con la épica devaluada de fin de siglo: las fantasías de nombrar a la corrupción según su propio nombre, la trama del golpe que se convertirá en remera y, en ella, el recordatorio perenne de que ya estamos condenados.

(Tartagal, 1990) es escritor y editor. Recibió el Premio Literario Provincial de Salta en Categoría Cuento por Necrópolis (2018). Publicó las novelas Hikaru (2018), Cacería (2022) y El poder de los elementos (2022), todas a través de Editorial Nudista. En 2023 publicó Paisajes radioactivos: Frontera, crisis y estética del caos en la literatura de Tartagal, 1992-2022, su primer trabajo de no ficción.